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– Me preguntaba si podría consultarle una curiosidad.

– Cómo podría negarme.

– ¿Cómo se llamaba la madre de Eva?

– Frieda.

– ¿Y cómo era?

– Opuesta a su hija. La dulzura en persona.

– ¿Qué edad tenía Eva cuando murió?

– Diez años. ¿Trata de psicoanalizar a la víctima?

– No, por Dios -me sublevé-. Es sólo el prurito de completar la historia. Después de todo, eso es lo que queda, un puñado de historias, mejores o peores. Nada más. No creo que tome en serio la opinión de un guardia al respecto, pero a mi juicio, Freud tiene un defecto insubsanable: era demasiado promiscuo, epistemológicamente hablando.

Regina soltó una carcajada, que dicho sea de paso, era quizá lo que buscaba mi comentario.

– ¿Todos los guardias han leído a Freud, en este país?

– Algunos no. Eso es lo que nos diferencia de los argentinos.

– Ahora lo cojo. Es usted un sarcástico.

– No lo crea. Es un truco para disimular la timidez. También sirve para disimular la ignorancia y la mala conciencia, llegado el caso.

Durante el resto del trayecto, ya relajada después de su expansión, Regina Bolzano me dio muestras de que era una conversadora ágil e ingeniosa. A menudo uno toma a las personas por la forma en que las fuerzan a comportarse las circunstancias. Celebré no tener que guardar de aquella mujer sólo el recuerdo menesteroso de la sospechosa trémula o la mísera excarcelada. La dejé en la puerta de su bloque de apartamentos.

– Suerte, señora Bolzano.

– Igualmente, sargento. Su gentileza ha sido lo único que no me dolerá de todo esto.

– Sea indulgente consigo misma. Adiós. -Aguarde.

Regina se inclinó sobre su bolsa. La abrió, la revolvió y al cabo de unos segundos de búsqueda sacó un papel doblado en cuatro trozos. Me lo dio.

– No sé por qué lo escribí. Iba a tirarlo. Puede que le valga para completar la historia.

Lo cogí y me lo guardé. No lo leí hasta un par de horas más tarde, cuando volábamos hacia Madrid. Estaba escrito con una letra menuda y disciplinada, casi en toda la extensión de la cuartilla. El idioma era italiano, con alguna inserción en alemán. Es un texto barroco, que creo que es lo que conviene decir cuando algo cuesta captarlo a la primera y uno quiere suscitar la complicidad del auditorio. A pesar del esfuerzo y de la sangre de los antepasados que presuntamente corre por mis venas, ésta es la mejor traducción que he podido lograr:

Meine geliebte Eva:

Ahora que todo está perdido, siento de pronto que he conseguido la paz. La paz que me estuvo prohibida mientras tú todavía seguías entre nosotros, valiéndote de tu belleza infinita para humillarnos. No me retracto del homenaje que hasta el final, y hasta donde tu avaricia de ti me dejó, tributé a esa belleza. Lo hice con todo mi corazón y sé que era lo único justo. Yo también fui bella un día, antes de corromperme, y puedo afirmar como tú no pudiste que la belleza del cuerpo es, mientras dura, el signo con que los dioses enaltecen. fugazmente a los hombres. No es posible no querer a los dioses y no era posible no quererte, hasta el dolor, hasta la vergüenza, incluso hasta el crimen.

Es verdad que no ha sido mi mano la que ha acabado contigo y que no pensé que tu muerte pudiera liberarme cuando presté mi conformidad a quien me propuso tu sacrificio. Pero ahora que te has ido siento la fuerza del primer humano que se sacudió el yugo, no el que robó el fuego de los dioses, sino el que lo negó. Negada has sido con la fuerza bárbara de tu muerte, y sin haberlo ganado, ahora yo soy libre. Nunca habría podido predecir cómo sería. Der Zeit, ihre Freiheit. La libertad es que ya no pueda dolerme tu deslealtad, que ya no me rebaje tu asco, que ya no me restriegues con el esplendor de tu desnudez la podredumbre nostálgica de la mía. La libertad es estar sola con mi decadencia, tolerarla, hasta irle cogiendo un cauteloso aprecio.

En un día lejano, cuando te cruzaste en mi camino, concebí sobre nosotras esperanzas bondadosas y descabelladas. Había pasado mi vida representando ante mi vanidad el teatro de aceptar la cruel brevedad de las pasiones, profesándole al matrimonio y los demás consuelos al uso una altiva repugnancia. No prolongar el esfuerzo más allá de lo que alentaba el deseo había sido sencillo mientras conservaba alguna confianza en mi capacidad de provocar el deseo ajeno. Cuando te conocí, esa capacidad había desaparecido y tenía que reemplazarla con costosas elaboraciones de la experiencia. Era el momento del miedo y por tanto de la ingenuidad. Necesitaba amarrar la nave a un puerto, pero no había perdido la ambición. Qué mejor roca que la que asomaba en la abierta ensenada de tu isla magnífica. Y osé ofrecerte ese trato ridículo, como si estuviera regalando algo. Gracias a ti, Eva, enfrenté por primera vez en mi vida la verdad, cara a cara. La verdad que os hará esclavos.

Ahora tú eres polvo y yo soy quien te recuerda. Siempre hay algo trágico en el sino de los mejores. Uno debería alegrarse de ser mediocre, o mejor, vil. La vileza no despierta el recelo de los dioses ni llama a su venganza. He querido creer, en los instantes de culpa, que eras afortunada y que te habías sustraído para siempre de la bajeza de este mundo. Pero no es así. Ya no eres nada. Tu belleza se ha consumido en una tragedia vertiginosa y sórdida. Mi tragedia tiene la ventaja de la lentitud. No hay que hacer caso a todos los imbéciles que propugnan, como la más elevada piedad, la abreviación del padecimiento. Quiero padecer tan largamente como sea posible, y sólo suplico que de aquí en adelante la intensidad del padecimiento progrese sin demasiadas brusquedades, de manera que pueda habituarme y hacer a su medida mis ilusiones.

Aquí me despido, meine Liebe. Guardaré tus huellas, honraré tu desdicha y te consagraré mis plegarias. Mi plegaria. Sólo me atrevo a desear, después de apartar todo lo que a lo largo de los años ha estorbado mi discernimiento, que la misma paz que a mí ahora me conforta sea por siempre contigo.

Immer deine

Regina

Gracias a esta carta constaté que mis caritativos desvelos con la suiza habían sido innecesarios, y en realidad no me desagradó constatarlo. Doblé el papel, apoyé la cabeza en el asiento y sonreí. Me malicié que Chamorro se preguntaba por qué estaría sonriendo, pero rehusé introducirla en aquella tenebrosa jungla de equilibrios frágiles.

Después de todo, y principalmente después de comprobar que la mismísima Regina la había abandonado, tuve la debilidad de experimentar una póstuma compasión por Eva Heydrich. Sin condescendencia, con más afecto que piedad. Nadie es tan malvado que ninguna persona deba quererle. Viendo cómo todos desertaban, me entró un ansia conmovida de hacerle compañía. Siempre sucede igual, y cuesta admitir que sea irremediable. Tarde o temprano se secan las lágrimas, se da media vuelta y se piensa en lo que habrá que hacer de cena. Nadie da de cenar a los muertos.

Algunos meses después viajé a Viena, para otros asuntos. Sin embargo, no resistí la tentación de buscar a Klaus Heydrich en la guía de teléfonos. Encontré el teléfono de su domicilio particular y el del que ahora era su grupo de empresas. Incluso fui a la oficina y mantuve un accidentado coloquio con la recepcionista, una chica pálida de cabellos negros que me produjo turbadoras evocaciones. Luego he dado en deducir que el tipo de mujer no era insólito allí, y que quizá hundía su origen en los judíos de la ciudad. Hablando con ella, se enfrió mi resolución. A fin de cuentas, de qué podía servir nada de lo que Heydrich pudiera decirme o yo pudiera decirle a él. Eva estaba muerta y él tenía un negocio que atender, legítimamente adquirido de acuerdo con las leyes de una nación civilizada.

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