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Ten paciencia, le decía yo porque sabía que era lo que ella quería oír, leyendo línea por línea su pensamiento, ten paciencia, tendrás que esperar a que nazca el niño, pero ten seguro que Sanchís te quiere.

¿Me quiere, tú crees que me quiere?, decía entre sollozos.

Pues claro, boba, no te va a querer, un hombre no te perseguiría de esa manera si no te quisiera. Gracias, Rosario, yo me fío de ti, porque sé que las otras, bueno, las otras…, me dirían lo que fuera, lo primero que se les pasara por la cabeza, pero tú siempre dices las cosas de corazón, aunque sean impopulares. Rosario, por eso confío en ti. Porque no te importa ser impopular.

Y yo te lo agradezco.

Y, tú, Rosario, ¿tú no confías en mí?, me preguntaba mirándome a los ojos con una dulzura que no había quien se lo creyera.

Pues claro que sí, le decía yo.

¿Y por qué no me cuentas nada?, me decía.

Porque no tengo nada que contar.

¿Nada, nada de nada?, me decía aún con lágrimas pero ya con la sonrisa.

Nada. Mi vida es muy simple, Teté, te lo aseguro.

¿No estás enrollada con alguien?, preguntaba.

No.

Dicen que sí, también decían que lo tuyo con Milagros era raro, pero yo no me lo he creído nunca, Rosario.

Pues has hecho bien, le decía yo poniéndome a barrer para que no se me notara la rabia.

¿No tienes algún rollo con alguien del trabajo?, insistía la pesada.

El día que yo tenga algo de verdad serio con alguien, Teté, serás la primera en saberlo, eres mi amiga, ¿no?, le decía yo con el cepillo en la mano, interpretando el papel de alguien que confía en los seres humanos.

Pues claro, decía ella, ya lo sabes, hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero en el fondo siempre ha habido ahí un cariño latente.

Latente. Eso dijo. Será idiota. Teté es una de esas personas que en cuanto introducen en sus frases una palabra un poquito más complicada la cagan. Latente, dijo. Y yo ahí, con mi secreto, como quien se ha tragado un sapo. Ay, si tú supieras, bruja, pensaba yo, si supieras que hace sólo tres noches Milagros encontró un recién nacido y se lo llevó a casa y yo estoy aquí, sin hacer nada, haciendo como que me importa lo que me cuentas y sin saber cómo acabará la cosa, sin querer ir a su casa por no comprometerme, sin querer pensarlo siquiera para no sentirme como el culo, fingiendo que Milagros está de verdad enferma, pero no con la intención de ser cómplice de su mentira, sino por pura cobardía, intentando convencerme a mí misma de que aquí no ha pasado nada, de que yo no fui testigo de la última locura de la monstrua. Ay, si tú supieras, bruja, que no quiero pensar en eso porque me siento muy mala, muy mala persona.

Qué difícil fue durante esos días ir al despacho de Sanchís y hablarle vagamente de la salud de Milagros, dejar pasar el martes, el miércoles, y volver el jueves para decirle, hablé ayer con ella por teléfono y parece que ya va mejor. Qué difícil cuando Sanchís me dijo que qué pasaba con la baja, que si yo no podía hacerme cargo, que tal vez yo debería acercarme a su casa a por ella, o llamar a su tío Cosme para que fuera un momento con el taxi y se la trajera. Bueno, le dije, mejor que molestar al tío ya te la traigo yo. Qué difícil decirle una noche tras otra a Morsa que no tenía ganas de echar un polvo, pero que, por favor, que no se fuera, que se quedara conmigo porque quería que durmiéramos juntos. Como un matrimonio, decía él. No lo sé, Morsa, no lo sé todavía. Como amigos o como hermanos, como qué, decía. Ay, no sé, como qué, Morsa, sólo te pido que por unos días me dejes en paz. Qué difícil era para Morsa comprender eso. Me abrazaba, y yo se lo agradecía, pero el abrazo siempre acababa en la misma lucha absurda, primero ponía sus manos en mis hombros, luego empezaba a acariciarme el pecho, y yo tenía que cortar por lo sano, porque sabía que se estaba animando, no, no, Morsa, no sigas por ahí, ya sabes que no, te lo dije antes de que nos metiéramos en la cama y me prometiste que no lo intentarías; pero entonces, cuándo, decía él, y yo le decía, es sólo unos días malos que estoy pasando, pero esto se pasa, me conozco y sé que se pasa. Y él me decía, ¿y si me hago una paja?, y yo me enfadaba, y le decía, ni se te ocurra, grosero, entonces te echo a patadas de la cama. Yo sabía que era cruel pidiéndole compañía sin darle nada a cambio, porque Morsa me ha deseado siempre de una manera que yo no acabo de entender, tal vez porque yo nunca lo he deseado a él de la misma, y también porque me extraña que alguien me desee tan intensamente.

Es complicado convivir con un secreto. Por muy bruto que sea Morsa, a mí me hubiera aliviado contarle la verdadera razón por la que Milagros estaba faltando al trabajo. Puede que él me hubiera agarrado entonces del brazo, me hubiera montado en el coche y me hubiera obligado a ir a casa de Milagros. Estoy segura de que Morsa no hubiera permitido que el tiempo pasara sin actuar. Morsa no hubiera entendido mi actitud, ahora lo sé. No hubiera entendido que yo dejara marchar a Milagros con la criatura metida en una caja de zapatos y no me decidiera a llamarla, como así fue, hasta seis días después.

Qué hice, dejar que Milagros se perdiera en dirección opuesta a la mía a las cinco y media de la madrugada. La abandoné como quien deja que un niño se interne en un bosque. Allá tú, ésa fue mi actitud. Podía haberme negado a que se llevara al niño, eso es lo que hubiera hecho Morsa, por ejemplo, a lo mejor lo que hubiera hecho cualquier persona normal; podía haber peleado con ella hasta llegar a las manos si hubiera sido preciso, igual que me peleé por la mierda de la parrilla, podía haber dejado que llorara y que gritara todo cuanto quisiera, ya se le hubiera pasado, y entonces le hubiera arrebatado al niño de sus brazos y habría salido corriendo al hospital. Podía haber actuado de esa manera, y de hecho, hay veces que la escena se repite en mi cabeza y cambio el final e imagino que las cosas ocurrían como debían haber ocurrido, pero no, la dejé que se saliera con la suya, la dejé pero al mismo tiempo no quise ser su cómplice, no quise ir esa misma tarde a su casa para echarle una mano y comprarle comida y ser la tía Rosario. La tía de Christopher. Me lavé las manos, por decirlo claramente, me pudo la cobardía. Su manera de llorar aquella noche, tan desconsolada, tan infantil, me dio mucha pena, sí, pero no tanta pena como para arriesgarme y ayudarla con todas las consecuencias.

Actué esos días fingiendo que no pasaba nada. Esperé a que me llamara y no me llamó. La vida se me hacía rara sin su presencia, sin que me estuviera esperando cada mañana en el portal, sin que me llamara cada dos por tres por las cosas más absurdas. Y el secreto, a cada momento que pasaba, se iba haciendo más y más insoportable. El sapo estaba ahí, en la boca del estómago.

El jueves, seis días después del hallazgo, la llamé. Su voz me pareció algo mustia, o a lo mejor eso es algo que me parece ahora cuando lo recuerdo. Todos somos muy perspicaces a la hora de predecir el pasado, pero en el presente la mitad de las cosas pasan delante de nuestros ojos sin que nos demos cuenta de su verdadero sentido.

– Era un niño -me dijo-, ¿ves? Lo supe en cuanto lo vi, eso es algo que se nota en los ojos.

– ¿Cómo te las apañas?

– Vaya, sin problemas.

– ¿No te ha visto nadie?

– Aún no, no lo quiero sacar todavía a la calle. El veterinario me dijo que a Lucas no lo sacara hasta que pasaran dos meses bien cumplidos.

– Pero lo que tú tienes ahora es un niño, no es un gato.

– Ay, ya, eso ya me lo has dicho. Si llamas para echarme la bronca…

– En el trabajo me preguntan por ti.

– Bueno, ya veré cuándo vuelvo.

– Tendrás que volver… o pedir la baja. Me ha dicho Sanchís que vaya por ella a tu casa. Es que si no decía que iba a llamar a tu tío Cosme.

– Conseguiré la baja. Eso no es problema. Eso me lo gestiona mi tío.

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