El tío me empezó a preguntar si dormía bien, me preguntó si en el período de duermevela sabía distinguir entre la realidad y el sueño, si alguna vez creía haber tenido alucinaciones, y si era la primera vez que tenía visiones. Cuando oí la palabra visiones es que no daba crédito. No daba. Le pregunté si lo que él llamaba «visiones» eran imágenes provocadas por cierto trastorno. Se lo pregunté sin andarme por las ramas. Las cosas claras desde el principio, le dije, que somos dos personas adultas. Y me dijo que sí, pero que tampoco había que dramatizar la palabra «trastorno». Ah, bueno, le dije, muchas gracias, y me dio la risa, pero el hombre sólo fue capaz de sonreír con un lado de la boca.
Siendo fiel a la verdad, él se dirigía a mí todo el tiempo serio y seco, como si estuviera delante de una trastornada. Me dolió su actitud distante y me reafirmó en la idea de que en la actualidad este tipo de especialistas, psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, tratan mejor ciertas dolencias, como la adicción a ciertas drogas o determinadas patologías que están, por así decirlo, de moda, como la depresión, el estrés o la falta de apetito sexual, que las que podemos tener personas normales y corrientes a las que la vida nos sitúa en una encrucijada. Es como si ellos lo tuvieran que tener todo clasificado, todo en su casillita, y si tu «mal», tu «enfermedad», no corresponde a ninguna de esas casillitas que ellos han estudiado y que les sirven para andar todo el día de congresos, eso les irrita profundamente.
Sintiéndome un poco humillada, la verdad, yo le pregunté si era creyente. Él quiso aparentar que la pregunta no le hacía mella, pero yo le noté cierta incomodidad (se revolvió en el asiento, carraspeó, no me miró a los ojos) y me contestó que eso no tenía la menor importancia. No me dio la risa porque el momento era bastante tenso pero era para reírse. Yo le dije que para mí esa cuestión era fundamental porque su forma de interpretar mi problema sería completamente distinta si él creía en la existencia de vida después de la vida o si al contrario pensaba que con la muerte moría el alma y se acababa todo. Y entonces me dijo, ¿y si le digo que no creo, qué pasa?; y yo le dije, pues si me dice que no cree entonces lo más seguro es que usted esté pensando que yo estoy perdiendo la cabeza. No tanto, no tanto, me dijo.
Creo, dijo apuntando algo en el papel donde estaba estrenando mi «historial», que tal vez tiene usted una depresión bastante seria, provocada por una pérdida que ha sido traumática, complicada, y que ha venido después de un sufrimiento demasiado prolongado en el tiempo; no me refiero únicamente al sufrimiento de su madre, sino al suyo también.
¿Cómo se cree, le dije, que era yo antes de la muerte de mi madre? No lo sé, me dijo. Entonces, le dije, ¿cómo puede saber que mis convicciones son producto de una depresión?; ¿qué convicciones?, me dijo. Ay, ay, ay, no me hace usted caso, el convencimiento de que no somos sólo un cacho de carne, de que hay vida eterna, y de que durante un tiempo los muertos tienen cuentas pendientes con los que se quedan. Yo creo, me dijo, que al margen de sus creencias, que para mí son muy respetables, aunque no las comparto, pero las respeto, repito, todo lo que usted ve por los pasillos de su casa o esas sombras que percibe dentro del armario son el producto de su mala conciencia, justificada o no, tampoco lo sé, una mala conciencia que suele ser algo común en las personas que han cuidado a enfermos terminales, y más a enfermos que pierden la cabeza.
Rosario, me dijo, y entonces levantó la vista del papel y me miró a los ojos, si yo fuera su amigo, no un psiquiatra en una consulta, no, si yo fuera su amigo le diría que no hay nadie, ningún espíritu en su casa, que lo más sensato, lo más saludable sería que saliera usted un tiempo de allí, que se perdonara, desde un punto de vista cristiano también si quiere, por todo lo que ha hecho, que pensara que la vida ha sido con usted lo suficientemente dura como para dejar huellas traumáticas, y que en el corazón, por emplear una palabra común, quedan heridas, igual que quedan en los huesos o en la piel después de un golpe, y usted tiene que estar atenta a esas heridas, tiene que mimarse, y si tiene amigos o familia, dejar que la mimen, y ahora, desde mi posición de psiquiatra, le puedo mandar una medicación, un antidepresivo que puede tomarse por la mañana, y un relajante para dormir, esto, a mi entender, le vendría a usted fenomenal, y dentro de un mes viene y me cuenta. El tiempo también cura, el tiempo y la química, tal vez si combinamos el efecto beneficioso del tiempo con el de ciertos componentes químicos sienta usted una notable mejoría, si no fuera así, si usted sigue sintiendo la angustia que ahora siente, porque creo que lo que usted sufre es una angustia insoportable, tendríamos que hablar de una terapia, de una ayuda semanal.
El doctor Nosecómo, no me acuerdo del nombre, levantó el boli y me miró interrogativamente. Ellos levantan el boli y ya se sienten mejor. También tienen su patología.
Recete, recete, le dije.
Seropram, una al día. Idalprem, una por la noche.
¿Esto, digo, lo que le he dicho que me pasa, no tendrá nada que ver con la esquizofrenia, por lo de ver apariciones y tal?, le dije con ironía.
No, dijo él serio, o bien no captó la ironía o bien no le hizo gracia. A lo mejor al principio, dijo, siente un sabor metálico en la boca y algunos pacientes han hablado de una sensación rara en la cabeza, pero si usted estima que son pequeños síntomas y puede soportarlos, déjelos pasar, el cuerpo normalmente se acostumbra y los síntomas desaparecen.
Y esto dice usted que lo tomo durante un mes, le dije sin perder la sorna.
No, al mes lo que tiene que hacer es venir aquí, a no ser que le sienten mal los medicamentos, entonces tiene que venir antes; de momento creo que lo va a tener que tomar usted al menos seis meses, luego ya veremos.
¿Y la baja, no me la da?, le dije.
¿Usted la cree necesaria?, me miró a los ojos.
Una semanilla o dos, si no le importa, dije haciendo un gesto como de trapicheo con las manos que me hizo sentir por primera vez más idiota que el médico.
Muy bien, dos semanas, le vendrán estupendamente, dijo sin mirarme, siempre y cuando no se quede usted en casa inactiva recreándose en sus obsesiones. La medicación es para ayudarla a salir de ellas. ¿La regla le viene regularmente?
Sí, sí, como un reloj, le dije con cierto orgullo, ¿por qué me iba a venir mal?
Por nada, era sólo una pregunta formularia.
¿Es usted creyente?, le volví a preguntar.
No, no soy creyente.
Muy bien, le dije intentando ser suave, tranquila, razonable, yo me tomo la medicación que usted me manda, yo descanso, cambio los muebles de mi casa, me deshago de las cosas de ella, tiro hasta el colchón, y tal vez eso arregle algo, no digo que no, pero le aseguro que mi madre se aparece, ella me amenazaba con hacerlo, con aparecerse, si no la enterraba como ella quería, tenía sus manías y a pesar de ser muy creyente defendía la idea equivocada de que el alma es tan frágil como el cuerpo, pensaba que el alma sufría dentro de un crematorio, pensaba, era muy inocente, que si una vez muerta donábamos sus riñones o su hígado para devolverle la vida a un moribundo, la falta de alguno de sus órganos alteraría su vida eterna, o sea, que aun siendo creyente estaba llena de supersticiones, como les ocurre a muchos beatos. Aunque yo no tengo una idea tan pueril de la muerte todo se hizo como ella deseaba porque yo soy una persona que tiene un respeto a las últimas voluntades de la gente, ya sé que a usted esto le puede parecer una solemne tontería, a usted le parecerá, como a todo el mundo, que las últimas voluntades que importan son las tocantes a la parte económica, mi hermana es así, mi hermana no paró hasta que se quedó con la sortija, con la lamparita, con la cubertería, yo no quería nada, bueno, quería algo más importante, que todo quedara en paz con respecto a ella, a mi madre, que su vida tuviera un punto final y que a mí se me permitiera estar tranquila, tener al fin una oportunidad, pero es que después de cumplir paso a paso todos sus deseos, de vestirla con el hábito morado, de colocar el rosario entre sus dedos y de enterrarla con su madre, ella tenía ese capricho, en el cementerio de Saelices, que estaba a tomar por saco, y me costó una discusión muy agria con mi hermana, porque ella, muchos golpes de pecho pero al día siguiente, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y se quería volver volando a Barcelona porque dice que tiene una familia y yo no, y dice que por eso la
tengo envidia, yo envidia de ella, qué risa, y le dije, no, de eso nada, tú te llevas la sortija, la lamparita, la cubertería, la vajilla y lo que quieras, tuyo es, pero no me dejas sola en el cementerio de ese pueblo en el que no conozco a nadie porque todos los que nos conocían, unos tíos que teníamos allí, se han muerto, y los que no se han muerto, no se acuerdan ya ni de cómo nos llamamos, y qué hago yo, como una desgraciada, recibiendo tres pésames de mierda y sin saber qué cara poner, y me puse tan burra que se tuvo que venir, a ver, se tuvo que venir, de morros, pero se vino, y fue muy triste, es muy triste enterrar a las personas sin que vaya casi nadie a ver cómo esos animales que trabajan en los cementerios bajan con las cuerdas el ataúd al hoyo. Yo no digo que todos los trabajos se tengan que hacer por vocación, porque comprendo que hay algunos en los que cuesta tenerla, como en el mío, porque es evidente que nadie nace con vocación de limpiar la mierda ajena, pero hay que tener amor propio por el trabajo bien hecho, y no sé cómo eligen a esos fulanos que meten los ataúdes en el hoyo, que antes eran enterradores y ahora son funcionarios, pero en todos los entierros de los que he sido testigo bajan al muerto a trompicones, y vale, no sufre, porque el alma ya no puede sufrir físicamente, pero yo creo en el respeto, creo en el respeto, y como era de esperar en el entierro de mi madre se lucieron, como siempre, sólo les faltó dejar caer el ataúd dándole una patada, tirándola encima de la madre de mi madre, mi abuela, que está en el mismo hueco enterrada, la Rosario que tuvo la culpa de que a mí me pusieran Rosario, y no me parece bonito ni delicado ni cristiano tratar así a los muertos, para eso acabemos antes y arrojémosles en una fosa común. El enterrador me dijo que si abría la tapa para verle la cara por última vez, pero me lo dijo como si fuera una molestia muy grande, como si estuviera frito por marcharse a tomar un coñac, y yo le dije, no, da igual. Proceda, le dije. Y no sé cómo me vino ese verbo a la boca porque es un verbo que yo no había usado nunca ni creo que vuelva a usar en mi vida. Proceda, le dije con solemnidad. Y el animal, ayudado por otro animal que debía estar en prácticas, porque era un jovencito, procedió, vaya que si procedió, ya digo, se oyó el golpazo de la madera al caer desde esa altura considerable sobre el otro ataúd. Y entonces fue cuando yo le dije, un poco de consideración, por favor, que es mi madre, y me miró con cara de decir, y a mí qué me cuenta, señora mía. Todo eso me hizo pensar en la poca fidelidad que tenemos las personas a nuestros antepasados, en que las personas se merecen un final más bonito, se merecen más gente en un entierro, y se merecen que el funcionario las baje a la tierra en la que han de convertirse en polvo con más cuidado. Esas cosas te pueden herir más que la muerte, se lo aseguro, pero lo que yo me pregunto, lo que no dejo de preguntarme es: si cumplí con todos sus deseos, si hice todo aquello que ella me pedía cuando aún en su cabeza vagaban sus únicas tres ideas, si lo hice aun teniendo que pelearme con su hija favorita, si conseguí llevármela a su cementerio del pueblo para que estuviera junto a su madre y su abuela, si llamé a mi padre, según su deseo, y le pedí que viniera, si lloré delante de su tumba, por ese final tan solitario que tienen aquellos que pierden la memoria y también por mi suerte, entonces, dígame, por qué parece tener ese empeño de no abandonarme, de qué manera quiere intervenir en mi vida, si yo he sido, al fin y al cabo, la que ha seguido sus órdenes a rajatabla, por qué su alma no viaja a Barcelona donde vive mi hermana, que no vino a visitarla casi en el último año, por qué el alma se ha quedado encerrada en un piso de setenta metros cuadrados. Y ya sé que me obsesiono intentando interpretar el significado de sus apariciones, cuando lo que yo debería hacer, de una vez por todas, es pensar en mí misma, tener por fin una vida que se pareciera un poco a lo que yo deseaba.