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Bien, me dijo, se quedó pensando unos segundos, estudiando cómo formular su pregunta: ¿por qué crees que se te aparece?

Ahí está la cuestión, que no lo sé, pero sus apariciones me causan mala conciencia.

Tú te encargaste de cuidarla estos dos años, ¿no es así?

Sí, dos años…, al decir esto, no sé por qué, se me quedó la cabeza vacía, como si me hubieran borrado el pensamiento.

¿Sagrario?

Sí, dos años, dije volviendo a la conversación, pero en dos años uno pierde toda la energía positiva que se tiene hacia alguien.

¿Y?, dijo y miró el reloj.

Que tiene usted que cerrar, le dije.

Sí, pero yo no tengo prisa, tú me esperas y yo echo el cerrojo y seguimos.

Se fue, cerré los ojos y oí el ruido de sus pasos yendo hacia la puerta. Imaginé que estábamos en una gran catedral, en la de Burgos o en Nôtre Dame, lugares como Dios manda, lugares donde la confesión sale sin esfuerzo, no esta mierda. Los pasos se acercaron y con ellos el olor del cura, que olía a colonia Brumel, la misma que usaba Morsa. Estaría bueno, pensé, que tuviera un lío con el cura. Será gay, como todos, pensé también.

Le voy a ser franca, le dije, como si en el tiempo en que él se había ido yo hubiera tomado una decisión.

Te escucho, Sagrario.

Póngase en mi lugar, aunque no sé si será capaz, pero inténtelo: dos años en los que tu madre va perdiendo la noción hasta para orientarse por el pasillo de su casa, dos años en los que ya no ordena sus horas de sueño, ni el camino de la cuchara hasta la boca, ni controla sus esfínteres, dos años en los que se pasa el día en el armario, dos años en los que grita por las noches, dos años para comerte todo eso tú sola, sola, con una hermana que se lava las manos y con una asistente social que viene de higos a brevas, un día a la semana y le canta unas cositas y le da la merienda como a los niños chicos, vale, muy bonito todo. Comprenderá que en dos años yo también tenía derecho a perder la cabeza…

Es comprensible, dijo.

…y empecé a atarla al sillón. Lo hice por vez primera el día en que se lo hizo encima y me lo restregó por la pared del pasillo. Y aún hay más, aún más, yo soy joven, padre, soy joven, parezco fuerte, pero no lo soy, padre, yo necesitaba de vez en cuando compañía, una mano que me sobara el lomo, y alguna vez me subí a casa a un compañero de trabajo, y para evitar que ella anduviera por ahí mientras nosotros lo hacíamos, porque la primera vez abrió la puerta de mi cuarto y nos vio, y es fácil imaginarse qué sucia me sentí, pues la encerré en el armario bajo llave las veces siguientes.

¿Cuántas fueron?, preguntó ahora, con una cara de cura preconciliar.

Cinco. O nueve, ya pierde una la cuenta.

¿Y qué quieres que haga yo, Sagrario?

Que me dé la absolución y a ver si así me tranquilizo, me lo empiezo a quitar de la cabeza y ella deja de incordiarme.

¿Tú crees que ella te incordia por eso?

Por qué si no, a no ser, ésa es la otra posibilidad que barajo, que lo que esté buscando es que yo le pida a Morsa, el hombre con el que le digo que subía yo a casa, que venga a dormir conmigo para que yo no pase miedo y poco a poco nuestra relación se vaya consolidando, cosa que tampoco me extrañaría, porque ella siempre tuvo miedo a que yo, no sé, a que yo fuera incapaz de tener una relación con un hombre. No sé, la verdad es que no sé a qué carta quedarme. Y ahora, de pronto, pienso que tal vez una absolución es como un borrón y cuenta nueva.

Tampoco es eso, Sagrario. Lo que has hecho es muy serio. Yo podría hacer lo que se hacía antes, mandarte tres padrenuestros, dos avemarías y que salgas tú descalza en una procesión, pero pienso que si tienes mala conciencia, una mala conciencia que llega hasta tal punto que probablemente veas cosas donde no las hay, es porque hay razones poderosas para tenerla, y que lo que tienes que hacer, eso es lo que te aconsejo, es pensar, reflexionar, y cargar con tu culpa.

Usted quiere que yo esté amargada ya para toda mi vida.

Por mucho que yo pensara que eso es lo que te mereces, Sagrario, la realidad es que los seres humanos se olvidan de todo, dicen los psicólogos que lo hacen para seguir viviendo, yo creo que lo hacen por egoísmo.

Resumiendo, que usted quiere que me acuerde todos los días de mi vergüenza, quiere que no pare de darle vueltas, que me joda, usted quiere que me joda.

– Yo no empleo ese término.

Que me fastidie, entonces.

¿Crees de verdad que tu madre desea verte con ese hombre, con Morsa? ¿Morsa es un mote?

No, yo creí que era un mote porque tiene un bigote ralo y tieso, pero aunque parezca raro es su apellido.

¿No será que la tesis de que tu madre está manipulando la situación para que acabes teniendo una relación estable con ese hombre es la forma más benévola de interpretar sus apariciones?

Pero vamos a ver, que no lo entiendo, ¿usted no decía que no se creía lo de las apariciones?

No quiero entrar en si son ciertas o no, Sagrario, porque entonces no iríamos a ninguna parte, lo que me interesa es saber si intentas consolarte con esa interpretación porque estás deseando llevarte de nuevo a Morsa al piso.

No dejaba de tener gracia que ya estuviera hablando de Morsa como si lo conociera de toda la vida. Me tuve que controlar, pero por un momento, sólo por un momento, estuve a punto de echarme a reír.

No, no estoy deseando subírmelo a casa. Tengo que aclararle que a mí Morsa no me gusta tanto, vamos, que no me gusta. Me lo subo porque no hay otro. Por eso me lo subo.

O sea, dijo el padre Lorenzo, que en todo este juego, ¿también engañas al pobre Morsa?

¿A Morsa? A Morsa le da igual, él va a lo que va.

Tienes una idea un poco miserable del ser humano, Sagrario.

Es lo que hay, le dije, a mi entender, es lo que hay.

¿Y dónde quedan el amor, la amistad, dónde quedan?, me dijo como si yo fuera un caso perdido.

Ay, yo qué sé, ya me gustaría a mí saberlo.

¿Quieres irte con la sensación de que Dios te perdona?

Bueno, no exactamente, yo quiero irme…, a ver cómo se lo explico, yo quiero que Dios, o que usted mismo, para qué nos vamos a ir tan lejos, quiero que usted me comprenda, que comprenda que hay veces que hacemos cosas feas, sucias, lo reconozco, pero porque la vida que tenemos delante también es fea.

El padre Lorenzo se levantó y se sacudió la ropa, como si se sacudiera también todo lo que acababa de escuchar. Por mucho que quisiera ser simplemente Lorenzo, el padre Lorenzo era un cura acusador, como tantos otros. Por eso hablo directamente con Dios, porque Dios no me da tantos problemas como sus intermediarios.

Vuelve otro día, Sagrario, seguiremos hablando.

No lo sé, le dije, estoy pasando una mala época y, la verdad, no sabe una dónde acudir, el médico del seguro me mira con suficiencia, usted me echa la bronca, estoy por ir a la peluquería a ver si allí, con eso de que se paga, me tratan mejor.

El padre Lorenzo me sonrió, quería ser comprensivo, pero yo sabía que ya no había nada que hacer.

Pensándolo bien, le dije, lo más sensato es sospechar que mi madre quiere echarme en brazos de Morsa, ella pensaba que yo era un ser imposible, no me lo decía, pero todos sabemos lo que nuestra madre piensa de nosotros desde que nacemos, ella pensaba que yo estaba condenada a estar sola, parecía saber desde el principio que mi hermana le daría nietos y yo no, así que a lo mejor, lo que quiere es cambiar el destino que ella misma me ayudó a fabricar, ¿no cree?

Yo no creo en el destino, Sagrario.

Usted no es creyente, padre.

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