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CAPÍTULO 7

Morsa, venga, levántate.

¿Eh?

Que ya es la hora.

¿Qué hora?

Las cuatro y cuarto.

Puedo quedarme hasta las cuatro y media.

No puedes. Venga ya, vuela.

Mira que eres burra.

Le empujaba apoyando mis pies en su espalda, casi le tiraba de la cama. Y él me decía, no vuelvo. Pero volvía. En cuanto yo se lo pedía. No se lo pedía siempre. A Morsa había que tenerlo a raya, porque si le hubiera dejado, huy, si le hubiera dejado, Morsa es de esos seres que se apalancan y ya no les echas de tu casa. Quiso dejarse en el baño unas cuchillas, un cepillo, las cosas de aseo, la colonia Brumel, y le dije, ni lo pienses, guapo. Los días que no se quedaba Morsa se quedaba Milagros, aunque ellos no sabían realmente que yo había establecido un turno, era como si las dos relaciones fueran clandestinas. De todas formas se lo barruntaban, porque Morsa siempre me decía, qué suerte tienes, pilla, dos idiotas a tu disposición. Y yo sé lo que consigo quedándome, decía, ¿pero qué saca la otra?, a ver si me estás engañando y tú en realidad les das a pelo y a pluma. Entonces yo le daba un tortazo en la cabeza y él me agarraba las manos y yo escondía la cara y él me buscaba la boca hasta que me encontraba y me daba un muerdo.

No es que yo sea una persona muy obsesiva y extraiga conclusiones de todo pero fíjate qué casualidad que cuando se quedaba Morsa mi madre no daba señales de vida (en sentido figurado) y cuando se quedaba Milagros más de una vez se nos cruzó por el pasillo. Eso me daba que pensar. Milagros no la veía. Yo le decía cogiéndole de la mano, Milagros, dime, ¿pero es que no la notas?, aunque no la veas, tú dime, ¿no notas su presencia? Y Milagros se ponía rígida y me decía, ay, tía, no me digas eso, que me da muchísimo susto.

Para mí, el solo hecho de que Milagros no pudiera verla probaba aún más su existencia porque los espíritus, por llamarlos de una forma que todo el mundo entiende, sólo son visibles para ciertas personas, eso es algo que está muy estudiado. No sé si puede llamarse don a esa capacidad de verlos, o tal vez sería más apropiado llamarlo desgracia.

Lo que yo no quería de ninguna de las maneras es que Milagros viera a Morsa salir del portal; así mismo se lo dije a Morsa: no me apetece en absoluto que te vea, porque lo nuestro, entérate, no es oficial. Y casi se cae al suelo de la risa, porque le hizo gracia la expresión y todavía hoy la sigue recordando y se sigue burlando. Oficial, decía meándose de risa. Morsa tiene eso, como encuentre algo a lo que sacarle punta, algo de lo que pueda burlarse, lo repite y lo repite y lo repite. Yo le digo muchas veces que para mí eso no es exactamente tener sentido del humor, sino la venganza mezquina de los que no son muy brillantes.

Morsa se quedaba algunas noches, sólo algunas, y siempre en días de diario. Se quejaba muchísimo por tener que levantarse antes que yo y marcharse a la calle a echar una cabezada en su Mondeo con un termo de café con leche y unas magdalenas antes de que abrieran la oficina y pudiera meterse al vestuario. Nada, esa espera era cuestión de tres cuartos de hora, pero él me lo echaba en cara a cada momento, y yo le decía, pero no seas animal, peor hubiera sido levantarte en tu piso de Fuenlabrada, que está en el culo del mundo. Entonces sí que tendrías que madrugar.

Le oía ducharse en mi cuarto de baño y era una sensación extraña, era como si estuviera soñando y en ese sueño estuviera casada y mi marido fuera barrendero y se levantara de madrugada para irse al trabajo. Morsa volvía al cabo del rato, la habitación se llenaba de los olores del aseo masculino y con el pelo mojado y la cara fresca y recién afeitada se inclinaba sobre mi cara y me miraba un momento, yo sentía que me miraba. No sé por qué pero lo hacía siempre. Luego me daba un beso con una dulzura que no era capaz de mostrar en ningún momento del día, ni tan siquiera cuando echábamos un polvo. Yo me hacía la medio dormida, como si no fuera conmigo. Nos vemos dentro de un rato, me decía. Su aliento olía a pasta de dientes, su piel dejaba en la habitación un rastro de su colonia y de jabón de afeitar. Lo que hay que hacer para echar un polvo, le oía decir a veces antes de irse. Por fin la puerta se cerraba y yo me quedaba media hora más, media hora con toda la cama para mí, con el edredón tapándome la cabeza para protegerme de las presencias inoportunas, y pensando que tal vez ésa era la mejor vida que podía esperar.

Yo salía del portal a las cinco y media, y allí estaba Milagros, esperándome, en la puerta, igual que hacía mi madre, sin darme tregua, sin dejar que me despejara un poco. Sonreía. Para ella, inaugurar así el día, yéndome a recoger, era una especie de fiesta inesperada, me recordaba a la alegría de los perros que no tienen sentido del tiempo y te reciben siempre con el mismo nivel de entusiasmo, lo mismo si no te han visto en cinco horas como si simplemente te has ausentado cinco minutos para mirar el buzón. Mi madre tuvo un perro. Se murió. Y yo le dije, se han acabado los perros. No soporto ese amor tan incondicional. Tal vez, ahora que lo pienso, era lo que más me molestaba de Milagros. A lo mejor es que las personas que son demasiado serviciales me sacan de quicio. Le decía hola de una forma seca, para que viera que yo antes de tomar un café no estoy para nadie. Así que, los primeros diez minutos, bajábamos en silencio la cuesta de la calle Toledo, diez minutos en los que yo me torturaba pensando cuándo Milagros decidiría romper a hablar para no callar en todo el día. Diez minutos, casi los podía cronometrar, diez minutos que una vez superados daban paso a su voz despejada, nasal, aniñada. Empezaba con cualquier excusa: que si cuando salgamos voy a tu casa y colgamos los estores, que si no merece la pena que pagues a nadie, que lo puedo hacer yo, que lo sepas, y no confíes en Morsa, que es un chapuza, no lo digo yo porque le tenga ojeriza porque piense que tienes un rollo con él, que a mí, ya ves, lo dice Sanchís, que dice que se le ofreció a ponerle la instalación eléctrica del cuarto de baño y casi se les electrocuta la niña porque al enchufar el secador hizo cortocircuito y menudo disgusto, con lo que es Sanchís con su niña, a consecuencia de eso estuvo sin hablarle casi medio año, nosotras no conocemos la historia de primera mano porque nosotras no barríamos entonces, pero tú pregunta, pregunta a quien quieras, a Teté, a Cornelia, al Fofo, todos lo saben, Sanchís le volvió a hablar porque al fin y al cabo un compañero es un compañero y porque es muy violento salir a barrer con alguien con quien no te hablas pero en el fondo de su corazón todos dicen que se la guarda, vaya que si se la guarda; está claro que tu caso no es el mismo, que tú no te vas a electrocutar con unos estores, pero sí te puede pasar que al día siguiente se te descuelguen del techo, y te arranquen un trozo de yeso y eso también te jode. Las cosas o se hacen bien o no se hacen y Morsa es un flojo por naturaleza, ése te cuelga los estores de cualquier manera, para salir del paso. Yo no te digo nada, sólo te aconsejo, como amiga, que yo no me voy a sacar dinero con esto. Para mí colgar cortinas no tiene secretos, le colgué la casa entera a mi tío Cosme y ahí las tienes, en el mismo sitio desde hace diez años, se puede derrumbar la casa y ahí seguirían las cortinas, y eso que ya sabes cómo es mi tío Cosme, que no se le mete en la cabeza, coño, que del cordoncillo hay que tirar con cuidadito y le pega unos viajes que los estores, si vas a casa de mi tío los verás, siempre están recogidos de un lado y sueltos del otro, que me da un coraje, y se lo digo siempre, hay que ver, tío Cosme, qué falta de delicadeza que tienes para todo, la semana pasada me oyó la ecuatoriana que le limpia, y cuando estábamos en la cocina recogiendo después de comer, me dice la ecuatoriana que no sabe si irse o no irse de la casa de mi tío Cosme, y yo extrañadísima porque mi tío besa el suelo por donde pisa la ecuatoriana, porque a mi tío le quitas la ecuatoriana dos días y la casa se convierte en un corral, y ella va y me cuenta con mucho misterio una cosa a cuenta de los estores que le había ocurrido hacía dos semanas, me cuenta que había descolgado los estores porque había observado al contraluz que tenían unas manchas semiblancas que ella no acertó a saber de qué eran. La ecuatoriana los descuelga y frota y frota hasta que salieron las manchas y no le dio más importancia al asunto, pero es que el otro día va y llega media hora antes porque venía de hacerse un análisis de sangre y como las ecuatorianas son tan sigilosas la tía entró en el salón para empezar a limpiar por ahí, pensando que mi tío Cosme aún estaba en la cama y, ¿qué dices que se encontró, Rosario?

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