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Ni puto caso -dijo Milagros, y siguió a lo suyo, con fuerza, con brío. Yo de vez en cuando hincaba un poco la pala, pero no tengo energía para las cosas físicas, así que me fui quedando a un lado, viendo cómo lo hacía ella, igual que Morsa se quedó apoyado en la tapia.

Cuando acabó el hoyo, tomó en sus brazos el baulillo y lo metió. Se sacó un sobre del bolsillo, lo puso encima de la caja y lo cubrió de tierra.

A lo mejor tendríamos que haberlo hecho más profundo, Milagros, por seguridad -dije, utilizando ese plural absurdo que se emplea a veces cuando no has hecho nada. Me daba pavor que pasara cualquier perro por allí y pudiera desenterrarlo.

Que está bien así, está bien así -dijo ella-. Ahora lee lo que traías.

¡Morsa!, acércame la Biblia.

Morsa alzó los ojos al cielo como dando a entender el hartazgo que arrastraba desde que salió de Madrid y me acercó el libro. Yo lo abrí por una de las páginas que tengo dobladas, de las que leo cuando voy a ver a mi madre o de las que he leído alguna vez en la iglesia, por no escuchar al cura. En realidad no sabía si había abierto por la parte más adecuada pero esto fue lo que encontré, así, medio al azar:

Tenme piedad, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame.

Milagros empezó a sollozar, tal y como lo hacen las personas que están en los entierros.

Pues mi delito yo lo reconozco
mi pecado sin cesar está ante mí;
contra mí, contra ti solo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí.

Morsa se fue caminando hasta el límite del bancal, allí se quedó quieto, mirando el valle de árboles frutales. Él, el pesado, el irritante Morsa, el chulo que conducía sólo con una mano, se sentía esos días especialmente melancólico, tenía miedo de que la mujer de la que estaba enamorado ya no le quisiera, y que no hacer el amor con él todos esos días hubiera sido la forma de empezar a decirle que aquello se había terminado. Tenía miedo también de que ella no le hubiera querido nunca. Hace diez años hubiera pagado por estar solo, pero ahora, ¿de qué le servía? Tenía que ingeniárselas para no comer solo los domingos, montarse planes descabellados para tener compañía en las vacaciones del agosto, y siempre se veía forzado a salir, salir de casa, los sábados por la tarde, los viernes por la noche. Él, el simplón de Morsa, estaba respirando hondo, sintiendo lo que esa mujer a la que él consideraba infinitamente más inteligente y más sensible que él sería incapaz de sentir en todos los días de su vida. Estaba sintiendo con toda su violencia la belleza de lo que tenía delante de los ojos y la cantidad de olores maravillosos que le producían una tristeza que él nunca había sentido. O ahora o nunca, le iba a decir a Rosario, me iba a decir a mí, o empezamos en serio o ya no volveré a tu casa. No sabía qué palabras utilizaría ni si ella se iba a reír una vez más de él, pero ya no le importaba, tenía que apostar fuerte: no, Rosario, ya no te voy a echar un polvo cuando a ti te convenga, ni me voy a levantar una hora antes para que tú no te sientas comprometida, ¿pero qué te has creído? Tú ves al resto de la humanidad desde tu púlpito, tía, tú te crees que los demás estamos puestos ahí para actuar a tu antojo, pero yo ya no voy a seguirte el juego. Si te echo un polvo es porque voy a quedarme para siempre, y si no, me voy con otra, será por tías, hay miles de tías en el mundo que se irían con cualquiera, hasta conmigo por raro que te parezca.

Porque aparezca tu justicia cuando hablas
y tu victoria cuando juzgas.
Mira que en culpa ya nací.
Pecador me concibió mi madre.

Milagros, la madre, la madre del niño enterrado a ras de suelo. Milagros, la hija, la niña que descubrió un día a su madre muerta en el sillón, y ahí la dejó, aparentando que la vida seguía su rutina de siempre durante días, acostándose a la hora de costumbre, levantándose para ir a la escuela, jugando por la tarde con los chiquillos en la plaza. Esas dos criaturas, una muerta y la otra viva, la madre y la niña, haciendo el teatrillo de una vida normal.

Milagros no quería rezar en la tumba de su madre, no quería, los hijos de las suicidas nunca perdonan. Aunque tal vez no fuera suicidio sino una dosis más fuerte que las acostumbradas. Heroinómana de pueblo, también las hubo. El escenario de su adicción no eran los portales cutres del centro de la ciudad, ni las aceras, ni los bancos de los parques, sino los bancales de almendros y luego la propia casa, la casa paleta y oscura. Milagros hubiera necesitado a alguien que le hubiera explicado las razones, las incomprensibles razones que, para los que estamos aferrados a la vida como lapas, pueden tener aquellos que deciden quitársela, hubiera necesitado que alguien, ese ángel de la guarda que nunca tienen los niños desgraciados, le hubiera ido desenredando la gran confusión mental que le produjo esa pérdida que ya estaba cantada. Los niños quieren a sus madres, aunque estén locas, aunque sean drogadictas, aunque sean borrachas, pero ese amor incondicional que todo lo perdona se acaba, como cortado de raíz, si la madre se quita la vida.

Ahora ya no sé si Milagros tenía su final planeado cuando salimos de Madrid o incluso antes, cuando el niño se le murió al día de tenerlo en casa, o si fue algo que se le fue ocurriendo sobre la marcha. A veces repito obsesivamente todas sus frases y gestos de aquel viaje y tengo el pálpito de que en aquel momento en que yo entré en el coche cuando paramos a comer ella quiso decirme algo. O pedirme algo. Una palabra tuya bastará para sanarme, dice el Evangelio. Lo que más me cuesta sobrellevar es la incertidumbre, esa parte misteriosa de sus pensamientos que nunca fue dicha y que nunca se sabrá. Prefiero pensar que fue una idea repentina, lo prefiero así, porque si se trató de algo premeditado me parece que la culpa cae aún más sobre mis hombros. Prefiero pensar que era tal la belleza de aquella mañana fresca, luminosa, de brisa suave y acariciante, que era imposible no sentirse íntimamente purificado, como cuando uno vuelve sucio a casa y la ducha barre el sudor y te deja sólo el cansancio de los niños. Quiero pensar que Milagros sintió que no habría forma de encontrar una felicidad más intensa que aquélla en el futuro. Prefiero pensar que de pronto, esa mujer de ideas caprichosas, tuvo una revelación, la esperanza de que podía encontrarse con su madre y con su hijo en la vida eterna, la certeza de que tenía la oportunidad de desandar el camino que había hecho desde los ocho años y que la había convertido en niña monstrua, en niña perturbada y dejada de la mano de Dios.

Me voy a quedar en casa, me dijo cuando volvíamos a su casa con la idea de coger las bolsas y regresar a Madrid. Me quedo en casa, me dijo.

Pero cuántos días, le dije.

Aún no sé, ya te diré.

¿Y vas a estar bien aquí, tú sola, no va a ser demasiado triste?, le dije.

Uno quiere darle significado a las palabras, a las que fueron las últimas, quiere encontrar mensajes en los gestos. Ella se agachó para meter la cabeza por la ventanilla y darme otros dos besos. Fue el último gesto de cariño que tuvo hacia mí. «No estoy sola.» Me dijo eso pasándome la mano por la cara, como si por primera vez ella fuera la grande y yo la chica, ella la mujer independiente y yo la que suplicaba su compañía. «No estoy sola.» Puede que todo esté en el interior de esa frase o puede que no haya nada.

Quién nos iba a decir a nosotros, a Morsa y a mí, que a los tres días tendríamos que volver. Sonó el teléfono de madrugada, casi a las tres. Contestó Morsa. Fue una conversación muy rápida. Colgó y se me quedó mirando. Viajamos en el taxi del tío Cosme, con la mujer ecuatoriana a su lado, con nosotros detrás, como si fuéramos una familia formada por los extraños azares de la vida. El tío Cosme se sorbía los mocos de vez en cuando, al fin y al cabo, había sido como su hija. Y fue todo igual, la llegada a la casa diminuta, el pasillo de las hawaianas, el salón medio en penumbra, y la subida luminosa al cementerio. Esta vez íbamos más, unas veinte personas a las que besé sin enterarme muy bien de quiénes eran a pesar de los esfuerzos de Cosme por presentármelas. Esta vez iba un cura delante. El sepulturero no quiso encontrar su mirada con la mía. Sólo se acercó a Morsa para decirle al oído: que conste que yo no dije nada. El cuerpo de Milagros fue enterrado junto al de su madre. No sé si ése hubiera sido su deseo. Tal vez todos sus deseos estuvieran expresados en la carta que enterró con el niño, o tal vez sólo escribió una de esas frases cursis que vienen en las postales sobre la amistad y el amor que a ella le gustaban tanto. Pienso que a Milagros le hubiera dado una gran alegría verme allí entre todas aquellas mujeres en las que se apreciaba un parecido físico con ella, verme como una más de la familia. El cura leyó unas palabras de la Biblia, pero las leyó de esa manera soporífera que tienen de leerla, como si fuera el notario que te está leyendo un contrato de compraventa, sin pasión, sin espiritualidad. Qué distintas a las que yo había leído sólo tres días antes:

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