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¿Y qué deseaba usted?, me preguntó el médico.

Se me hizo un nudo en la garganta, me entró una necesidad repentina de llorar. Le miré con los ojos llorosos pero no quise que me viera frágil, no quería que me tratara como a cualquiera de sus pacientes.

Ya no me acuerdo, le dije, no me acuerdo. Pero a lo que iba, que ella se aparece, eso se lo aseguro.

Y salí de allí con las recetas en la mano.

Podía haber cogido el autobús para volver a casa pero tenía una ansiedad, un mal cuerpo, que era incapaz de ponerme a la cola a esperar debajo de la marquesina. Olía la tormenta que amenazaba con descargar de un momento a otro pero me dije que hay días en los que uno tiene que arriesgarse a lo que sea, a que le caiga un chaparrón encima. Salí en un estado tan penoso del psiquiatra que me pregunté cómo es que la gente vuelve una vez a la semana. Yo sería incapaz. Me había sentido como si me estuvieran examinando. Examen de comportamiento. Y además era muy deprimente que te pusieran en la misma sala de espera que gente tan echada a perder. Es lo que tiene lo público, que no discrimina, va a mogollón. Cayó una gota enorme, ya esa sola gota me mojó media cabeza, y a partir de ahí fue como si me estuvieran tirando cubos de agua encima. Yo era la única criatura que iba por la acera, sin paraguas, sin prisas, dejando que la lluvia me purificara, una escena que se ha visto tantas veces en las películas y que, ahora, dada mi situación, cobraba sentido. Crucé el puente sobre la M-30, ese puente que se ha convertido con los años, inexplicablemente para mí, en paseo de madres con niños y abuelas deportistas, y me detuve en el centro a mirar los coches que pasaban por debajo. Me pareció que un coche reducía la velocidad; tal vez el conductor pensó que yo me encontraba al borde del suicidio porque incluso yo entiendo que es un poco raro que una mujer esté apoyada en la baranda de un puente cuando está diluviando. Comprendo que eso a un conductor le inquiete. Pero no estaba en mi corazón quitarme de en medio, al contrario, aunque me daba miedo volver a casa por las apariciones sentía el vértigo de la curiosidad que me provocaba imaginar cómo iba a ser mi vida a partir de ahora. Cuando me decidí a echar a andar de nuevo y cruzar el puente dejó de llover, así es la vida y el cielo se despejó iluminando la tarde como si el día fuera a tener muchas más horas de las previstas. Las cosas adquirieron esos tonos que a mí me parecen celestiales porque son los tonos con los que estaban coloreadas las ilustraciones del libro de la catequesis. Antes de torcer para casa, de pronto, me sentí poderosamente atraída por la parroquia a la que iba mi madre, cuando aún iba a algún sitio. Completamente mojada y desorientada psicológicamente, entré, me santigüé y me quedé parada frente al altar mayor, bueno, no hay que exagerar, frente al altar, porque sólo había uno y con un Jesucristo de estilo abstracto, que sabías que era un Jesucristo porque estaba pegado a una cruz, y digamos que eso es una pista importante. Claro que también sabías que aquello era una iglesia porque había un cartel en la puerta, pero podía haber sido perfectamente un hogar del pensionista. No había nadie en la iglesia, no había esas viejas de los pueblos que se pasan la vida encendiendo velas a los santos, estaba yo sola, sin saber qué hacer ni cómo rezar, porque como ya digo, mi relación con Dios es continua, yo no concentro mis conversaciones con el Señor en unas cuantas oraciones, yo hablo con él de una manera natural, sintiendo su presencia constante. Si piensas como yo y como algunos teólogos, que Dios está contigo siempre, qué sentido tiene dirigirte a él de pronto, en un lugar y en un sitio determinado, cuando se supone que camina siempre contigo. Sentí unos pasos a mi espalda y me llevé un sobresalto tal que me llevé las manos al pecho para contenerme los latidos del corazón. Sinceramente, por un momento, temí que fuera mi propia madre que había hecho acto de presencia en la iglesia, pero al ver que era el cura, me dio la risa, y pensé, sin querer darle la razón al doctor Nosecuántos, que tenía que admitir que estaba un poco obsesionada. El padre Lorenzo me dijo, vaya, vaya, qué sorpresa, Sagrario, ¿cómo estás?; pues empapada, le dije, y no le corregí mi nombre porque me pareció feo de entrada.

¿Quieres algo, quieres hablar conmigo, o prefieres sentarte sola?, preguntó.

Y yo hice así con los hombros, como diciendo que no sabía qué es lo que prefería, o como sopesando la posibilidad. El me señaló la banca y, para mi sorpresa, se sentó conmigo. Por algo habrás entrado, me dijo. Y yo le dije, sí…, y me quedé con la frase a medias por no saber cómo llamarle porque al padre Lorenzo todo el mundo le llama Lorenzo, a secas, y a mí llamar a un cura sólo Lorenzo me da apuro, ¿qué hago yo con un Lorenzo sentada en la semioscuridad de una banca de iglesia?

He entrado, le dije, casi sin darme cuenta, me estaba acordando de la cantidad de veces que he acompañado yo a mi madre hasta está puerta. ¿Tú nunca entrabas?, me preguntó. Yo no, a mí las misas…, hice un gesto negativo con la cabeza y bajé las comisuras de los labios, en una mueca muy frecuente en mí y que me pone muy fea. Tengo la voluntad de no hacerla más, pero se me escapa, debí nacer con ese gesto genéticamente. Pero que conste que soy creyente, le dije, una cosa no quita la otra. ¿Echarás de menos a tu madre?, me dijo. Sí y no, le dije mirando al suelo.

¿Sí y no?, repitió.

Bueno, ya sabe la enfermedad que tenía, le dije, por si no se acordaba. Tutéame, dijo. Y yo le dije que lo sentía mucho pero que no, que para mí un cura era un cura y tenía que ser un cura.

¿Quieres rezar tú sola?, me dijo, hasta las ocho está abierta la parroquia.

¿Y a las ocho, a las ocho qué es lo que pasa?, le dije. A mí misma me sonó mi pregunta impertinente.

A las ocho echo el cierre, me voy a casa, veo el telediario, ceno y me acuesto. Lo que tú, más o menos.

Debería estar abierto siempre, le dije, hay urgencias espirituales.

¿Tú tienes una urgencia espiritual?, me preguntó y como bajé la cabeza, él se inclinó, buscó mis ojos, ¿tienes tú una urgencia espiritual?

No lo sé, no sé por qué he entrado, la verdad, empecé a tiritar.

Te ha pillado la tormenta en plena calle.

Venía del psiquiatra, y como está al lado del puente, pues me ha pillado cruzándolo. No, no ha sido así, padre, la verdad es que he querido mojarme, me he dicho, bah, qué importa, qué me importa mojarme si cuando suba a casa no va a haber nadie para decirme que estoy loca.

¿Te sientes muy sola?, me dijo.

Psss, yo es que no encuentro a nadie de mi cuerda.

Todo el mundo encuentra gente de su cuerda.

Menos yo. Padre, ¿usted cree en las apariciones?

Pues depende.

En las de Lourdes, las de Fátima, etc., ¿en ésas cree?

Bueno, ésas parece que están documentadas.

Ya, documentadas.

¿Se te aparece la Virgen?, dijo con una sonrisa paternal, estúpida, me pareció impropio de un religioso tomarse el tema tan a cachondeo.

¿Le hace gracia este tema?, le pregunté seria, con el ánimo de turbarle.

No, no, perdona si te he molestado, dijo algo cortado.

Mi madre anda por los rincones de mi casa. Acabo de contárselo al psiquiatra y ha sido…, ha sido para mí bastante humillante, la verdad, me ha tratado como a una enferma.

Es un especialista, me dijo, y estoy seguro de que no ha tenido intención de ofenderte, te habrá dicho lo que pensaba honradamente.

Le miré fijamente.

Padre, me deja usted muy sorprendida. Estoy por preguntarle ahora a usted lo mismo que le he preguntado a él. Padre, ¿es usted creyente?

Sagrario, por favor…

Tanto pregonar los milagros, tanto con la vida eterna, y luego no se lo creen ni ustedes, me parece alucinante.

Es un tema delicado.

Ya lo sé, por eso se lo cuento a un cura y no estoy en la barra de un bar, no te digo. Se me quedó una risa de lado, como la que ponía Morsa a veces.

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