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No son reproches que ella se atreva a soltarme a la cara porque formulados así hasta a ella misma le parecerían un disparate, es algo más sutil, son ese tipo de rencores que se suelen tener los hermanos entre sí, algo que yo he observado que sucede en todas las familias y que no está reñido con el cariño. Es más, yo diría que la relación filial está compuesta por dos factores que a menudo luchan entre sí: cariño más rencor. El problema es que el porcentaje de rencor sea tan alto que ya del cariño ni te acuerdes, que es lo que me pasó a mí en los últimos tiempos.

La mañana en que a Milagros se le metió el pie en la taza del váter del colegio yo ya llevaba dos años con la visita del Nuncio, por emplear una expresión que solía decir mi madre, que no sé de dónde se la habría sacado, dos años en los que yo ya me había familiarizado con la visión repentina del rojo chillón, porque ya sabía que el cuerpo te avisa antes de que manches, que el sudor es distinto, y el olor, y la temperatura y la percepción de las cosas. Esas cosas formaban parte ya de mi experiencia cuando Milagros se asomó para verme manipular la compresa, doblarla, enrollarla hasta hacerla mínima y envolverla en una tira de papel higiénico, dos años en que no preguntó nada a nadie ni nadie le preguntó a ella, sólo escuchó conversaciones de las otras niñas, las espió, supo en qué consistía ese ritual mensual y decidió apuntarse a él aunque ella nunca tuvo sangre, nunca fue mujer, como decíamos las niñas.

No creo que viviera atormentada por ello. De verdad, no lo creo. Era demasiado fantasiosa. Estoy segura de que desde la primera vez en que ella sin haberlo premeditado le contara a alguien, con la mayor naturalidad, que tenía la regla, pasó a creérselo, sin tener que hacer un gran esfuerzo, sin ser consciente de estar guardando un secreto vergonzoso ni nada de eso. Es que ahora tal vez, dadas las circunstancias, tal vez haya gente inclinada a pensar que era más complicada de lo que era, pero yo me niego, la he conocido desde siempre, así que digo yo que eso servirá para formarte una opinión de una persona y para saber cómo es.

Milagros era clara y simple y a lo mejor eso tiene que ver con que nunca fue de verdad una persona mayor, y mientras yo y todas las otras niñas de mi clase nos íbamos adiestrando para bien y para mal poco a poco en el mundo adulto ella siguió entre nosotras, compartiendo en principio las mismas emociones, sin haber crecido. Pero no se vio obligada a fingir, igual que el niño no está fingiendo cuando juega a que él era el papá y ella la mamá, no, ellos no fingen, ellos viven en la mentira mientras están jugando con normalidad, los niños no se avergüenzan del papel que representan cuando juegan.

Me acuerdo ahora de que un año, para la función de fin de curso, representamos en el salón de actos la historia de Pocahontas, mucho antes, claro, de que la película de dibujos animados fuera un éxito en el cine. La idea de hacer Pocahontas vino de nuestro profesor de inglés, que quería aprovechar esa historia mítica para introducirnos un poco en la cultura norteamericana ya que él era de Seattle y debía echar de menos su tierra. Bueno, todo el mundo conoce la historia, los peregrinos que llegan en el Mayflower a las costas de Plymouth Rock, encabezados por John Smith, y que gracias a la india Pocahontas, una india de extraordinaria y exótica belleza, consiguen no morirse de hambre al mismo tiempo que John por primera vez conoce el amor en los brazos de esa mujer primitiva y supongo que conocedora de unas técnicas sexuales hechizantes (a esta conclusión llegas con los años, no entonces).

El caso es que Milagros, dadas sus enormes dimensiones físicas, era la más grande de la clase, fue elegida para representar el papel de madre de Pocahontas y, siendo fiel a la verdad, el traje de india gorda con la peluca de las dos enormes trenzas azabache parecía haber sido pensado para ella. Yo no hice de Pocahontas, eso está claro, a mí siempre me encasquetaban en todas las funciones escolares el papel del chico, imagino que por mi gesto serio, un tanto grave, lo cual por un lado me facilitaba salir en todas las obras, porque parece que no había otra niña que tuviera tanta cara de tío como yo, pero por otro, me acomplejaba, cosa en la que los profesores parecían no reparar porque conmigo, los profesores, demostraron tener la sensibilidad en el culo. Para colmo, mi madre, cuando se enteraba del papel que se me había asignado, mostraba ese gesto de contenida resignación (cristiana) que a mí tanto me ha hecho sufrir en esta vida. De Pocahontas hizo Margarita Suárez, la típica niña que los profesores tienen por dulce y femenina, porque Dios le ha dado físico engañoso, aunque para las otras niñas pueda ser, como de hecho era, una serpiente de cascabel. Pero dejando a un lado esos pequeños encasillamientos a los que te someten los adultos casi desde que naces y que determinan tu vida (al menos a mí esas cosas me proporcionaron infinidad de complejos, complejos que creo se habrían mitigado si un año, sólo un año, se me hubiera permitido hacer de Pocahontas o de Blancanieves o de la Sirenita o de la Virgen María o de quien coño fuera), yo me preparé bastante para la función, repasé y repasé con mi madre mis diálogos, ella me daba la réplica, ahora ella hacía de madre de Pocahontas, luego hacía de la propia Pocahontas, y cuando llegué al día de fin de curso puedo decir que lo tenía bastante interiorizado. Así que ahí estaba yo, con un bigote postizo encima de mi vello del labio superior, esa sombra que me martirizaba cada vez que me miraba al espejo, dándome un aire aventurero, y mi camisa blanca de grandes mangas fruncidas y mis mallas y mis botas, todo un peregrino de la época, oyendo tras el telón la música idílica que se escuchaba en el paisaje salvaje de la bahía americana, y esperando la señal del profesor de Seattle para entrar en escena, llevando en brazos el propio Mayflower, un barco de cartón que habíamos hecho en clase de trabajos manuales, y cuyo tamaño diminuto nos obligaba a los peregrinos a caminar muy juntos, avanzando muy lentamente, como nos había indicado el profesor, después de reñirnos porque en los primeros ensayos moviéramos el barco como quien mueve una silla, sin gracia ninguna. Cosas de niños, que aún me hacen reír. Pues bien, el barco entraba en escena, con la tripulación andando detrás del cartón del Mayflower a pasitos cortos, chinescos, y con muchísimo cuidado de no pisarnos ni tropezarnos porque todo podía acabar en desastre. Nos colocábamos a un lado del escenario y entonces íbamos, uno a uno, desembarcando, o sea, dando un paso adelante y saliendo de detrás del cartón, hasta que todos estábamos en tierra. El último que se bajaba del Mayflower lo dejaba apoyado en un árbol, porque después de mucho pensar no habíamos encontrado otra solución para el barco, y a partir de ahí entablábamos un diálogo con los nativos, al que seguía el enamoramiento que todo el mundo conoce entre yo, John Smith, y Margarita Suárez, Pocahontas. En el diálogo de los enamorados entraba en escena la madre de Pocahontas, Milagros, que en un principio, tenía que decir dos frases negándose a todo tipo de relación entre su hija y el invasor, dos frases sólo, hasta que finalmente, consciente de que el invasor tenía buenas intenciones para con su hija, se ablandaba y aceptaba.

En los ensayos Milagros había recitado su papel con cierta vehemencia pero sin pasarse, aunque sólo su presencia física, su gordura, y esa forma que tenía de decir su papel como echando la barriga para delante te intimidaban un poco, pero el día de la función, cuando yo la vi inmensa, metida dentro de ese traje de india y con la peluca negro azabache con dos grandes trenzas, avanzando hacia mí con esa arrogancia y hablándome en ese tono, me dio miedo, y cuando ella se midió con el público, con ese público brutal que son los niños, que parece que más que aplaudir están siempre pidiendo sangre y venganza, cuando ese público de animales le jaleó la primera negativa a mis requerimientos amorosos, Milagros empezó a negarme la mano de su hija como si en ello le fuera la vida, y cuanto más me gritaba ella, más me aterrorizaba yo, que decía mi papel medio tartamudeando y tan bajo que casi no se me oía, hasta que sin más me quedé callada, sudándome el vello debajo del bigote, con ganas de echarme a llorar y de salir corriendo. Lo más lamentable es que Pocahontas, viendo que Milagros se había emocionado y había sobrepasado los límites de su papel y estaba improvisando un monólogo absurdo, que yo me había quedado totalmente paralizada, y aquello tenía la pinta de no terminarse nunca, tomó las riendas del asunto, echó a la madre india para atrás de un empujón, me agarró del brazo y me llevó a un lado del escenario ante los abucheos del público que exigía, al menos así lo sentía yo entonces, una pelea a muerte entre la madre de Pocahontas, el tonto de John y la propia Pocahontas.

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