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Cuando entramos en el pueblo estaba atardeciendo y es verdad que, si a mí me gustaran los pueblos y tuviera más sensibilidad para la belleza campestre, me habría parecido que ese conjunto de casas rodeadas de montañas chatas llenas de almendros en flor era un lugar en el que un niño podría ser feliz. Pero según íbamos avanzando con el coche por las calles estrechas y empinadísimas no veíamos ni niños, ni jóvenes, ni muchos indicios de vida. Algún gato que se nos cruzó y algún viejo de esos que siempre hay a la entrada de los pueblos, que son inevitables, como los pastores en el Belén. Yo veía la cara de Milagros por el espejo retrovisor, la veía mirar todo con el ansia y la emoción del que vuelve a casa después de mucho tiempo.

Salí de aquí con ocho años, nos dijo.

Esperamos en el coche mientras ella fue a buscar las llaves de su casa y las del cementerio, que las tenía una tía suya. Las tías de Milagros, las antiguas vecinas de Milagros. Qué extraño se hacía verla entrar de una casa a otra, moverse con una familiaridad en un mundo tan ajeno al nuestro. Parece que a cada persona le atribuimos un paisaje, ése donde nosotros la hemos conocido, y para mí, el paisaje de Milagros era la calle Toledo, donde tantas veces había venido a buscarme, o la de Mira el Río Baja, donde se la había traído su tío Cosme a los ocho años, aquellos bares de Lavapiés por los que íbamos los sábados por la noche a tomar tapas, o esos otros de barrios desconocidos a los que me llevaba cuando habíamos montado el negocio boyante del taxi, bares en los que la conocían y que ella iba seleccionando por caprichos de su estómago de niña gorda: aquí la tortilla, aquí el café, aquí los berberechos. Era la sabiduría de Milagros: la tapa, el porro, la caña; dejar el taxi en segunda o en tercera fila y hacer amistad con camareros de bares baratos. Y el último paisaje de Milagros fueron para mí esas dos horas en las que el día se hace, el barrio de Pacífico, el bar de Mauri, y el Antiguo Matadero, el lugar en el que pasamos nuestros últimos meses juntas.

Pero ahora Morsa y yo observábamos sus movimientos con curiosidad, como si de pronto viéramos a una persona distinta, a una gemela que ella hubiera dejado en el pueblo.

Qué extraño ver cómo metió la llave vieja, enorme, de hierro, en la cerradura y nos abrió la que fue su casa los primeros ocho años de su vida. Su mano, que era también la mano del pasado, supo ir hasta ese lugar inapropiado en el que estaba la llave de la luz (muy arriba, detrás de la puerta) porque es algo que aún conservaba en la memoria del corazón y entonces una luz pobre y antigua alumbró aquel pasillo pintado de azul cielo en el que sólo dos pequeños cuadros con unas hawaianas que movían las caderas debajo de una faldilla de rafia parecían dar señales de una vida anterior, de una vida que yo nunca había sospechado, seguramente porque Milagros, me da vergüenza decirlo ahora, nunca me había resultado una persona misteriosa. Pero también digo yo que denota cierta inteligencia reconocer las cosas. Comparándome con ella yo siempre había considerado que mi pasado estaba lleno de secretos, de recovecos, de historias inconfesables que hacían de mí una persona interesante, incluso cuando íbamos de camino al pueblo y yo me sentí inspirada y conté un capítulo de mi vida que se había completado mágicamente hacía apenas unas horas, una de las cosas que me fastidiaron fue el escaso interés que provoqué en ella, y más teniendo en cuenta que Milagros me escuchaba siempre con tanto arrobamiento y que yo solía escatimarle todos mis secretos, tenía cierta racanería con ella, como la tenía también con Morsa, porque en el fondo, me parecían menos que yo. Pero qué sabía yo de lo que ocurría en su cabeza, de lo que el tiempo había borrado o había dejado en cuarentena y que de pronto, el hallazgo de un niño al que ella consideró hijo desde la primera vez que le vio los ojos, igual que una madre se siente ligada a la criatura que ve aparecer manchada por su propia sangre, había vuelto a invadir su mente. Ahora lo veo claro, fue como una enfermedad que queda latente, de la que uno se olvida porque necesita olvidarse para seguir viviendo, pero cuando la enfermedad arrecia, y dice de nuevo, aquí estoy yo, es porque te está condenando al infierno para siempre.

Milagros y su casa. Ahí estaban los olores de su niñez. Los que despedía ella misma cuando entraba corriendo sudorosa por el pasillo de las hawaianas; Milagros, la niña gorda de la foto que había encima de la tele del comedor vestida de comunión, embutida en un traje probablemente prestado, la niña que jugaría en ese mismo sofá de skay, comería en la mesa de patas torneadas a la vuelta de la escuela, grabaría esa M gigantesca con la punta del cuchillo en el tablero, con la intención de ser recordada en el futuro, cuando esa mesa fuera a parar a algún mercadillo de amantes de cosas viejas; Milagros, que se quedaría parada de pronto, como se quedan a veces los niños cuando parece que han visto un fantasma, y su mirada se acabaría encontrando con la foto en colores desvaídos del hombre recio, con patillas, un joven viejo de esos que hay en los pueblos, que estaba allí colgado de la pared porque era su padre y porque había muerto al poco de nacer ella, el hermano de su tío Cosme, una copia de su tío, la misma cara de bruto pero éste con pretensiones roqueras, como un roquero de pueblo, que tiene la piel cuarteada de trabajar en el campo y las espaldas enormes, pero que lleva patillas y pelo largo. Como si a su tío Cosme le hubiera calzado una peluca. Igual. Ahí estaría Milagros, protegida por las vecinas durante el día, vigilada desde Madrid por su tío Cosme, el bruto que no lo fue tanto, y cobijada por la noche en esa casa, pequeña y oscura, de ventanas diminutas, en la que mantenía diálogos con los muñecos, con los muebles, con ella, la voz de una niña que se anima a sí misma a comer, que dice te lo tienes que acabar todo, que pone deberes a la muñeca, que dice, ahora te pones el pijama, ves un rato la tele y luego te acuestas, ahora tienes que hacer las letras, ahora yo era la madre y nadie podía llevarme la contraria, ahora me acostaba en el sofá porque el sofá estaba triste. Milagros hablando, haciendo que su voz se convirtiera en todas las voces necesarias para un niño, jugando muchas noches alrededor de la madre dormida o perdida en la bruma, actuando con una madurez que luego perdió, estancada como se quedó en una infancia rara. Milagros aparentando una vida normal, la que ella imagina que tenían los otros niños, al lado del sillón en el que la madre parecía entregada casi ya a un final decidido.

Dormimos juntas en la que dijo que era su habitación. Y Morsa en la que fuera la de su madre. Estábamos muy apretadas en aquella cama pequeña con el cabecero de madera clara lleno de muñecos colgando de los barrotes. Yo sólo me quité los zapatos porque me daba escrúpulo desnudarme y meterme en unas sábanas que tendrían polillas o chinches o el olor de los muertos. Es imposible imaginarse qué sentiría ella durmiendo en su cama después de una ausencia de veintitantos años y rodeada por un fantasma que ahora sé que nunca se le había ido de su cabeza. Tuve la sensación de no dormir nada y tampoco ella parecía respirar como una persona dormida. Me daban miedo la oscuridad tan espesa y el silencio. Por eso yo no podría vivir en un pueblo. Ese silencio me parece inhumano. Si hubiera tenido valor habría ido hasta la habitación donde Morsa dormía y me habría abrazado a él, dejándole incluso que hiciera conmigo lo que quisiera, pero no me atrevía a salir al pasillo y recorrer los tres metros que me separaban de él. No sé el tiempo que estuve despierta, me dio la impresión de que fueron horas, pero en algún momento dado debí perder la conciencia porque cuando abrí los ojos una luz muy pálida entraba por el balcón e iluminaba la cajita del niño que Milagros había puesto encima de nuestra ropa, en la silla. Milagros ya no estaba a mi lado y el estar a solas con el niño muerto me produjo un cierto sobrecogimiento. La verdad es que durante el viaje había convivido con la caja como si llevara un gato, y ahora me resultaba muy inquietante que estuviéramos compartiendo el niño y yo la misma habitación. Me aterraba pensar que saltaran los enganches dorados de la cajilla y que el niño se incorporara y volviera la cabeza para mirarme. Tal pánico me entró que, estando como estaba, con la cabeza completamente tapada con las mantas, me llevé un susto mortal cuando la voz infantil de Milagros me dijo bajito al oído: «Ya está el Cola Cao», y mi mente necesitó unos segundos para reconocer la voz y ser consciente de que no era la criatura quien me estaba ofreciendo el desayuno.

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