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¿Milagros, estás bien?, le dije varias veces, ¿Milagros? Después de un minuto o así empezó a gritar y a gritar, que no me puedo mover, que me saquen de aquí, que me saquen, y tuve que salir corriendo a llamar a la profesora y volvimos las dos con el conserje que tuvo que saltar por arriba, desde el váter de al lado, porque al hombre le daba miedo echar la puerta abajo y hacerle daño y cuando abrió al fin la puerta la encontramos retorcida, con el pie enganchado dentro de la taza, que costó Dios y ayuda sacárselo de allí porque a cada intento lloraba y berreaba como un animal. No dijo cómo ni por qué se había caído, ni yo tampoco, y en la confusión de sacarla de allí y llevarla al hospital no lo preguntaron, pero era vox populi que la Monstrua espiaba en los servicios y que en cuanto se le presentaba la oportunidad les tocaba el culo por detrás a las niñas cuando sabía que tenían la regla. Nadie sospechaba, claro, que más que instintos irrefrenables de tortillera lo que movía a Milagros a meter mano era la curiosidad. Yo casi estoy segura de que nadie supo jamás que Milagros no tenía la regla y es posible que nadie se lo preguntara en su vida porque ella estuvo casi desde los nueve años en casa de su tío Cosme y su tío Cosme no era mala persona pero tenía la sensibilidad de un corcho.

Con el tiempo, me he preguntado muchas veces cuántos años tenía entonces Milagros, me refiero a cuál era su verdadera edad mental, si maduró o se detuvo en los doce años, la edad a la que la mayoría de las niñas les viene la regla. Cabe la posibilidad de que a partir de esa edad fueran pasando los años sin que en realidad ella los cumpliera psicológicamente, y en cierta manera, tampoco físicamente porque Milagros siempre tuvo una textura en la piel, una mirada, una forma de moverse muy infantil. El caso es que tú no podías decir de dónde venía su rareza, pero su rareza ahí estaba, tanto por fuera como por dentro. Reconozco que éstas son cosas sobre las que yo nunca pensaba cuando la tenía delante. Cuando la tenía delante me limitaba a enfadarme, a aguantar sus extravagancias y a veces a reírme con ella, porque, qué coño, también nos hemos reído lo nuestro. Pero no veía más allá de mis narices. Ahora, a posteriori todo empieza a cuadrar. Es lo que tiene la vida, que a posteriori todos somos muy listos y hacemos grandes predicciones a toro pasado.

Cuando Milagros se subió al váter para espiarme yo tenía catorce años, llevaba dos con el período, me había acostumbrado a la presencia mensual de la sangre, ya había humanizado a mis dos ovarios: el uno, el ovario bondadoso, venía casi sin que yo lo sintiera, y me provocaba un sueño y un cansancio muy gustosos, incluso un amago de dolor que no llegaba a ser dolor con mayúsculas y que me producía cierto placer, el deseo de enroscarme sobre mí misma como si fuera un gusano y dormir en mi caja de cartón, dormir, hasta convertirme en mariposa; el otro, el ovario satánico, se hacía presente cada dos meses con sudores, con mareos, con un dolor que me obligaba a tumbarme y con una hemorragia que traspasaba la compresa, la sábana y llegaba al colchón, era el ovario vampiro, el que me dejaba la cara pálida, y me chupaba la sangre. El ovario bueno, el ovario malo, el ángel bueno y el ángel malo, esos dos seres que estaban dentro de ti y con los que entablabas una relación familiar. ¿Lo hacen todas las niñas?, yo supongo que sí, igual que los niños pequeños imaginan historias cada vez que van al váter, historias inconscientes que están relacionadas con la expulsión de las heces (por utilizar la misma palabra que usa la Biblia), igual que un niño besa durante un tiempo su dedo índice por las noches porque cree que ese dedo tiene alma y vida y habla con él y le pinta ojos y boca y se siente acompañado.

Catorce años tenía yo aquella mañana en que estaba cambiándome la compresa en los servicios del colegio, dos años mirando la sangre, sintiendo su olor, acostumbrada ya al rojo purísimo del primer día de regla, dos años con la idea, aunque fuera remota, de que ya podía concebir un hijo, de que había algo que me separaba de la niñez para siempre, dos años desde que mi madre puso aquella cara de preocupación, ay, ay, Rosario), ahora tienes que empezar a comportarte. Dos años desde aquel primer día, el día de Reyes («Vaya regalo que ha recibido la pobre», comentario de mi madre a alguna de sus viudas por teléfono), en que dormía con mi hermana en la cama de matrimonio-cariñoso que pasó a ser la nuestra, la cama de las niñas, cuando mi padre se fue, y aunque yo ya había desvelado, desde hacía mucho tiempo, el secreto mejor guardado de las Navidades, la verdadera naturaleza de sus Majestades de Oriente, en parte, según decía mi madre, porque mi carácter me llevaba a no creer en fantasías y a buscarle explicaciones lógicas a todo y hasta que no di con la respuesta de que todo dependía del poder adquisitivo de mi madre no paré, y sinceramente, puedo recordar que sentí un alivio al comprobar que, al menos, ni Dios ni los Reyes Magos eran responsables directos de la injusticia por la cual yo no recibí nunca unos vaqueros Levi Strauss ni uno de esos espantosos abrigos Loden que llevaban los niños pijos sino imitaciones con marcas que querían aproximarse al nombre original y que me avergonzaban bastante, aunque digo, yo había descubierto muy pronto, a los siete años, que era mi madre la que salía, compraba, hacía malabarismos con el dinero y producía ruidos misteriosos en el salón la noche del día cinco, mi hermana, tres años menor que yo, seguía en su limbo, del que hubo que sacarla casi de las orejas por cierto, porque ella siempre ha sido partidaria de creer firmemente en aquello que le conviene, sea o no sea racional.

Yo había visto entrar en el cuarto la primera luz del amanecer y, aunque lo normal hubiera sido que como era costumbre la despertara para que fuéramos las dos corriendo al salón donde debían estar ya, al lado del nacimiento, nuestros regalos, me quedé quieta, como con una cierta melancolía hasta ahora desconocida, que estaba relacionada con un impreciso dolor en el vientre y que me hizo sentir, no bromeo ni exagero, por vez primera, el inexorable paso del tiempo. Notaba la temperatura de mi piel muy caliente, y tenía la necesidad de permanecer bien acurrucada bajo las sábanas, recogida en el silencio que aún no se había roto por los otros niños de la escalera. Hubiera querido que ese descanso se prolongara siempre, que no se hiciera de día, y más, cuando empecé a notar que mi cuerpo expulsaba algo, un líquido más espeso que el pis, que me mojaba las bragas muy lentamente, como si fuera lento en expandirse. Mi hermana, Palmira, abrió los ojos cuando ya la luz había invadido la habitación y me dijo, venga, Rosario, ya, vamos a levantarnos y tiró con fuerza de las mantas y entonces vio la gran mancha en la sábana, y en mi pijama y en el suyo y empezó a gritar, empezó a gritar como una histérica, despertó a mi madre, que apareció en el cuarto con la cara descompuesta, sin entender aún lo que le gritaba Palmira, ¡Mamá, Rosario se está muriendo, se va a morir el día de Reyes y ni tan siquiera hemos abierto los regalos, mamá!, y hubo que explicarle lo que ocurría, se lo explicó mi madre, con el hipo de su llanto de fondo, porque yo me fui con toda mi vergüenza al cuarto de baño, a intentar limpiar la sangre que se me había quedado pegada a las ingles, a sentir por primera vez cuál es la textura de ese líquido pegajoso, que no se va al primer chorro de agua y que al principio asusta, asusta el rojo tan rojo, tan violento, como si te lo provocara un ser desconocido y maléfico que te estuviera comiendo por dentro. Dos años habían pasado desde que mi hermana se enteró de que en el futuro también ella recibiría la visita de la sangre, mucho antes, por cierto, de que se enterara de la verdadera identidad de los Reyes, cosa que siempre ha lamentado, no sé muy bien por qué, como si me hiciera a mí responsable de recibir la primera noticia desagradable de la vida adulta, como si para ella todo tuviera una cronología natural: primero, uno debe enterarse de quiénes son los Reyes, luego has de enterarte de qué es el período menstrual y así, todo por su orden, que según ella es un orden tan lógico como el principio por el cual para que salgan los dientes definitivos primero se te tienen que haber caído los de leche.

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