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Lo prodigioso es que cuando salimos todos a saludar, el público, sin ningún tipo de piedad, me abucheó, y a Milagros, aquel día, casi la sacan en hombros. A mí me daba una terrible vergüenza imaginarme a mi madre sufriendo en las primeras filas, destinadas a los padres, y me daba coraje imaginar a mi hermana tal vez disfrutando, no lo sé. Estuve muchos días sin hablar a Milagros. Odiándola porque hubiera conseguido su gran éxito teatral a costa de mi derrota y de mi ridículo. Ella tuvo casi que arrastrarse para que yo volviera a dirigirle la palabra, me pidió perdón mil veces, me esperó en la puerta de casa, me puso notas encima del pupitre, «perdón, perdón, pégame, si quieres», y me siguió hasta el colegio días y días hasta que me rendí, aunque estaba segura de que si volvíamos a representar la tontería de Pocahontas se volvería a comportar de la misma manera porque el sólo hecho de disfrazarse de india y de que le hubiera sido asignado el papel de madre autoritaria la había hecho transformarse de tal manera que no llegaba a distinguir entre la verdad y la mentira. Ella iba a muerte con las mentiras.

Esto me ha hecho pensar más de una vez, cuando oigo a los actores esa pamplina que cuentan siempre, eso de meterse en el personaje, que para esa profesión hay que ser algo infantil, exactamente como era Milagros, no hasta el extremo de afirmar que las actrices que no hayan tenido la regla pueden ser mejores actrices que las que la hayan tenido, eso sería una afirmación exagerada, pero sí que serán más creíbles aquellas que, por la razón que sea, no hayan madurado del todo, porque opino sinceramente que una persona adulta con dos dedos de frente lo normal es que al actuar se sienta siempre al borde del ridículo. Y no te digo los adultos que se ven en la situación embarazosa de tener que hacer de niños o de jóvenes que tienen que hacer de abuelas y se doblan así hacia delante y hablan con un hilillo de voz. Cuando lo he visto en el teatro me ha parecido patético, sonrojante. Así al menos es como yo lo veo, en mi modesta opinión.

Pero el que fuera infantil no significa que ella no tuviera maldad, cuidado, eso sería como disculparla, y no pretendo eso, Milagros a veces era borde y mala, como sólo pueden serlo los niños.

No sé si su lesbianismo era lesbianismo en estado puro, quiero decir que Milagros se acostaba con tías, de eso sí que tenía alguna noticia, pero lo hacía como yo cuando tenía ocho años y me acostaba desnuda con la hija de mi vecina y nos poníamos la una encima de la otra y la hija de mi vecina decía, hay que besarse el chichi, como los matrimonios, y ella me lo besaba un rato y luego decía, ahora es tu turno, pero yo nunca llegué a hacerlo porque a mi vecina le olía demasiado y me daba repugnancia y entonces ella se enfadaba y me echaba de su casa. Mi madre, tan ignorante siempre, me decía, hay que ver, que siempre tienes que acabar a mal con todo el mundo, Rosario, qué carácter tan imposible.

Lo que creo es que Milagros necesitaba cariño, así de simple, y se arrimaba a quien se lo daba, pero que no era sexo puro y duro lo que ella buscaba. Las personas necesitamos que alguien nos quiera y la falta de cariño físico nos puede empujar a la experiencia homosexual en un momento determinado de nuestra vida. El sesenta por ciento de los presos en las cárceles americanas tienen relaciones sexuales con sus compañeros, ¿son todos homosexuales? Habrá quien piense que sí, de hecho yo sé que los homosexuales creen que todo el mundo lo es en el fondo, pero yo me pregunto si algunos de esos presos lo hacen porque no tienen otro ser humano que les acaricie viviendo como están en la más aterradora soledad.

Eso es lo que yo le intentaba explicar a Milagros el día que vino con el cuento, con el chisme, de que yo me acostaba con Morsa. Más bien vino con el reproche, como si fuera una novia a la que yo le hubiera puesto los cuernos, y estuvimos un buen rato, allí en los vestuarios, cuando ya todas se habían ido y podíamos hablar a nuestras anchas, hablando del asunto y quise dejarle bien claras dos cosas: primera, que Morsa no era el hombre de mi vida y que no sabía si me volvería a acostar con él teniendo en cuenta además que el muy cabrón me había traicionado haciendo circular el cuento, y segunda cosa, que yo no era bollo, que no era su novia, ni su amiga íntima, como ella quería que yo dijera al menos («no lo soy, Milagros, ni lo seré nunca»), y que aquello que había sucedido aquella noche cuando se quedó a cuidarnos a mi madre y a mí sólo había sido una necesidad casi enfermiza de cariño.

Pero tú te dejaste, me decía, te dejaste.

Milagros, tú sabes en qué situación física y psicológica me encontraba, estaba derrotada, Milagros, y sucedió mientras yo estaba medio dormida, le dije, y por la mañana pensé que era un sueño provocado por la fiebre.

Eso es lo que hacen todos los maricones y todas las bolleras del mundo que se avergüenzan de serlo, hacerse los dormidos para que al día siguiente parezca que no ha pasado nada. Ah, pero sí que pasó, Rosario, aunque tú estés ahora por negarlo, pasó y pasó, a mí no se me olvidan los detalles. Para mí no cuenta lo que tú opines ahora, para mí cuenta lo que tú decías aquella noche.

¿Qué dices, le decía yo, de qué estás hablando?

Que si uno se corre, si uno se corre, y dice, ay, Milagros, Milagros, es porque a uno le gusta.

Podía ser terrible. Tenía la disculpa de los inocentes, de los niños, de los que están un poco tarados, pero eso no lo justifica todo, su cariño era acaparador, agobiante, no se detenía ante nada, ni aunque ella se diera cuenta (porque se daba cuenta) de que te estaba hiriendo.

CAPÍTULO 5

Mi hermana me dijo: qué hace esa tía aquí si no es de la familia. Habla bajo, que te oye, le dije yo. Que lo oiga, me da igual, qué hace aquí, me dijo. Y yo le dije, muy bien, yo la echo si tú quieres, pero cuando nuestra madre exhale su último suspiro y llegue el momento de amortajarla y colocarla presentable en su ataúd, entonces seremos nosotras las que tendremos que hacerlo. No hace falta, me decía ella, vives en otro mundo, ahora la gente llama a un profesional. Muy bien, le volví a decir yo, muy bien, entonces mientras mamá agoniza empieza a buscar tú en las páginas amarillas. ¿Pero por qué tiene que ser precisamente ella quien lo haga?, me preguntaba. Porque sabe hacerlo, le dije. Sabe barrer calles, decía de pronto con ironía, sabe reflexoterapia, sabe de todo. Sí, sí, le dije yo siguiéndole el tono, sabe cuidar a las madres de las hijas ausentes también.

Mi madre no la soportaba, me dijo. Pero la mía, le dije yo, la que perdió la cabeza, fíjate qué cosas, se dormía en sus brazos como una niña de pecho. Pobre mamá, dijo fingiendo un principio de llanto, parece que me mira con tristeza, como si me quisiera decir algo. No te quiere decir nada, no te reconoce, no vengas ahora con las grandes interpretaciones, le dije. Ay, Rosario, no me das consuelo ninguno. Ay, Palmira, yo no lo he tenido en todo este tiempo. ¿Qué vas a hacer con sus cosas?, me dijo. La mayoría, tirarlas. ¿Tirarlas?, me dijo, pero si están llenas de recuerdos. Pues eso es lo que yo quiero, tirar los recuerdos a la basura, le dije. La cubertería es valiosa, me dijo. ¿Valiosa, por qué?, le dije. Pues no sé, porque es antigua, y las cosas antiguas, ya se sabe, a mí particularmente no es que me gusten, pero la gente se las rifa. Pues rifémoslas, le dije. Qué borde eres, me dijo. Es que no me explico cómo hemos llegado al tema de la cubertería justo en estos momentos, dije. Ay, dijo. Ay ay, sí, ay, yo también sé decir ay, dije.

Rosario, puedes quedarte en esta casa si quieres. No es que quiera, le dije, es que no tengo otro sitio donde ir. El único inconveniente para ti es que cuando vengamos a Madrid sabes que tendremos que quedarnos contigo. Claro, me dijo. Es vuestra casa también, le dije, estáis en vuestro derecho, como si queréis que la vendamos. No, no, no hay prisa, mejor que se revalorice, dijo, aparte de que quiero seguir teniendo casa en Madrid, no me gustaría que los niños perdieran el contacto, al fin y al cabo, eres su única familia por parte de madre, y eso es muy triste, qué familia más corta tenemos, Rosario: tú y yo. Pero tus niños se ponen a hablar en catalán entre ellos cuando yo estoy delante, le dije. Ay, Rosario, también lo hacen delante de mí, son niños.

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