Eran virtuosismos del arte de la perfumería, pequeños y maravillosos divertimentos que nadie más que él podía apreciar o tan siquiera percibir. Él, sin embargo, estaba encantado con estas frívolas percepciones y no hubo en toda su vida, ni antes ni después, momentos de dicha tan inocente como en aquel período en que creó con ánimo juguetón naturalezas muertas, paisajes perfumados e imágenes de diversos objetos. Porque no tardó en pasar a los objetos vivos.
Empezó cazando moscas, larvas, ratas y gatos pequeños a los que ahogó en grasa caliente. Por la noche entraba a hurtadillas en los establos para envolver durante un par de horas vacas, cabras y cochinillos en paños impregnados de grasa o cubrirlos con vendajes empapados de aceite. O bien se introducía en algún aprisco para esquilar con disimulo un cordero, cuya odorífera lana lavaba después en alcohol.
Al principio, los resultados no fueron muy satisfactorios porque, a diferencia de los objetos inanimados como el pomo y la piedra, los animales no se dejaban arrebatar su aroma de buen grado. Los cerdos se quitaban los vendajes frotándose contra las estacas de la pocilga. Las ovejas balaban cuando se aproximaba a ellas de noche con el cuchillo. Las vacas agitaban las ubres hasta que desprendían de ellas los paños engrasados. Algunos escarabajos que capturó segregaron líquidos nauseabundos cuando intentó tratarlos y las ratas se meaban de miedo en las pomadas sumamente sensibles.
Los animales que quiso macerar no cedían su olor como las flores, sin queja o sólo con un suspiro inaudible, sino que se defendían de la muerte con desesperación, no se dejaban ahogar y pateaban, luchaban y sudaban con tal profusión, que la grasa caliente se estropeaba por exceso de acidez. Así no se podía trabajar bien, naturalmente. Los objetos debían ser reducidos a la inmovilidad y, además, tan de repente que no tuvieran tiempo de sentir miedo o de resistirse. Era preciso matarlos.
Primero lo probó con un cachorro de perro al que indujo a separarse de su madre ofreciéndole un pedazo de carne delante del matadero e incitándolo así a seguirle hasta el taller, donde, mientras el animal mordía con excitación la carne que él sostenía con la mano izquierda, le asestó en el cogote un golpe fuerte y seco con un leño. La muerte fue tan súbita que el cachorro aún conservaba la expresión de felicidad en el hocico y los ojos cuando Grenouille lo colocó en la sala del perfumado sobre una parrilla, entre las placas engrasadas, donde soltó todo su olor perruno sin que lo enturbiase el sudor del miedo.
Huelga decir que la vigilancia era esencial. Los cadáveres, como las flores arrancadas, se descomponían con rapidez. Grenouille hizo, pues, guardia junto a su víctima durante unas doce horas, hasta que notó los primeros efluvios del olor a cadáver, agradable, ciertamente, pero adulterador, emanado por el cuerpo del cachorro. Interrumpió el "enfleurage" en el acto, se deshizo del cadáver y puso la poca grasa conseguida y sutilmente perfumada dentro de una olla, donde la lavó con cuidado. Destiló el alcohol hasta que sólo quedó la cantidad para llenar un dedal y vertió este resto en una probeta minúscula. El perfume olía con claridad al aroma a sebo, húmedo y un poco fuerte del pelaje perruno; de hecho, sorprendía por su intensidad. Y cuando Grenouille lo dejó olfatear a la vieja perra del matadero, el animal estalló en un aullido de alegría y después gimoteó y no quería apartar el hocico de la probeta. Pero Grenouille la tapó bien, se la guardó y la llevó mucho tiempo encima como recuerdo de aquel día de triunfo en que había logrado por primera vez arrebatar el alma perfumada a un ser viviente.
Después, con mucha lentitud y la más extrema precaución, se fue acercando a las personas. Inició la caza desde una distancia prudencial con una red de malla gruesa, ya que su objetivo no era conseguir un gran botín, sino probar el principio de su método de caza.
Camuflado con su ligera fragancia de la discreción, se mezcló al atardecer con los clientes de la taberna Quatre Dauphins y distribuyó por los rincones más ocultos y pegó bajo los bancos y mesas minúsculos trozos de tela impregnados de sebo y aceite. Unos días después fue a recogerlos e hizo la prueba. Y realmente, además de oler a todos los vahos de cocina imaginables, a humo de tabaco y a vino, olían también un poco a ser humano. Pero el olor era muy vago y confuso; se parecía más a un caldo mixto que a un aroma personal.
Captó un aura masiva similar, aunque más limpia y con un olor a sudor menos desagradable, en la catedral, donde colgó sus pingos bajo los bancos el veinticuatro de diciembre y los recogió el veintiséis, después de exponerlos a los olores de los asistentes a siete misas; un terrible conglomerado de sudor de culo, sangre de menstruación, corvas húmedas y manos convulsas, mezclados con el aliento expedido por mil cantantes de coro y declamadores de avemarías y el vapor sofocante del incienso y de la mirra, había impregnado los trozos de tela; terrible en su concentración nebulosa, imprecisa y nauseabunda y, no obstante, inequívocamente humano.
Grenouille capturó el primer aroma individual en el Hospicio de la Charitè, donde logró robar, antes de que la quemaran, una sábana de la cama de un oficial del tesoro recién muerto de tisis, que lo había cubierto durante dos meses. La tela estaba tan empapada de la grasa del enfermo que había absorbido sus vapores como una pasta de "enfleurage" y pudo ser sometida directamente al lavado. El resultado fue fantasmal: bajo la nariz de Grenouille, y procedente de la solución de alcohol, el tesorero resucitó olfatoriamente de entre los muertos, y quedó suspendido en la habitación, desfigurado por el singular método de reproducción y los innumerables miasmas de su enfermedad, pero aun así reconocible como imagen olfativa individual: un hombre bajo de treinta años, rubio, de nariz gruesa, miembros cortos, pies planos y pálidos, sexo hinchado, temperamento bilioso y aliento desabrido; un hombre poco atractivo por su olor, aquel tesorero, indigno, como el cachorro, de ser conservado por más tiempo.
No obstante, Grenouille lo dejó flotar toda la noche como un espíritu perfumado en el interior de su cabaña y lo olfateó una y otra vez, feliz y hondamente satisfecho del poder que había conquistado sobre el aura de otra persona. Al día siguiente lo tiró.
Realizó una prueba más durante aquellos días de invierno. Pagó un franco a una mendiga muda que recorría la ciudad para que llevara todo un día sobre la piel un harapo preparado con diversas mezclas de grasa y aceite. El resultado reveló que lo más apropiado para la captura del olor humano era una combinación de grasa de riñones de cordero y sebo de cerdo y vaca, purificados varias veces, en una proporción de dos por cinco por tres, junto con pequeñas cantidades de aceite virgen.
Con esto, Grenouille se dio por satisfecho. Renunció a apoderarse por completo de una persona viva y tratarla perfumísticamente. Tal proceder comportaría siempre grandes riesgos y no aportaría ningún conocimiento nuevo. Sabía que ahora ya dominaba la técnica de arrebatar la fragancia a un ser humano y no era necesario demostrárselo de nuevo a sí mismo.
La fragancia humana en sí y de por sí le era indiferente. Se trataba de una fragancia que podía imitar bastante bien con sucedáneos. Lo que codiciaba era la fragancia de "ciertas" personas: aquellas, extremadamente raras, que inspiran amor. Tales eran sus víctimas.