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– ¿Tu tío lo sabe?

– No, no, a él no puedo contarle esto.

– ¿Necesitas algo, yo qué sé, que me vaya esta tarde contigo?

– No, esta tarde no, tengo muchas cosas que hacer en la casa, he tenido que cambiar todo de sitio. Le he puesto el reloj de cuco en el cuarto.

– Anda que las ideas que tienes. Se te va a despertar.

La oí respirar fuerte, como si no estuviera dispuesta a aguantar mis broncas de otras veces.

– ¿Con quién estás de turno? -me dijo, haciendo evidente que quería cambiar de conversación.

– Con Teté.

– Menuda bruja.

– Sí, menuda bruja.

– Te intentará sonsacar.

– Pero ya sabes que conmigo no puede. A Morsa no le voy a decir nada, eso quiero que lo sepas.

– Mejor, Morsa es un cotilla, aunque sea tan amigo tuyo.

– Ah, deja eso ya -le dije. De fondo se escuchaba la voz de Luis Miguel-, Milagros, tendrás que hacer frente a las cosas, ese niño tiene que estar apuntado en un registro, tendrá que ir a un pediatra, yo qué sé, no puedes quedarte con él en casa para siempre.

– Ya lo sé, ya lo sé, sólo llevo seis días aquí metida, no te pongas nerviosa.

– ¿Voy mañana?

– ¿Mañana viernes?… Mejor el domingo.

– ¿Estás contenta?

– Pues claro que estoy contenta, como para no estarlo.

– No sé, te noto rara, como si no tuvieras muchas ganas de hablar conmigo.

Se echó a reír.

– Es que me ha dado un poco de depresión posparto.

– Anda, serás boba.

– Ríete, a las madres de los adoptados les pasa igual, como que de pronto todo se te hace muy cuesta arriba.

– ¿Ese disco de Luis Miguel es el mío? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Y qué hace en tu casa?

– Como dijiste que lo ibas a tirar, que te ponía muy triste, pues me lo llevé.

– Ay, Milagros, pero una cosa es decirlo y otra cosa es que te tomen la delantera.

– Hace un momento me llamas por si necesito algo y no paras de meterte conmigo por una cosa o por otra. Eso cansa -dijo, la voz le temblaba un poco.

– Que no, mujer, quédate con el disco, si sólo digo que me da rabia que no preguntes antes de llevarte una cosa que no es tuya. Pero vaya, que el disco te lo puedes quedar.

– Cuando escucho la de Se te olvida, ¿sabes cuál?

– Sí, claro.

– «Se te olvida, que me quieres a pesar de lo que dices -cantaba rápido, para recordarme esa parte de la letra-, pues llevamos en el alma cicatrices, imposibles de borrar», cuando oigo eso me acuerdo de ti.

– Anda que las cosas que me dices.

– Puedes reírte de mí, como siempre, pero yo me acuerdo de ti. Cuando oigo que llevamos en el alma cicatrices se me pone una bola aquí en la garganta, Rosario.

– Pues no la escuches, que la música es muy mala cuando se está triste.

– Que no estoy triste, te he dicho, sólo me pasa lo que es natural que me pase, lo que le pasa a todo el mundo en estas circunstancias, Rosario.

«Lo que le pasa a todo el mundo en estas circunstancias.» Lo demás lo cuento como lo recuerdo pero esa frase la dijo así literalmente, con esas mismas palabras. El domingo me levanté inquieta. Por primera vez era yo la que contaba los minutos que me faltaban para verle la cara, la cara de la Milagros nueva, esa Milagros misteriosa que no me había dejado ir el sábado, que parecía tener unas actividades ajenas a su amistad conmigo, por primera vez era yo el perro y ella el ama, por primera vez ella parecía no estar dispuesta a aguantar mis consejos, mis lecciones, mis regañinas. Sentía curiosidad por esa nueva Milagros que había oído por teléfono, que parecía tan loca como la otra pero con más genio. A lo mejor era la maternidad, pensé, que te cambia de pronto y te vuelve una loba que ha de proteger a su cría.

El domingo, ese domingo, antes de bajar al metro, entré en la pastelería y compré unos buñuelos de nata y chocolate. Nunca los compro salvo que tenga una razón poderosa porque con los buñuelos no conozco el límite, puedo comerme, yo sola, uno detrás de otro, un kilo de buñuelos sin pestañear. Compré también en el puesto de la gitana una docena de claveles rojos, y cuando me senté en el vagón pensé que realmente tenía toda la pinta de que iba a ver a una recién parida. Milagros se reiría al ver los buñuelos, igual que yo me reía por dentro, recordando esos viajes viciosos que hacía a la nevera cuando ella me traía buñuelos por el Día de Todos los Santos y hasta que no acababa la bandeja era incapaz de concentrarme en la tele o en la conversación. Si yo fuera como tú de flaca, me decía Milagros, que parece que te has comido una solitaria, me comía cinco bandejas. Y yo le decía, si yo también tengo tripa, Milagros, lo que ocurre es que si me comparas contigo parezco anoréxica.

Con las flores y la bandeja de los buñuelos me bajé en Ventas y crucé el puente de la M-30, que a eso de las seis de la tarde estaba hasta arriba de gente que iba de un lado a otro, a paso lento, no como yo, que llevaba el ritmo del que tiene un destino. La gente cruzaba aquel puente espantoso por el simple hecho de pasear, porque en Madrid ocurre lo que no ocurre en ningún lugar del planeta, que la gente pasea por unos sitios inmundos y se asoma a los puentes que cruzan las autopistas como quien se asoma a ver las olas del mar.

Milagros vivía, en su pisito diminuto, al lado del Tanatorio. Me acordé, de pronto, de cuando Milagros y yo íbamos con el taxi de madrugada a tomarnos un gin-tonic al bar del Tanatorio, y teníamos el cuajo de estar allí bebiendo una copa, rodeadas de gente llorando que entraba y salía. Realmente, si te pones a pensarlo en frío, cuando eres joven tienes muy poca sensibilidad, porque yo no recuerdo haberme sentido incómoda en ningún momento por estar allí bebiéndome mi gin-tonic con pajita en un ambiente de tanto sufrimiento. Y aunque la idea de ir al Tanatorio surgió de Milagros, porque le había dicho su tío Cosme que ahí recalaban muchos taxistas porque el café era buenísimo y porque sabían que lo bueno del Tanatorio era que nunca te lo ibas a encontrar cerrado, yo, siendo justa, no puedo echarle la culpa de todas nuestras excentricidades a Milagros. Ella tenía la disculpa de su infantilismo pero yo, descontando mi tendencia a la depresión, siempre he tenido la cabeza en mi sitio. Más bien, habría que pensar que la juventud es esa edad en que la filosofía vital consiste en que los demás (el prójimo) son unos gilipollas y la desgracia ajena es eso, ajena.

Si me ponía a pensar, gran parte de mis recuerdos estaban relacionados con la loca de Milagros. Y ahora, fíjate por dónde, iba a su casa, en la que sólo había estado, por cierto, dos o tres veces desde que la compró, porque ni me gusta viajar en metro (menos teniendo que hacer transbordos), ni me gusta ir a la casa de la gente, porque tengo que celebrar cómo está decorada la casa y la comida que te preparan y los niños que tienen, ni me gusta estar obligada a quedarme un rato después de las comidas, no sé lo que hacer y me siento incómoda y no sé cuándo es el momento en el que esa familia o esa persona quiere que me vaya. Prefiero quedar en los bares y si me harto, me largo.

El niño cambiaba mucho las cosas. Si Milagros lograba salir del lío en el que se había metido y conseguía que no le arrebataran a la criatura (yo en ese momento no me podía imaginar cómo) tendría alguien en la vida en quien pensar que no fuera yo. Yo, yo, yo, el centro de su vida, estaba pasando a segundo plano. Y de pronto, me daba cuenta de que me sentía algo celosa y no sabía cómo reaccionar ante ese sentimiento. Milagros, la madre. Y yo, la tía. ¿No había querido librarme de ella toda la vida? Pues ahora existía una razón poderosa para que me dejara en paz. Pero en vez de estar aliviada, me sentía, de pronto, un poco sola en el mundo. Tenía que reconocer, pensé, que no sólo Milagros era una persona especial, yo a veces también era un poco retorcida.

Llamé al timbre. La voz de Luis Miguel inundaba el descansillo, bajaba por la escalera hasta el piso de abajo. «El día que me quieras, bajo el azul del cielo, las estrellas celosas, nos mirarán pasar.» Milagros abrió. Nos quedamos mirando la una a la otra sin decir nada, como si de pronto sintiéramos vergüenza, la que sienten los niños cuando vuelven a la escuela después de no haberse visto durante el verano. Yo con las dos manos ocupadas, los pastelillos, las flores.

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