Recuerdo que pensé: ¿Qué ha pasado esta mañana? Esta mañana cuando bajábamos la cuesta me sentía casi feliz, estaba tan contenta, ¿qué es lo que se ha torcido, entonces?, ¿qué tipo de carácter tengo tan atravesado que no puedo acordarme ni de por qué he empezado a estar furiosa?
Recuerdo la primera vez que Milagros me llamó. Su grito me sobresaltó, como si me hubieran sacado de un sueño. Precisamente por el hecho de estar pensando en ella me había olvidado por completo de su presencia.
– ¡Rosario, ven!
– ¿Es el mortero, ya tienes el mortero? -le dije yo, todavía con el hacha de guerra levantada y arrepentida, mientras lo decía, por no saber ponerles fin a las discusiones-. Anda, ya, déjame vivir, rata, más que rata.
– ¡Rosario, te digo que vengas, por favor te lo pido! -su voz se le quebró al final de la frase, parecía que la boca se le hubiera secado. Su voz no sonó igual que siempre, no era festiva, ni socarrona, ni infantil. Su voz sonó dramática.
– ¡Ven, por favor, mira esto! -me levanté y me di la vuelta. Milagros estaba asomada, casi volcada hacia el interior del contenedor. La farola daba una luz muy pobre, así que sólo podía distinguir sus dos piernas colgando. Recuerdo que me levanté y fui casi corriendo, sabiendo ya que algo pasaba, bajé la cuesta de césped, me resbalé y bajé sentada de culo, como por un tobogán, hasta donde estaba ella.
– Rosario, mira -dijo ahora como en un susurro-, mira, esto.
Para verlo yo también tuve que dar un salto y apoyar el vientre en el borde del contenedor y quedarme con las piernas en el aire como estaba ella. Los ojos tuvieron que acostumbrárseme a la oscuridad del fondo, y poco a poco fui entendiendo, también mis oídos percibieron el débil maullido que se oía detrás de nuestras respiraciones que eran fuertes, entrecortadas, por el susto, y por tener el estómago oprimido.
– ¿Es un gato? -pregunté sabiendo ya que no era un gato.
– No es un gato, es un niño.
Las dos, sin saber muy bien por qué, hablábamos en voz baja.
– Y parece que está vivo, Milagros, ay, Dios mío.
– Yo entro y te lo doy a ti.
– Ten cuidado, ¿ves bien dónde está?, no vayas a pisarlo.
– Claro que lo veo -Milagros levantó las piernas porque ella era una de esas gordas sorprendentemente ágiles y cayó de pie en el fondo. Sonó el crujido de los cristales aplastados por sus botas.
– Está debajo de ese cartón, creo.
– Si ya lo veo, lo he visto desde el primer momento. Mira, lo han metido dentro de una caja, lo que veías tú era la tapa.
Milagros levantó la caja, la puso en el borde y me la dio. Yo la tomé en mis brazos y la llevé debajo de la farola, tenía miedo de que se me cayera, tenía miedo, mucho miedo.
– ¿Quién te ha dejado ahí a ti, angelito, quién te ha dejado? -le decía al niño y me temblaba la voz-. Podrías haber muerto de no haber sido por nosotras.
– Por mí -dijo Milagros, saliendo del contenedor-, yo he sido quien lo ha encontrado.
Los ojos grises del niño se abrieron con la luz. Los tenía perdidos y grises, como todos los recién nacidos, y era moreno, muy moreno, con un vello que le cubría gran parte de la frente. Estaba completamente envuelto en una manta, sólo se le veía la cabeza.
– Es guapo, ¿verdad, Rosario?
– Sí que lo es -le puse la mano en el pecho. Su pequeño corazón latía muy deprisa. Latía debajo de la palma de mi mano y me entraron ganas de llorar.
– Trae -dijo Milagros, arrebatándome la caja-, me lo llevo.
– ¿Que te lo llevas, adonde?
– A casa.
– Pero, qué dices, loca, más que loca, donde tenemos que llevarlo ahora mismo es al hospital.
– No, no, me lo llevo yo a casa, yo me lo he encontrado, yo me lo llevo -Milagros echó a andar, decidida, sin pararse cuando me hablaba, subiendo la cuesta. Y yo
detrás.
– ¿Ah, sí, y qué le vas a decir a la gente?
– A la gente le diré que es mío, porque es mío.
– ¿Ah, sí, tuyo, y cómo explicas lo del embarazo?
– De algo tenía que servirme estar gorda. Mañana digo que estoy embarazada, y dentro de cuatro meses digo que ya lo he tenido.
– ¿Y piensas que la gente va a ver a un niño de cuatro meses y se van a tragar eso de que es un recién nacido? Si los niños de cuatro meses hoy en día ya tienen dientes.
– A mí me la suda lo que piense la gente, es mío. Dios lo ha puesto en mi camino. Yo lo he descubierto entre la basura, como si me lo hubieran iluminado a propósito, tú en cambio no lo veías, pero yo sí. Rosario, he venido hasta aquí como hipnotizada, como si una fuerza superior me estuviera llamando. Yo nunca vengo hasta aquí, Rosario, ¿qué se me había perdido a mí en este contenedor? Hay cosas en la vida que están más allá de nuestro entendimiento y ésta es una de ellas. Lo he visto porque parecía una bola de luz en el fondo de los escombros, quién me ha hecho ver en la oscuridad, ha sido Dios el que ha preparado todo esto, Rosario.
– Pero, qué coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?
– Desde la semana pasada, desde que encontré el Cristo fosforescente. Por la noche me ilumina la mesita y yo le pido cosas y todas me las concede: un reloj, una parrilla, un niño. Le había pedido un niño, que lo sepas.
– Ay, ay, ay -dije llevándome las manos a la boca-, tú no estás bien de la cabeza, Milagros, yo siempre lo he sabido, no estás bien de la cabeza.
– ¿Y tú, tú sí que estás bien de la cabeza, tú ves visiones y todo el mundo ha de creerte, verdad, la tonta de Milagros ha de creerte, y yo encuentro un hijo y me lo niegas?, ¿por qué tú sí y yo no? Y esto sí que no son imaginaciones mías, porque lo de tu madre puede ser o puede no ser, pero el hijo existe, el hijo está aquí.
– Pero qué hijo, ¿de qué hijo estás hablando tú, descerebrada?
Me puse delante de ella para cortarle el paso, le puse las manos en los brazos, controlando mi enfado porque la caja con el niño estaba entre nosotras. El niño seguía con los ojos abiertos, mirando a la nada, a veces se le oía maullar.
– Pero cómo vas a apropiarte tú de una criatura que te has encontrado en la calle. Eso es un delito, si te pillan te meterán en la cárcel y a mí también, por cómplice. Y sólo me falta ir a la cárcel por tu culpa, sólo me falta eso.
– ¿Qué quieres, que lo llevemos al hospital, y lo manden a un orfanato al pobre, y pase meses o años de mano en mano y no tenga una madre? ¿Eso es lo que quieres, que no tenga una madre?
– Tú no estás bien de la cabeza para hacerte cargo de él, tú eres una loca.
– No es verdad, mira qué bien tengo a Lucas, mira cómo lo saqué adelante. Igual me lo encontré, muerto de frío y de hambre, despeluchado.
– ¡Pero Lucas es un gato, Milagros, no es un niño! Tú no te das cuenta de que no serías una buena madre, que bastante tienes contigo misma.
– ¿Y si me quedara embarazada, Rosario, entonces sí que sería una buena madre o entonces me convencerías para que abortara?
– No es lo mismo.
– ¡No es lo mismo! -decía gritando, como el niño al que está a punto de darle una rabieta, como el niño que está a punto de tirarse al suelo. A mí me daba miedo que en una de esas lo hiciera y cayera sobre la caja.
– Muy bien, hazlo, si es lo que quieres, quédate embarazada, serás madre, y yo te ayudaré, te lo juro, pero a ese niño lo vamos a llevar ahora mismo a urgencias, antes de que se nos muera por el camino.
– ¡No, no puedo, no puedo ser madre! ¡No lo entiendes, no puedo ser madre! Por eso le pedí al Cristo que se hiciera el milagro. Yo nunca podré ser madre. No tengo la regla.
– ¿No tienes la regla?
Milagros negó con la cabeza.
– ¿No has tenido nunca la regla?
– No, no, por eso le pedí el niño.
Nos quedamos paradas, la una frente a la otra, sentí que no conocía a la mujer que tenía delante, o mejor dicho, que estaba empezando a conocerla.
– Luego hablaremos de eso -le dije con la dulzura con la que se habla a los locos-, pero ahora vamos, Milagros, dejamos aquí todo, date prisa, voy a llamar a Sanchís a que vengan a buscarnos.