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Quién dice que sale más barato, le decía yo comiendo, intentando no perder los nervios, quién lo ha dicho.

En la tele, decía mi madre, en Madrid directo lo dijeron el otro día y ellos no mienten.

Tú te crees todo lo que dice la tele, le decía yo, con una tranquilidad que aún la hacía angustiarse más.

¿Es que ya te has informado, dime, Rosario, no mientas a tu madre, es que ya has ido a enterarte?, me decía de pie, a mi lado, tirándome del brazo.

No, mamá, no he ido a enterarme de nada, que estás loca, no tengo yo otra cosa que hacer.

Sí, sí que has ido, te lo veo en los ojos, y yo no quiero que me mandéis al horno crematorio, que aquéllos a los que queman no tienen ni otra vida ni encuentran la paz, se quedan sin vida eterna y vagan sin consuelo entre los vivos, eso está en las Escrituras.

¿En qué escrituras, le decía yo, pero de qué escrituras hablas?

Prefiero ir al infierno, escúchame Rosario, al infierno prefiero ir antes de que me queméis el cuerpo cuando el alma aún se encuentra en transición y está a punto de iniciar su viaje. El horno te deja el alma desconcertada, eso es lo que pasa. Y no quiero que me quiten los ojos para otro, como hacen muchos familiares ahora, que allí mismo en el hospital se dejan convencer por los médicos, que se llevan un porcentaje, seguro, yo no quiero donar los ojos a cualquier desconocido, yo sólo donaría los ojos a mis nietas. Ay, señor, pero para qué van a querer mis nietas mis ojos si tengo cataratas, con lo hermosos que ellas los tienen. Mis ojos sólo los quieren para la investigación, y yo no quiero que investiguen conmigo como si fuera un mono de Gibraltar. Mis ojos en una probeta, y luego encima de una bandeja, y yo mientras en la tumba sin mis ojos o peor aún, vagando sin consuelo entre los vivos pero sin los ojos, con las cuencas vacías. Yo quiero estar entera dentro de mi tumba, que cuando alguien lea mi nombre, Encarnación, sepa que bajo esa lápida está Encarnación de los pies a la cabeza. A veces sueño que me quemáis porque sale más barato, sueño que entro en el horno y me desintegran y vosotras me metéis en el tarro del azúcar. Y no siento dolor físico, no, porque los muertos gracias a Dios están libres del dolor físico, lo que siento es una pena espantosa porque mis hijas, por ganarse tres duros, han vendido mis ojos a la Facultad de Medicina y para ahorrarse otros tres duros me han metido en el horno como si fuera un cordero. No, no me callo, no me callo, no me quiero callar, porque lo veo venir, porque sé que te lo gastas todo en taxis, gamberra, manirrota, sinvergüenza, taxi para arriba y taxi para abajo, como las prostitutas, que la gente dirá que nos sobra el dinero. Y al final, con todo este derroche, tendrás que hacer lo que te salga más económico, como si lo viera, ay, Rosario, pero cuando uno se salta la voluntad de los muertos, y más cuando la muerta es tu propia madre, uno no puede dormir tranquilo, te lo advierto. Tú quémame y yo, la misma noche del crematorio, me aparezco en el pasillo y te salto al cuello.

CAPÍTULO 2

Morsa me preguntó si éramos lesbianas, así, de pronto. Sin que hubiéramos iniciado una conversación que poco a poco nos llevara al tema y sin que aún tuviéramos la amistad que más tarde tuvimos. Nos conocíamos sólo de la rutina del trabajo y de tomarnos unas cañas después, pero nada más. No me dijo exactamente si éramos lesbianas, me dijo bolleras. ¿Vosotras dos sois bolleras, no? íbamos en el camión, ya de recogida. Después de la pregunta se echó a reír con esa risa suya, bruta, entrecortada. Me miraba de reojo, yo seguía con la vista atenta al frente, sintiendo que un sudor nervioso empezaba a calarme hasta el jersey, notaba que él me miraba, atento a mi reacción.

Eso es lo que se comenta, decía sin perder la sonrisa, y yo prefiero preguntártelo.

Normalmente, volvemos andando con el carro y los cubos, pero ese día estaba lloviendo y yo me encontraba regular, tenía un dolor de ovarios que me doblaba. No es un trabajo duro para el que necesites una fuerza física extraordinaria, de hecho, ya me ves, yo soy normal tirando a floja, no tengo fuerza en las manos, y tengo una espalda esmirriada, pero quieras que no, recorrerte de cabo a rabo toda una calle empujando el carro, manejando el cepillo, vaciando las papeleras, cansa, cansa mucho. Cansa la rutina. Yo te puedo decir ahora mismo el número de papeleras que tiene la calle Condes de Barcelona, porque ya te vuelves tarumba, maniática, y dejas de mirar a tu alrededor y te pones a contar papeleras en series de diez o de veinte y cuentas también los minutos que necesitas en hacerte quince papeleras, y haces combinaciones numéricas y les das un sentido simbólico, dices, por ejemplo, si me hago diez papeleras en diez minutos hoy echaré un polvo, y aunque hay una parte de ti que te dice que eso es una gilipollez, la otra parte, la que te conduce por el lado de las manías, te hace ir deprisa, deprisa, mirar el reloj, correr como loca para que incluso te sobre tiempo y puedas respirar aliviada, esperanzada, sabiendo que seguramente no echarás un polvo pero que al menos no has cerrado una puerta. Yo qué sé, son formas de ocupar la mente. A mí las manías me ayudan a soportar la rutina. La rutina, el ritual, venenos para la inteligencia, para la memoria. Luchar contra la rutina, aunque sea con estos juegos idiotas, me hace el trabajo más llevadero. Me cronometro. Cinco minutos: tres papeleras.

Al principio me ponía la radio con cascos, pero a los jefes no les gusta, porque no oyes al compañero cuando te pita desde el camión para que le descargues el cubo, y porque en la calle tienes que estar al tanto, aun con la chupa reflectante puesta siempre hay algún subnormal que está a punto de llevarte por delante con el coche, por descuido o por placer. La calle está llena de anormales. Cuando nos llamaron la atención por llevar los cascos, Milagros optó por llevar la radio pegada con fixo en el mismo cubo, iba empujando el carro con la música a toda hostia, parecía que llevaba un carro de helados. Alguna vez le protestaban desde un balcón, pero ella no se achantaba, les plantaba cara, «¿Pero qué te pasa a ti, paleto?, vete al campo, ya verás qué silencio tienes allí, cateto, encima de que le estoy limpiando la calle, me dice que me calle el gilipollas». Eso sí, en cuanto veía que se acercaba el jefe la apagaba, y en cuanto le veía alejarse, la volvía a encender. Ella decía que de la radio no pensaba prescindir y se ponía a cantar a voz en grito, como una loca. Yo me acabé alegrando cuando me llamaron la atención por llevar los cascos porque escuchar música a las seis de la madrugada, sola, de noche todavía, me ponía muy triste. Me daba por pensar en mi soledad existencial, ¿entiendes?

Un día muy temprano, pusieron Voulez-vous coucher avec moi. Yo estaba tarareándola porque es una canción que desde que la bailé en una función de fin de curso disfrazada de negra con una peluca afro que me compró mi madre siempre me ha dado un buen rollo impresionante y pasé muchos años bailándola delante del espejo de luna, reviviendo los aplausos que recibimos las tres que hicimos el número (afortunadamente, Milagros ya había dejado por aquel entonces el colegio porque, si no, fijo que me habría tocado hacer el número con ella), aunque ya un buen día, hace no tanto, perdí la ilusión y me pareció patético verme tan mayor con la peluca delante del espejo y con mi madre sin memoria en el armario empotrado y dejé de hacerlo para siempre. Pero esa mañana, a esas horas en que parece que el creador está haciendo magia y que, una por una, toca con sus dedos las cosas para que adquieran su forma y sus colores precisos, la canción que en un principio había empezado tarareando y que estaba a punto de bailar movida por la inercia de los recuerdos de aquella función se me fue quedando helada en la boca. Por un lado pensé en todas las promesas que me había hecho la vida y que luego me había arrebatado, por otro, empecé a imaginarme a toda esa gente que estaría todavía bailando en una discoteca, toda esa gente que saldría medio borracha y volvería a casa dando tumbos y se dejaría caer en la cama y dormiría mientras la ciudad se ponía en marcha. Lo veía tan claramente como Dios debe ver a sus hijos, desde arriba, vigilante pero sin intervenir. Me ha pasado muy pocas veces, ese desdoblarme y entender de forma tan nítida el funcionamiento del mundo, como entiende el relojero la maquinaria del reloj, pero cuando me ha ocurrido he tenido que empezar a respirar hondo porque el corazón se me desbocaba. Dijo el médico que era ansiedad. Es la respuesta mágica que han encontrado cuando no saben muy bien de qué les estás hablando.

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