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Digo que caí en la trampa porque Morsa, muy sibilinamente, había pensado: si esta individua quiere demostrarme que no es bollera (aunque lo sea) igual se acuesta conmigo.

Me acosté con Morsa.

Yo, en cuestión de hombres, siempre he puesto el listón muy alto, quiero decir con esto que ninguno de los hombres con los que me he acostado a lo largo de mi vida ha llegado a ese listón para nada. Tú te construyes un tipo de hombre en la cabeza, un hombre con cierta cultura, que te escuche, que sepa conversar, que a la hora de hablar en una cafetería sepa hablar y engatusarte con sus argumentos y a la hora de echarte un polvo lo haga como un macho sensible, que es para mí la descripción perfecta de mi ideal, macho sensible, en otras palabras, hombría más ternura; tú vives con esa esperanza, con esa idealización, pero luego la realidad es otra bien distinta. Si un hombre te gusta olvidas la barriga, el mal aliento de después del sueño, el sonido de las tripas, los ruidos del váter, todo eso, imagino yo, debe quedar en un segundo plano, la miseria debe quedar oculta por el amor; pero yo no he tenido suerte, yo tengo la facultad de sentir desde el primer día lo que deben sentir las parejas cuando llevan veinte años de matrimonio. No soy Pollyana. Y esto se traduce en que he vivido siempre en la contradicción de tener el listón de mi ideal masculino muy alto pero he tenido que ajustarme a lo que la vida me ofrecía, porque si no, hablando claramente, no me hubiera comido una rosca.

Milagros siempre me decía que yo busco en la vida una perfección que no existe, Milagros decía que yo buscaba en los demás una perfección que yo no tengo. A ella le gustaba hablarme así, crudamente. Un día me dijo: Rosario, ¿es que a ti no te huele el aliento por la mañana, es que no te tiras un pedo cuando te levantas? Si tú estuvieras buenísima, Rosario, tendrías a tu lado a otro tipo de tíos, eso es así, desengáñate, a cada uno le toca lo que en justicia le tiene que tocar.

Me hizo llorar. Esa vez me hizo llorar.

– Pero a mí me gustas como eres, Rosario.

– ¿Y para qué iba yo a querer gustarte a ti?

– Porque soy la reina, la reina -se reía, como si hubiera un chiste dentro de la frase que nadie más que ella pudiera descifrar, y se metía en la ducha desnudándose delante de mí, sin asomo de pudor, ajena a la más mínima vergüenza, con la barriga doblándosele sobre el pubis, infantil en su gordura y en su forma de pasearse delante de mí, como si tuviera sólo dos años y estuviera pisando la arena de la playa.

Basta con ver a Morsa cinco minutos, ver cómo anda, cómo se expresa, para saber que está muy lejos de lo que yo esperaba. No digo que sea malo, porque Morsa, en el fondo, es una buena persona, y es afectuoso a su manera áspera y leal, a pesar de que le pierde la lengua tan larga que tiene, pero con él tienes que renunciar a tus ideales. Además, cuando yo soñaba con ese hombre hipotético nunca pensaba: deseo que sea una buena persona. No entraba dentro de mis deseos. Quiero decir que no es una característica en la que yo me detuviera- Es evidente que entre un tío cafre y uno bondadoso me quedaría con el bondadoso, pero, para mí, con la mano en el corazón, no es lo más importante. Ahí está mi cuñado. Si a mí me preguntan, cómo es tu cuñado, contesto: una buena persona, y luego me callo. Me callo por no seguir diciendo, es un ignorante, un camastrón, un manga ranglán que no tiene inquietudes, que lo pones en ese sillón con el mando a distancia y vuelves a las tres horas y ahí está, hecho un cuatro, puede ver golf, carreras de coches, hípica, toros, natación, saltos de trampolín, documentales de submarinistas, programas de cotilleo. Yo creo que por no hacer, mi cuñado no hace ni zapping. Se lo hace mi hermana. En serio, mi hermana llega de la compra cargada como una burra, como una mujer africana, y le coge el mando y le dice, ¿pero no te das cuenta de que esto es un coñazo, hombre?, y le cambia de canal y le pone a ver otro coñazo y él sonríe, sonríe porque sabe que al cabo de media hora tendrá su plato caliente delante del televisor y así pasará el sábado y el domingo y se acostará y qué, dime tú qué, qué haces tú con un tío con ese cuajo en la cama. Pues nada. A mi hermana ese tío no le ha echado un polvo desde que se quedó embarazada de mi sobrina la pequeña, o sea, desde hace cuatro años. Eso es lo que les ocurre a las mujeres casadas que no se comen un rosco, que se quedan enseguida embarazadas. Debe ser porque se entregan al polvo con muchas ganas y eso facilita la fecundación. Esto no lo he improvisado sobre la marcha, he leído estadísticas sobre el particular.

A mi hermana se la ve ese cansancio de la que ni echa un quiqui ni lo espera echar en los próximos veinticinco años. Es un tipo de mujer que yo tengo muy observado. Son mujeres casadas, porque las solteras como yo tenemos otra cara, la que yo he tenido siempre, por ejemplo, la cara de no encontrar a nadie con quien tener un encuentro sexual como Dios manda, es una cara tensa pero no de aburrimiento. Yo prefiero la cara de las solteras a la de muchas casadas. En la de las solteras al menos hay esperanza. Yo he podido follar mucho más de lo que lo he hecho, cualquiera puede; si tú te pones a tiro, puedes seguro, pero eso no va conmigo. Y no es por puritanismo, es por lo del listón del que hablaba antes. Cuando he tenido un momento, digamos, desesperado, he pensado: voy a bajar un poco el listón porque si no lo bajo no va a haber manera y dicen los especialistas que el sexo es necesario para tener salud tanto física como mental y, a veces, he echado un polvo por no considerarme anormal y también por salud, pero al día siguiente siempre ha habido algo de arrepentimiento, y no he dejado de preguntarme, Rosario, ¿qué necesidad tienes de humillarte? Porque hay cosas que yo sé que son comunes, porque sé que se hablan entre mujeres, cosas que les escuchas mil veces a las compañeras, como eso de acostarte con un tío y por la mañana abrir los ojos y ver al individuo y tener ganas de salir corriendo. Pero en mí hay algo distinto, mi vergüenza es anterior a ese momento. Yo ya me siento ajena mientras está sucediendo, en pleno acto. Ajena, ajena al cuerpo de ese hombre que tengo al lado y que jadea encima de mí. De pronto lo veo como un animal babeante y me muevo, y jadeo y me muevo, para que todo acabe cuanto antes mejor. Yo quiero pensar que todas estas sensaciones que me atormentan vienen de que los hombres con los que he podido hacerlo no eran como yo quería. Necesito pensar que el fallo es de ellos, que no soy yo la que tiene esa tara de la que hablaba mi madre y que me lleva a verlo todo como si mirara a través de un microscopio. Dicen que el sexo está en la cabeza, y yo necesito pensar que no estoy mal de la cabeza.

Morsa subió a casa poco tiempo después de que me preguntara lo del lesbianismo. Me calentó la cabeza diciéndome lo que pensaban unas y otras en el bar o lo que se decía en el vestuario de hombres.

Me juego el cuello a que Rosario es virgen, me decía Morsa que andaba diciendo el subnormal de Sanchís.

Y después de soltármelo me espiaba malicioso con su media sonrisa, como siempre, para estudiar mis reacciones, y al ver que yo callaba, soltaba la pregunta que estaba deseando hacer desde que había empezado la conversación, entonces, ¿eres virgen?

– ¿Tengo cara de virgen?

– Sanchís dice que sí.

– ¡Sanchís, Sanchís! Hay que joderse.

– ¿Pero eres virgen o no eres virgen?

– ¿Tú qué dices?

– No se contesta con una pregunta.

– Es que no quiero contestar.

– Sanchís dice que eres virgen porque las lesbianas son vírgenes y dice que tú eres lesbiana.

– ¿Y tú no dijiste nada?

– ¿Yo, por qué iba a decir yo nada?

– Porque ya te dije el otro día que no lo era.

– Me lo dijiste, vale, pero eso… eso, ¿cómo se sabe?

– Pues se sabe porque yo te lo he dicho.

– Pero, y eso, ¿qué clase de prueba es? Igual me la estás metiendo doblada.

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