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No quiero que me cuentes lo que los demás piensan de mí a no ser que sea bueno, le dije una vez a Milagros, tú defiéndeme a mis espaldas, y ya está, con eso me doy por satisfecha. Ésa es para mí la máxima prueba de nuestra amistad, le dije, no que me vengas a amargar la vida contándome todas esas cosas horribles que los demás inventan.

De Milagros contaban chismes en mi presencia, vaya, de todo el mundo, no paraban ni paran, y yo, de verdad, hacía grandes esfuerzos por defenderla pero, sinceramente, muchas veces no podía porque me dejaban sin argumentos. Quiero decir que en algunas críticas, mal que pese, tenían razón. Esa forma tan impúdica en la que Milagros se paseaba de la ducha a los vestuarios completamente desnuda haciendo sonar las chanclas, plac, plac, plac, levantando las miradas de todo el mundo, porque la desnudez de Milagros era llamativa y no precisamente en el mejor sentido estético de la palabra. Milagros pasaba una vez y otra y otra, colocando su ropa, rascándose en los lugares menos apropiados, sentándose a tu lado, hurgándose un granito que le había salido en la ingle, hablando contigo con esa naturalidad irritante que tienen esos individuos que van a las playas nudistas, como si uno pudiera hablar de los precios de los libros de texto de los niños, o de la guerra de Irak o de una reivindicación laboral enseñando los huevos y teniendo delante a alguien que te está poniendo las tetas en las narices. No, eso no es así, le decía yo a Milagros, yo sé que tú no haces nada con mala intención, pero tienes que corregirte, tienes que crecer, porque a la gente le molesta.

También era muy comentada la afición de Milagros a llevarse cosas de la basura. Es verdad que en algún momento de tu profesión en el mundo de la limpieza te encuentras en la calle algo que merece la pena, porque vivimos en una sociedad en la que la gente no quiere cosas viejas y se tiran televisiones, ordenadores o sillas que para alguien relativamente manitas como es Morsa (Milagros no tenía razón, Morsa es lo que se llama un manitas, el problema con la niña de Sanchís -versión de Morsa- es que a la niña no se le ocurrió otra cosa que dejar el secador funcionando apoyado en el lavabo, y eso es algo que puedes disculpar en una niña de doce años pero cuando una tía de diecisiete años hace eso es que la tía es tonta del culo, en mi humilde opinión) es fácil, con un pequeño lavado de cara, con unos nuevos cables o un lijado y un barniz en el caso de las sillas, poner toda esa basura de nuevo en funcionamiento. Pero en el caso de Milagros su afición por los trastos viejos iba más allá de lo sensato y muchas veces la veías estudiando un objeto herrumbroso durante largo rato para luego guardárselo en un lado del carro. Algunas veces, con la excusa de que yo estaba decorando mi casa, se me presentaba en el piso con algún regalito, alguna taza, algún azucarero, y como sabía que yo soy una persona muy escrupulosa me venía con el cuento de que lo había comprado en los chinos. Yo se lo agradecía, pero según se iba lo tiraba, porque me parecía incoherente que habiéndome deshecho de todas las cosas viejas de mi madre, ahora me quedara con la basura de los desconocidos. Sería, de alguna manera, una deslealtad. Imagino que, a estas alturas, aquello que yo tiré de mi pobre madre, los platos con las florecillas descoloridas, el joyero del arlequín que ya no bailaba, la silleta de enea que ella colocaba al lado de la puerta del lavadero para ver mejor y hacer su croché, todo eso, estará en casa de algún progre podrido de dinero, que es el tipo de gente a la que le gustan las cosas viejas de la basura, por puro esnobismo, porque a la gente como yo, que nos ha costado tanto hacernos con una casa propia, nos gustan las cosas nuevas. Me pasó una cosa de libro, de verdad, a los dos meses después de que pasaran por casa los del Rastro para ver qué les interesaba de todo el mobiliario y los adornos de mi madre, pasé una mañana de domingo por la Ribera de Curtidores porque había quedado con Morsa en Los Caracoles, para asistir a ese número indescriptible que es ver a Morsa poner los labios en el agujerillo de la concha y absorber el gusanillo y el caldo. Hay muchas formas de comerse un caracol, y Morsa ha elegido la más escandalosa. Pero bueno, el caso es que yo bajaba la cuesta y de pronto mis ojos dieron con un pequeño objeto que me resultó muy familiar: era uno de esos juegos que se regalaban a los niños cuando hacían la Primera Comunión, un platillo con una taza, con los ribetes dorados y un paisaje pintado en la porcelana. Me paré y lo observé un momento. Es curioso que cuando ves las cosas fuera del entorno en que las has visto toda la vida no las reconoces del todo, igual que hay gente que sólo me ha conocido a mí vestida de barrendera y luego me ve por la calle vestida de paisano y no me saluda porque no sabe quién soy. La cosa es que una chica que miraba también en el puesto al ver que me quedaba mirando la taza me dijo, ¿la vas a querer? El Rastro es así, la gente se interesa por algo cuando ve que otro está a punto de llevárselo. Lo sé porque vivo al lado y lo tengo muy observado. No sé, le dije. Aunque no sé por qué le dije que no sabía, porque yo realmente no quería una taza igual a la que acababa de vender hace dos meses. ¿No sabes?, me dijo impaciente. La tía me sonaba muchísimo, me parecía una escritora que he visto varias veces en la televisión. Me dijo que aquella taza era igual que la que a ella le habían regalado por su comunión pero, ya sabes, me dijo, con la vida y los traslados, estas cosas a las que no dabas ningún valor se pierden y luego, cuando un día te las encuentras en un anticuario, te da una nostalgia que pagarías lo que fuera por ellas. Bueno, le dije después de escuchar toda esa explicación que me pareció excesiva y que me hizo pensar que tal vez esa gente que imaginamos que lleva una vida social fascinante está tan sola y tan aburrida como nosotros, llévatela, si quieres. El dueño de la tienda salió y la tía pagó como unos ciento sesenta euros por el jueguecito de desayuno. Antes de que se lo envolvieran le dije que si podía mirarlo un momento, ella me lo dejó y me dijo que claro, tenía una sonrisa de triunfo porque se llevaba a casa el botín de su pasado, de su infancia, y eso a los escritores se ve que les encanta, y yo tomé el platillo en mis manos con mucho cuidado, porque si lo rompía ahora suponía que tendría que pagar los ciento sesenta euros, y al levantar la tacilla vi aquello que me parecía increíble que iba a encontrar. Escrito con letras doradas y con una caligrafía principesca allí estaba mi nombre: Rosario Campos, en el día de su Primera Comunión, y la fecha. Me dio un vuelco el corazón. Pensé por un lado en lo rara que es la vida, tres meses antes me habían dado cinco euros por ese objeto que, por otra parte, yo había estado a punto de tirar, y ahora, al ver cómo esa mujer lo tomaba de mis manos y se lo daba cuidadosamente al vendedor para que éste lo envolviera sentía que ahí había alguien que había sido estafado, o ella, que era capaz de pagar un dineral por recuperar un objeto que le recordara su pasado, que tendría idealizado, como casi todos los escritores, o a lo mejor la estafada era yo, que no había sabido ver nada bueno en el mío, en mi propio pasado, y era capaz de desprenderme de cualquier recuerdo sentimental, como si los recuerdos estuvieran infectados de unos años de los que yo huía como de la peste.

Para Milagros los objetos tienen vida, le dan pena las cosas que encuentra tiradas, como si las cosas tuvieran sentimientos y pudieran sentirse desgraciadas por el desprecio humano. Yo la veía hurgar en la basura desde la otra acera, a veces intervenía, pero otras, ¿Qué?, me decía a mí misma, ¿no puedes dejar a la gente vivir en paz, con sus manías, con sus neurosis, es que no tienes tú las tuyas?, y procuraba que me resbalara y no intervenir, pero claro, cuando oía a las brujas hablar entre risas de las tonterías que Milagros dejaba en el patio (ya le había prohibido Sanchís que las pasara dentro del vestuario, por las infecciones) y que enseñaba sin pudor a cualquiera como si hubiera encontrado un tesoro, yo me tenía que callar, porque no me salían argumentos para defenderla.

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