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Rosario, parece que respira peor, vamos a cogerle cada una de una mano. Y eso hicimos, le tomamos sus manos, ardientes, las manos que al cabo de unos momentos perderían el flujo de la sangre y la temperatura.

Mira el espejo de luna, Rosario, ¿a que parecemos un cuadro antiguo?

Un cuadro antiguo. Las dos hijas inclinadas sobre la madre agonizante. La luz pobre de la lámpara. El cabecero de roble que tenía unas rosas labradas en la madera, las rosas por las que pasaban los dedos infantiles maravillados por lo que suponían era una obra de arte. La colcha sedosa de color granate, el crucifijo en lo alto, el rosario colgando de un lado del cabecero. Sí, era el cuadro antiguo de una madre antigua. Y nosotras mirando al retratista, como si quisiéramos posar a pesar de la tragedia o como esos cuadros tan mentirosos en los que el retratado aparece como si le hubieran sorprendido.

Rosario, no sé por qué pero de pronto ahora me da mucha pena que mamá haya tenido una vida tan triste, me dijo.

Ahora sí parecía a punto de llorar.

Tampoco ha sido tan triste, ha sido una vida, como la de cualquiera, ella no quería salir de su mundo, más triste es la vida para el que quiere cambiarla y no puede, le dije y la miré a los ojos, ¿tú no sientes a veces el deseo de cambiar tu vida, cambiar de piso, de ciudad, de marido y no puedes?

Apartó la vista de la mía y dijo, pues no, ni se me pasa por la cabeza, es que con dos niños eso ni se te pasa por la cabeza, ¿qué quieres, que vuelvan mis niños del colegio y se encuentren con que su madre no está?, sólo de pensar eso me dan escalofríos. Te lo estaba diciendo en sentido figurado, ya sé que no lo vas a hacer, ya sé que no vas a abandonar a tus niños, hija mía, yo sólo te preguntaba si no has tenido nunca ese sentimiento, no te lo tomes todo tan al pie de la letra. Pues no, ni se me ha pasado por la cabeza, me dijo. No me lo creo, le dije. Allá tú, siempre piensas que hay una verdad que me callo, me dijo.

Mamá, mamá, pobrecita, qué mal respira, ¿llamamos otra vez al médico?, me dijo. Ya no, nos va a decir lo mismo, que no puede darle más morfina, a los médicos les gusta que te mueras a palo seco, no quieren sentirse cómplices de asesinato, le dije. Yo no lo voy a criticar porque si estuviera en mi mano no sería capaz de darle más morfina, dijo. Pues yo le tengo dicho a Milagros que si ve que empiezo a perder la cabeza que ponga un remedio rápido, no quiero vivir siendo una rémora, dije. Una rémora, dijo, qué palabra más fea. De pronto me dio un codazo infantil, a ver si a Milagros se le va la mano y acaba contigo al primer olvido que tengas, dijo, sin poder reprimir una sonrisa. Qué simpática, dije.

Mamá, quiero que sepas que te hemos querido, dijo Palmira. Rosario, díselo también tú, díselo.

Mamá, perdóname si te he hecho daño alguna vez. El entierro va a ser como tú querías, ni crematorio ni donación de órganos ni nada. Estarás entera.

Rosario, ¿qué es eso que le sale de la boca?

Una burbuja, dije.

La burbuja se hizo grande, explotó, y ya no hubo nada.

Las dos nos soltamos de sus manos.

Ay, qué frío me está entrando, Rosario. Me tiembla todo el cuerpo. Y ahora qué hacemos. Ay, que me da mucho miedo de los muertos, llama a Milagros.

Salimos corriendo, casi tropezando, al pasillo. ¡Milagros!, dije, ¡Milagros!, quería gritar pero casi no me salía la voz. ¡Milagros!, gritó Palmira, y su voz sonó histérica.

Milagros asomó la cabeza por la puerta del salón, frotándose los ojos, mirándonos sin entender, parecía a punto de preguntarnos qué hacíamos ahí, las dos de pie, una frente a otra en el pasillo estrecho. Se ha muerto, Milagros, ya se ha muerto.

Os acompaño en el sentimiento, dijo Milagros. Palmira me miró para que yo dijera algo. Pero Milagros siguió hablando, ante nuestras miradas de asombro, improvisó un discurso que a veces tenía que interrumpir porque se le saltaban las lágrimas, yo la quería mucho, sí, la quería, dicen que las personas dementes no sienten, no es verdad, Rosario, ¿no te acuerdas la otra tarde, cuando le canté la canción de se vive solamente una vez?, ¿es que no parecía que seguía la letra, no parecía feliz cuando se quedó dormida?, cuéntale cómo me pasaba la mano por la cara, está feo presumir del cariño que te tuvo un muerto, pero ni a Rosario le hacía eso, ni a la asistenta social, ni al médico, ahora, venía yo y me pasaba la mano por la cara con una dulzura, qué pena que te lo hayas perdido, Palmira, que te lo cuente Rosario.

Yo notaba la impaciencia de Palmira, y sentía la mía en el estómago. Le hubiera gritado, cállate y haz lo que me prometiste que harías de una puñetera vez. Lo que me pedía el cuerpo era decírselo de mala manera, violentamente, pero me contuve, tenía un miedo terrible a que se enfadara, se largara, y nos dejara solas con mi madre.

Verás, Milagros, he hablado con Palmira de aquello, de aquello de lo que hablamos, y ella está de acuerdo, tú mejor que nadie puedes arreglarla, no hay nadie en este mundo en quien podamos confiar como en ti, ¿verdad, Palmira? Y Palmira dijo que sí con la cabeza, mirando al suelo, avergonzada porque yo acababa de ser testigo de su rechazo, de su desprecio, y ahora era testigo de su necesidad. Milagros nos miró, y se abrió paso entre nosotras sintiéndose importante. Ése era su destino en la vida, hacer todo aquello para lo que los demás se sentían incapacitados. Pasó entre nosotras, yo juraría que iba sonriendo, y entró en la habitación. La oíamos trajinar, destaparla seguramente y sopesar qué podía hacer con ella. Nos pidió, venga, traerme agua, cepillo, algo de maquillaje. Qué de maquillaje. Pues yo qué sé, colorete, un pintalabios. Nosotras íbamos obedeciendo. Llamábamos a la puerta y ella, como si adivinara nuestro escrúpulo, asomaba una mano y cogía las cosas. Una de las veces, sacó la cabeza para decir, qué le ponemos. ¿El hábito de sus promesas?, pregunté a Palmira. Le quedará muy grande, dijo ella. Todo le va a quedar grande, dijo Milagros, la experta, pero no os preocupéis, lo que importa es lo que se ve de frente, la tela que le sobra yo se la remeto por debajo. Pasaron unos diez minutos. Volvió a salir para informarnos: le he puesto unos zapatos negros, a juego. Vale, vale, estupendo. ¿Le pongo alguna joya, algún broche…?, preguntó. Las dos hijas nos miramos sin saber qué responder. Saca el joyero que hay encima del tocador, dijo Palmira. El joyero pobretón estaba entre nosotras, entre las manos de las hijas, el joyero de las cuatro cosas. Milagros quiso disipar nuestras dudas. El broche le quedaría bonito, para que no sea todo tan oscuro. Es que el broche, dijo Palmira, el broche me gustaría quedármelo a mí, de recuerdo, si no te importa, Rosario. ¿Unos pendientes?, preguntó Milagros, y metió la mano en la caja y sacó uno. No, no, Milagros, dijo Palmira, tú sigue a lo tuyo, que esto es cosa de hermanas, nosotras hablamos de esto y ahora te decimos.

Has sido un poco brusca, le dije a Palmira en voz baja una vez que Milagros volvió a meterse al cuarto. Es que creo yo que éstos son asuntos muy personales, muy entre tú y yo, dijo ella. Bueno, di, decide, antes de que vuelva a salir, porque la conozco y va a insistir, dije. Palmira se acercó y me dijo al oído, es que nunca en la vida he sabido de nadie a quien se enterrara con las joyas, las joyas se quedan como el recuerdo más personal para las hijas, para su nieta, dime tú, qué hace mamá, con las sortijas, si al final los cuerpos acaban… No pudo terminar la frase, se sentía molesta incluso de haberla iniciado, molesta porque yo no fuera la que pusiera fin a ese absurdo debate.

Milagros asomó la cabeza. Déjale el anillo de casada, le dije. ¿Tu madre era diabética?, preguntó Milagros. ¿Por qué?, preguntamos las hijas. Porque a los diabéticos no se les cierra la boca. ¿Y qué se hace?, le dije. Si queréis podemos dejarla con la boca abierta pero parece que no queda presentable, buscar por ahí una pelota de tenis, algo para encajarle debajo de la barbilla, luego yo se lo tapo con el vestido.

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