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Estaba tan harta de aquella confesión de Teté tan impúdica que la miré a los ojos, aunque la fuerza de mi mirada no se debió apreciar porque el biombo nos tapaba la luz del triste tubo fluorescente del Mauri, y le pregunté sin rodeos si para ella el tamaño era tan importante. No me parecía coherente su discurso, la verdad. Es algo que he observado ya en muchas mujeres, tanto rollo con el sentimiento, con el amor, tanto diferenciarse de la típica insensibilidad masculina y luego caemos en lo mismo, en el tamaño. Fue preguntarle esto, «¿es que para ti, Teté, el tamaño es tan importante? Para ti, Teté, ¿el tamaño fue importante desde el principio, desde que él se bajó los pantalones por primera vez en el servicio?, ¿a ti el tamaño te impidió tener satisfacción sexual en esos diez meses que has estado con él o has estado fingiendo diez meses ya que sabías desde que le viste al completo aquel primer día que aquella polla nunca podría hacerte feliz por mucho que él pusiera todo su empeño en hacerte disfrutar?».

Sé que fui dura, pero también lo era ella con él, qué coño. Si una mujer habla así del tío con el que acaba de cortar, qué no hablará de los demás que le importamos una mierda. Teté se quedó pálida, sin habla. Pero de momento no se apreció el mal trago que se había llevado porque las demás se lanzaron como lobas a la sardina que yo acababa de lanzar al aire y de nuevo la conversación se desvió completamente. Con estas tías te desesperas, es imposible llevar una conversación lineal y ordenada, imposible, se interrumpen unas a otras, te cortan, no te dejan jamás acabar un argumento. Lo que quedó claro es que a todas les importaba el tamaño bastante, cosa que a Teté le alivió momentáneamente el rubor que le había subido a la cara y se recuperó un poco, a todas menos a Menchu, que dijo que el tamaño era lo de menos, y que a las mujeres nunca jamás les había importado semejante cosa pero que con el auge de la homosexualidad el tamaño había cobrado una importancia inconcebible. Menchu decía que había que tener en cuenta que los homosexuales, al fin y al cabo, son hombres, y que igual que los hombres se dejan seducir por el tamaño de unas tetas o de un culo, porque tienen unos deseos mucho más primarios, el homosexual desea un miembro cuanto más grande mejor, y dada la importancia que en las dos últimas décadas había adquirido la cultura gay habíamos asumido, también nosotras, los sueños y deseos de la naturaleza masculina, que es infinitamente más primaria, menos sofisticada que la nuestra, dijo Menchu, las mujeres somos más reflexivas, más inteligentes, no forma parte de nuestro carácter ese razonamiento tan simple de cuanto más grande mejor.

Se hizo un silencio bastante molesto, porque con la confidencia inesperada de Milagros todas inevitablemente pensamos que aquella charla no era más que una defensa solapada de los atributos del marido de Menchu. A Menchu le faltan unas asignaturas para acabar psicología y siempre le gusta adornar las conversaciones con teorías que ha leído aquí o allá. Podría ser la compañera de la que yo debería sentirme más cercana, porque de alguna forma, yo siempre he tenido un interés por la mente humana y por la espiritualidad, si no fuera porque Menchu tiene la manía de llevarlo todo a su terreno, nada de lo que dice es inocente: si su marido eyacula a los cuatro minutos es cojonudo eyacular a los cuatro minutos, si su marido la tiene pequeña? lo guay es tenerla pequeña, si sus hijos son unos bordes maleducados, hay que fastidiarse y aguantarlos porque los niños necesitan su margen de expresión aunque sea a costa de la felicidad del vecino. Todos sus razonamientos están envenenados, todas las teorías que encuentra en esas revistas que lee y que nos fotocopia, como Psico-Tropa, dedicada a la infancia, parecen servirle exclusivamente para darle la razón en todos los actos de su vida y para quitársela al resto de la humanidad. Se le ve el plumero, como a muchos psicólogos, que utilizan la psicología para ponerse un escudo defensivo y una espada para apuntar las taras ajenas. Por eso dejé la carrera, no sólo por pereza, que también, sino porque ya a mis compañeros de facultad les iba viendo el estilo, cada vez que te tenían envidia o rencor por algo echaban mano del argot psicológico para herirte más profundamente. Tal vez yo debiera haber hecho lo mismo y ahora no estaría como estoy, pero me falta la hipocresía necesaria.

Yo tampoco dije nada sobre el tamaño, me callé, en ese tipo de temas tan espinosos es mejor no entrar. Estas tías son muy venenosas y enseguida sacan conclusiones, y no quería darles la más mínima oportunidad de entrar en mi vida, porque en esos tiempos ya estaba en el ambiente que Morsa y yo de vez en cuando nos enrollábamos. No porque yo lo hubiera dicho. Luego me di cuenta de que había sido una torpeza decirle a Teté que no entendía que estuviera tan enganchada a él dado lo desastroso que según ella era Sanchís en la intimidad. Que si Sanchís tenía tantas pegas y ella las veía tan claras, de qué coño estábamos hablando, a ver, y le repetí, no una, sino varias veces, que me parecía supercutre ese tipo de tío que aprovecha el ratillo del trabajo para echar el polvo y que encima te promete cosas que no va a cumplir, separaciones y vidas futuras. A estas alturas, le dije a Teté, mientras tú estás aquí llorando y dándole vueltas al asunto, Sanchís está volviendo a su casa después del trabajo como si tal cosa, él se sentirá bien porque ya te ha dejado, se sentirá realizado porque ha tenido su locura aventurera, y se sentirá aliviado, más cercano incluso a su mujer que antes, más necesitado que nunca de volver al redil, y para celebrar esa tranquilidad que la historia contigo le ha quitado durante meses, le echará a su mujer un buen polvo, y su mujer, que aunque se habrá estado haciendo la tonta, de tonta no tiene un pelo, pensará que sea lo que fuera la causa de que Sanchís no la tocara en los últimos tiempos, esa causa se ha desvanecido y ella ha ganado la batalla, y se pondrá tan contenta que sin avisarle dejará de tomar medidas durante unos días y se quedará embarazada de nuevo.

Tengo que decir que yo misma me asusté cuando mis predicciones, sobrecogedoramente precisas, se cumplieron: la mujer de Sanchís está a punto ahora de dar a luz. No es la primera vez que tengo esa clarividencia. Hay quien podría decir que se trata de un don parapsicológico, pero yo soy muy racional como para creer en esas supercherías, lo que creo es que mis cinco sentidos trabajan continuamente en la observación de los demás y que eso me hace imaginar cómo se va a comportar la gente. Ya digo que fue una pena que no acabara la carrera.

Yo le dije todo aquello con algo de rabia por su falta de pudor pero también había una buena intención, la intención de que abriera los ojos y no sufriera; aparte de que me pone enferma esa sumisión femenina, esa sumisión que sólo se rompe cuando el tío te deja tirada. Pero resultó que ella, que había sido tan cruel juzgando a Sanchís, con la duración de sus polvos, con el tamaño de su polla, de pronto, se puso a defenderlo como si en ello le fuera la vida, me dijo que el sexo no era lo único que unía a las personas, que las personas no éramos animales, y que Sanchís tenía una serie de valores. ¡Valores! Y citó unos cuantos, la inteligencia, el sentido del humor, la ternura, todos esos valores que suelen destacar las actrices en las entrevistas para definir a su hombre ideal. Y dijo que para ella eran mucho más importantes que lo puramente físico, y luego me miró fijamente, tan fijamente como yo la había mirado a ella hacía tan sólo unos minutos, y me dijo que tal vez yo era una de esas mujeres que se conformaban con cualquier imbécil con tal de echar un polvo, y se hizo un silencio tan insoportable como el que se había producido cuando Menchu dijo que a ella el tamaño no le importaba y todas pensamos en su marido. Como yo me olí que aquello era una indirecta malvada y que con toda seguridad el nombre de Morsa estaba en ese momento en la cabeza de todas ellas que, silenciosas, morbosas, se habían callado a ver hasta dónde éramos capaces de llegar con ese tema apasionante, que se acababa de plantear por vez primera estando yo presente, saqué los diez euros que me correspondía pagar de la cuenta, los dejé encima de la mesa y dije que adiós muy buenas. Milagros me miró sin saber qué hacer, con la cara de sufrir que ponía cuando la humanidad se interponía entre ella y yo, sin saber si quedarse y empaparse con aquel chaparrón de cotilleos o seguirme, que es lo que hacía casi siempre. Yo por un lado prefería que se quedara, porque sabía que si me seguía alguna de aquellas cabronas volvería otra vez al ataque con la sospecha de nuestra homosexualidad. Porque una cosa no quitaba la otra. Para ellas lo de Morsa no era ningún impedimento, yo podía serlo todo, bollera y ninfómana, a pelo y a pluma. Si Milagros se quedaba serían todo lo discretas que pudieran serlo porque sabían que me lo acabaría contando todo, aunque yo no quisiera.

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