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Se quedó pensando un momento, como si buscara la forma más educada de ofenderme.

No sabes nada de niños, me dijo. Para ti la culpa siempre es mía, le dije. A lo mejor ahora tendríamos que hacer un esfuerzo por llevarnos mejor, al fin y al cabo, sólo nos tenemos la una a la otra, yo me voy a esforzar, pero tú también tienes que esforzarte. Me esforzaré, si crees que sólo depende del esfuerzo, le dije. Aunque hayamos tenido nuestras diferencias somos hermanas, llevamos la misma sangre, me dijo. La sangre, le dije, qué me dice a mí la sangre.

Me doy cuenta de que me tienes rencor, dijo, porque te dejé aquí con todo el marrón, pero qué le iba a hacer, yo tengo que atender a mi familia, y tú estás sola, Rosario. Bueno, deja eso ya, le dije, tú qué sabes, ¿sabes tú algo de mi vida?

Aunque yo estaba mirando al suelo, sentí que me observaba de pronto con curiosidad.

¿Tienes novio o algo que se le parezca?, me dijo.

Me quedé unos segundos callada, pensando en Morsa, ¿qué era Morsa, un amante? Casi me eché a reír al pensar que Morsa era mi amante. ¡Amante! Demasiada palabra para Morsa.

No, no, le dije, y empecé a arreglar el embozo bajo el que mi madre respiraba ya como un pajarillo moribundo.

Ahora estarás mucho más libre para salir, para entrar…, me dijo.

Y yo no dije nada, continué arreglando la cama.

Rosario, tú piensas que yo me creo superior, ¿verdad?, me dijo. No, no es eso, le dije, no es eso exactamente. Sí, Rosario, siempre has pensado que yo voy dando lecciones de cómo tendrías que vivir y de lo que tendrías que hacer, me dijo. Es que es verdad que lo haces, le dije. ¿Y tú crees que lo hago con mala intención?, me dijo pasándome ligeramente la mano por el brazo, como si le diera vergüenza tocarme después de tanto tiempo de no tocarnos. No sé con qué intención lo haces, lo que está claro es que los consejos, aunque sean buenos, puedes ahorrártelos, porque no me sirven para nada, yo no aprendo nada de los consejos, a las pruebas me remito.

Rosario, yo no tengo la culpa de que estés sola, no tengo la culpa de haberme casado, me dijo. Un momento, Palmira, dije levantando el hombro para que quitara su mano de encima, puestas a ser sinceras, yo prefiero mil veces estar sola a estar con un marido como el tuyo. Eso que me dices es muy fuerte, Rosario, me dijo, muy hiriente. También es muy fuerte que te empeñes en compadecerme todo el tiempo, como si yo fuera una desgraciada, le dije, o como si yo te tuviera envidia. Eso lo has dicho tú, no ha salido de mi boca, me dijo. Pero se sobreentiende, le dije.

Mi vida tampoco es perfecta, yo también tengo mis problemas, me dijo. Ya me imagino, le dije. ¿Qué te imaginas?, me dijo. Pues eso, que tendrás tus problemas, como todo el mundo, le dije. ¿Pero qué has querido decir con eso de «me imagino», qué problemas te imaginas que tengo yo?, me dijo. Yo qué sé, a mí no me líes, le dije, me haces hablar y luego te mosqueas. No, por favor, dime alguno de esos problemas que crees que tengo, ahora estamos tranquilas hablando, nuestra madre agoniza, es el momento de las confesiones, dime, ¿qué problemas crees que tengo?, me dijo. Yo qué sé, le dije, a lo mejor… ¿tu marido?, le dije sin atreverme a afirmarlo. Y dale, la perra que tienes con mi marido, ¿por qué va a ser mi marido un problema?, me dijo. No sé, porque es…, le dije sin saber lo que le quería decir, buscando una palabra para salir del paso, una palabra que no fuera demasiado ofensiva. ¿Qué es?, me dijo impaciente. Un hombre sin mucha sustancia, un poco muermo, me parece a mí, pero eso es lo que me parece a mí, a lo mejor a ti te parece la alegría de la huerta, le dije. No, la alegría de la huerta no es, desde luego, pero en ningún sitio está escrito que ser un muermo sea un pecado, me dijo. Desde luego que no, no es para que te metan en la cárcel, pero me imagino que si te toca acostarte una noche y otra y otra con un muermo pues imagino que la vida se te hace muy cuesta arriba, le dije, pero como tú bien dices, yo no sé de esto, nunca me he visto en el caso, no sé ni de maridos, ni de niños, ni de nada. Por algo será, dijo.

Mejor dejarlo, pensamos las dos y nos quedamos mirando a mi madre. Serían las tres de la madrugada. Los ojos se me cerraban.

No te duermas, me dijo, que si te duermes igual no la ves morir y te arrepientes el resto de tu vida.

Me fui a lavar la cara, en el pasillo se sentía la respiración fuerte de Milagros, que dormía medio echada en el sofá del salón.

Rosario, me dijo Palmira, no te lo he dicho, pero a Santi le han dado una gratificación este año por ser el que más ha vendido de su planta. Pues estaréis contentos, le dije. Mucho, me dijo, la verdad es que sí.

De la jaula del reloj de cuco del pasillo salió el pájaro violentamente dando las tres de la madrugada. Las dos nos dimos un susto.

Lo extraño es que nunca haya protestado ningún vecino por el ruidazo que mete ese reloj, dijo Palmira. Se ve que después de treinta y tres años se han acostumbrado, como yo, le dije. Treinta y tres, repitió ella. Sí, treinta y tres, los mismos que yo, dije, vaya regalo que le hizo nuestro padre a mamá por mi nacimiento, los padres regalaban entonces otras cosas, una sortija con fecha, una pulsera de esas de las que cuelgan medallitas con el nombre de los hijos, pero un reloj de cuco…, ése no es el regalo que te hace un hombre que te quiere.

Está visto que las cosas que menos le gustan a uno son las que nunca se rompen, dijo Palmira.

Me pareció una frase llena de significados ocultos.

A Santi no se le escapa una clienta viva, dijo, recuperando un tono que quería ser jovial, tendrías que verlo, muestra un agrado vendiendo, como una energía interior, tiene mucho tirón. Sí que lo debe tener, sí, le dije. Así que claro, luego llega a casa y se desinfla, no le quedan ganas de nada, tú no lo puedes entender, pero eso le pasa a todo el que hace un trabajo de cara al público, me dijo, tú como no tienes que ponerle buena cara a nadie. No, yo voy a mi bola, le dije. Es que los nuestros son trabajos que requieren un gran esfuerzo psicológico, dijo. ¿Y a ti también te pasa?, le dije. ¿El qué?, me preguntó. Pues eso mismo que le pasa a él, tú también trabajas de cara al público, digo que si te pasa lo mismo, que si llegas a casa y te desinflas, le dije. No, a mí no, pero es que yo soy de otra manera, las mujeres en general somos de otra manera, somos como más…

Hizo un gesto con la mano que se quedó en nada, como la frase.

¿No crees que la luz de la lámpara le da muy directamente en los ojos?, me dijo. No creo que se dé cuenta, le dije. ¿Será verdad que cuando uno se está muriendo ve una luz al final de un túnel y uno quiere alcanzar esa luz porque te sientes horriblemente atraído y presientes que si consigues llegar hasta ella vas a conseguir una paz tremenda?, me dijo. Eso dicen, yo lo he leído, dije. Esa paz es la muerte, dijo. También he leído, le dije, que te pasa toda tu vida por la mente, como si tu mente fuera una gran pantalla de cine. A lo mejor ella está ahora mismo viendo su vida, dijo Palmira. Lo más seguro, dije. Setenta y cinco años, con sus momentos malos y sus momentos felices, ¿llamaremos a papá para el entierro?, me dijo. Lo llamamos para que se lleve el reloj, dije, y sin poder contenerme me empecé a reír. Palmira empezó a reírse también. Las dos tapándonos la boca, como si estuviéramos en la escuela, como si aparte de mi madre hubiera una cuarta presencia que pudiera reprendernos. La muerte, tal vez.

Ay, si es que se tiene una que reír, dijo mi hermana. Le llamamos y le decimos, papá, que somos tus hijas, Rosario y Palmira, esas que no has llamado en veinte años, mira, que hay algo muy especial que mamá nos dijo que quería que fuera para ti cuando ella muriera, y él, qué es, qué es, y nosotras, no se puede decir por teléfono, y entonces se presenta aquí el tío todo ilusionado y le damos una caja con el reloj, dije doblándome de la risa floja que me sacudía todo el cuerpo. Para que la recuerdes siempre, decía Palmira, casi sin poder acabar la frase. Para que te destroce la vida como nos la destrozó a nosotras, dije. Sí, te tienes que reír.

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