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A mi madre no la dije nada cuando me pusieron en la calle para que no sufriera y para que no me diera el coñazo con su sufrimiento. A mi madre la he mentido mucho. No fueron nunca grandes mentiras, sino procesos largos de pequeños embustes que se iban enredando, de esto que empiezas a mentir y ya te pierdes porque no te acuerdas de cuál ha sido la mentira anterior, y realmente el final de ese proceso, penoso para mí también, es que te has inventado tu vida entera. Que si estaba atendiendo a los clientes en una agencia de viajes, que si me iban a hacer fija pronto, que si ya me han hecho fija. Yo mentía a mi madre y ella, que ya digo que no era una mujer muy perspicaz, como son otras madres que te pillan el embuste por el tono de voz, ella extendía la mentira, la ponía en circulación, que era lo que me provocaba más inquietud. Yo le decía, mamá, no presumas, no se presume, ¿y si mañana me echan?; pero ella decía, cómo no voy a presumir, hija mía, qué cosas tienes, qué corazón tiene la madre que no presume de lo que consigue un hijo. Así que cuando me echaron pensé, para qué decírselo, ¿para que sufra la gran decepción?, igual la mujer se muere antes de que yo me vea en la tesitura de contarle la verdad. Además, yo seguía saliendo de mi casa a la misma hora porque a Milagros se le ocurrió que podíamos asociarnos, que para una mujer taxista siempre es mucho más seguro ir acompañada. Ya ves tú la pinta que tengo yo de sacar la cara por nadie, pero bueno, ella lo decía como argumento de peso. Y eso hacíamos, a las siete de la mañana bajaba y allí estaba ella, en su doble fila, como si me hubiera estado esperando toda la noche. Nunca parecía tener sueño, tampoco mal humor. Ella se mostraba siempre activa, pendiente de su organización. El café, el bollo o las porras. Si yo le decía, por ejemplo, me gustan las porras, a partir de ese día, ella venía con porras todas las mañanas. Como el camarero pesado al que le pides tres días lo mismo y ya te lo ha puesto en la barra según te ve entrar por la puerta. Dicho así podría parecer que para mí era como quien tiene una esclava, pero para nada, ella era complaciente pero de alguna manera te imponía su presencia. Era como decir, te doy caprichos pero no me despego, tengo derecho a no despegarme.

Yo no siempre fumaba canutos. Me acababa hartando de sus rituales. Yo creo que los rituales acaban con la inteligencia de las personas porque el que hace todos los días de su vida lo mismo no tiene que pensar ni improvisar sino dejarse llevar por lo que ha hecho siempre. Además a mí los porros me ponían los ojos hinchadísimos, se me ponía literalmente cara de imbécil, me miraba en el espejillo del quitasol y pensaba, pero qué cara de imbécil tengo. Yo no lo puedo ocultar, mi rostro se chiva. A mí la gente me ve la cara cinco minutos después de haberme fumado un canuto y me dice: te has fumado un canuto. No era sólo que llegara tarde a la oficina, sino que debía llegar con una peste a chocolate y con una cara de gilipollas que echaba para atrás. De todas formas, fumara o no fumara, el resultado era el mismo, acababa mareada de tragarme el humo de ella. Era fumadora pasiva de chocolate.

A eso de las ocho y media o así montábamos algún cliente. Muchos pedían que bajáramos la ventanilla porque, la verdad, había veces que no se podía respirar pero Milagros la bajaba un momento y la volvía a subir. Me acuerdo de una vieja, que decía, «¿A qué huele, a qué huele?, huele como la habitación de mi nieto». Y Milagros dando puñetazos al volante de la risa que le daba. Fíjate cómo olería que un estudiante que iba a la Complutense nos preguntó si teníamos algo de costo para venderle. Recuerdo a Milagros contestando de pronto con un ataque de vehemencia de esos que le daban, pero tú qué te has creído, niñato, le decía, yo no soy camella de nadie, y bajándose del coche y abriéndole la puerta al chaval para que se bajara; y yo luego diciéndole, guárdate la dignidad para otras ocasiones, cómo no quieres que la gente te pida chocolate, si el taxi huele que tira para atrás.

Para colmo no había forma de que se aprendiera nada del callejero. Le decía al cliente, usted me dice por dónde, que es que acabo de empezar esta semana con el taxi y no quiero darle vueltas. Y entonces había que rezar para que el cliente tuviera alguna noción del camino hacia su destino y, si no la tenía, que al menos supiera interpretar el plano del callejero porque si no podíamos dar vueltas y más vueltas. Le pasaba como con la conversación, se movía en espiral, sin ponerse nerviosa (ella ya iba suficientemente anestesiada), el que se ponía nervioso era el cliente, que a veces se bajaba harto de pasear por un barrio desconocido. Y lo que te digo, que a las ocho y media de la mañana, ella ya se había fumado dos porros. El cliente acababa furioso, yo con un nudo en el estómago, y ella como una rosa. A ella no le afectaba el estrés de sus semejantes.

No, yo tampoco sé interpretar un plano. Pero es que en principio lo que ella me había pedido es que la acompañara para darle una seguridad, fue un año que mataron a dos taxistas, que había robos cada dos por tres, y yo iba con mi navaja en el bolsillo, una porra debajo del asiento y un spray cegador. Y bastante sumida en mis pensamientos. Al final, naturalmente, me acabé sabiendo yo Madrid como la palma de mi mano. Ganas me daban de quitarle el volante y que se dedicara ella a la seguridad, que dada su envergadura le correspondía más que a mí, pero no tengo el carné. Me suspendieron tres veces el teórico y no iba a pagar otra vez la matrícula. No soy millonaria. Ella tampoco tenía carné pero a ella no le importaba. Su tío Cosme, el titular del taxi, creía que sí que lo tenía. Yo le decía, tía, un día te vas a buscar una bien gorda y se la vas a buscar de rebote a tu tío también, y ella me contestaba, pero vamos a ver, ¿tú es que te crees que toda la gente que va en coche ahora mismo por Madrid tiene carné?; y yo le decía que por lo menos los taxistas, estaba segura casi al cien por cien, de que sí que lo tendrían, y ella hacía un gesto de suficiencia, bajaba los ojos, sonreía, como si te estuviera diciendo, tú no tienes ni idea de la vida, querida. Eso también me daba mucho coraje de ella, cuando se hacía la experta, la sabia. Era patético porque era una tía que a los dos minutos de conocerla ya te dabas cuenta de que la pobre, por lo que sea, porque es una persona que no tuvo apoyo o medios o cariño, porque no tuvo una madre detrás, como tuve yo, o porque sencillamente era un poco limitada (a eso súmale lo de los porros), por la suma de todos esos factores, te dabas cuenta de que no tenía idea de nada.

Una mujer le fue contando a mi madre que me veía cogiendo un taxi todas las mañanas a las siete. Y otra mujer le fue contando que me veía volver todas las tardes a casa en taxi. En la finca de mi madre hay tanta viuda que es como si en cada planta hubiera una portera. Mi madre, angustiada, me esperó detrás de la misma puerta, como si me llevara esperando desde que salí por la mañana. Cada vez que tenía que decirme algo que ella consideraba importante hacía lo mismo. A veces era que se le había pasado el arroz. Ay, mamá, y qué pasa, no se va a acabar el mundo. Me asustaba, porque era abrir y se me echaba literalmente encima y me seguía por el pasillo, con el vaivén cada vez más pronunciado, como un barco.

Qué disgusto, nena, qué poca cabeza, yo, que no me cojo un taxi ni para ir al del seguro, y mira cómo estoy yo, que me venzo para la izquierda, pero tú que estás en la flor de tu vida, tú que tienes dos buenas piernas, dime, si te lo gastas todo en taxis, qué te queda si se da un imprevisto, qué te queda a ti, Rosario, si yo me muero pasado mañana, tendrás que hacer frente a mi entierro, no le vas a cargar el muerto sólo a tu hermana, que tiene familia, qué futuro te espera si te gastas el sueldo en taxis, hija mía, que ese dispendio es algo que ofende a los vecinos, porque todo el mundo va a trabajar en su autobús, en su metro, pero a quién has salido tú. Y yo pensaba, a mi padre. Y ella decía, a tu padre, igual, igual. Un hombre que nunca pensó en las consecuencias de sus actos, ni en el dolor ajeno. Si me muero, Rosario, se te acaba mi pensión, tendrás que vivir sólo de lo que ganas, y repartir el piso con tu hermana, y yo no quiero que me queméis, no quiero que me queméis, que es lo que hacen ahora con todo el mundo porque dicen que sale más barato.

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