– No, nada. Hay algo que me bulle en la mollera desde anoche. Una tontería, seguro.
– Ya me extrañaría que lo fuera.
– Se me ocurre que si Lucas quería dejar el cadáver en la casa y estaba de acuerdo con Regina Bolzano, ¿por qué la mataron fuera? Y ya que lo hicieron, ¿por qué la metieron por la ventana, arriesgándose a que les vieran los vecinos, si podían entrar por la puerta?
– Puede que la mataran dentro. En realidad lo otro era una hipótesis. No lo podemos sostener con certeza.
– Pero tal y como lo dedujiste sonaba muy sólido. Y algo más: en el tambor del revólver no había balas ni estaban los casquillos de los proyectiles que dispararon. ¿Cómo es que se ocuparon de deshacerse de ellos de manera que no los hemos encontrado y no hicieron lo mismo con el arma? ¿Sabes qué es lo que creo?
– No.
– Quisieron que encontráramos el revólver. Con las huellas de Regina. Tú mismo lo insinuaste, cuando estuvimos en la casa.
– Eso bien pudo quererlo Lucas.
– ¿Y por qué no la acusa, entonces?
No le agradecí a Perelló su perspicacia. Era un consistente refuerzo para mis propias reticencias. Con resignación, resolví que era mejor recibirle por derecho, como él venía.
– ¿Temes que hayamos metido la pata, mi brigada?
Perelló meditó mientras me ofrecía, limpios y francos, aquellos ojos que casi nunca pestañeaban.
– Rezo por temer mal, sargento. No te lo merecerías.
Nos reunimos con los demás. Aquel ambiente de despedida y congratulación me supo amargo, aunque Perelló se guardó para sí sus sospechas y se entregó a agasajar a Chamorro, de la que el Cuerpo, según proclamó principalmente para escarnio de Barreiro, podía estar orgulloso. Cuando ya nos disponíamos a marcharnos, sonó el teléfono. Lo cogió Satrústegui y al cabo de unos segundos vino a buscarme. Era para mí. De la prisión provincial. Regina Bolzano había pedido hablar conmigo. El director de la prisión quería saber si me interesaba. Le dije que en media hora estaría allí.
– No te preocupes, Vila -me alentó Perelló, antes de que subiera al coche-Pase lo que pase, tendrán que reconocerte el mérito.
Tardamos poco más de la media hora en llegar al centro penitenciario. Me encontré con Regina en una habitación gris y limpia, aunque ligeramente maloliente. Con la indumentaria carcelaria, mezcla de vaquera y deportiva, su aspecto era lamentable. Había envejecido diez años. Quizá por eso, no quiso que pasara Chamorro.
Yo estaba impaciente y fui directo al grano:
– ¿Por qué ha pedido verme?
Regina me escrutó con sus cansados ojos azules. Aunque ahora ostentaban la pátina del tiempo, habían debido ser bastante atractivos.
– Quiero confesar algunas cosas que le oculté el otro día.
– ¿Por qué ahora?
– Esto empieza a tener mala pinta.
– ¿Y por qué no ha pedido ver a la juez? Ahora está en sus manos, no en las mías.
– Usted es mi única esperanza -me imploró.
– ¿Y qué es eso que quiere contarme ahora?
– En primer lugar, que conozco a Lucas Valdivia y a Klaus Heydrich.
– Ya lo sé. A Lucas lo tenemos y a Klaus lo tendremos pronto. En parte ya lo sabía cuando se lo pregunté y me mintió.
– A los Heydrich los conozco desde hace muchos años. ¿No se ha fijado en el lugar de nacimiento de Eva?
– Zürich -recordé.
– Allí ejercí mi profesión. Era amiga de su madre. Yo la ayudé a nacer.
– Y a morir. Una simetría un poco macabra.
– Precisamente creo que fue por eso que sucedió hace veinticinco años por lo que al final no pude apretar el gatillo.
– ¿Usted? ¿No había pagado a Lucas para que lo hiciera?
– Ésa era la idea, antes de que todo se desbaratara. En eso había quedado con Klaus.
– ¿Klaus conocía a Lucas?
– A Lucas no. Sí al hombre que nos lo consiguió. En realidad el trato lo ajustamos con ese hombre y él se encargó de buscar a Lucas.
– ¿Y qué tenían o tienen a medias usted y Heydrich?
– No sólo fui amiga de la madre de Eva. Durante algún tiempo, traicioné esa amistad manteniendo otro tipo de relación con Klaus. Hace años de eso, pero cuando él vino a verme, hará ocho o diez meses, todavía nos quedaba el haber sido cómplices. Es un lazo que nunca se borra del todo. Eva y él se habían declarado una especie de guerra desde que ella había llegado a la mayoría de edad. Ella se complacía en estorbarle, y le era fácil estorbarle siendo la propietaria de todos sus negocios. Klaus no me enseñó sus intenciones en seguida. Me pidió que me acercara a su hija como antigua amiga de su madre y que la tutelara mientras estaba en Milán, donde yo vivía desde que me retiré y ella andaba jugando a diseñar ropa. También me pidió que les ayudara a reconciliarse. Entré en contacto con ella y se vino a vivir a mi casa. La muchacha me deslumbró completamente. Al principio, por respeto a la memoria de su madre, me empeñé en ocultar mis sentimientos. A medida que los días avanzaban, la atracción fue haciéndose demasiado poderosa para controlarla. Ella se dio cuenta y tomó la iniciativa. A medias por piedad y a medias por el placer de verme rendida a su antojo. Tuvo éxito. En pocas semanas estaba a merced de ella.
– ¿Klaus sabía de su afición a las jovencitas?
– Sabía que cada tanto me venía a Mallorca con una. El resto lo adivinó, como cualquiera.
– ¿Y cómo vino lo de matarla?
– Klaus esperó a que Eva me abandonase. Se fió de mi debilidad y de la dureza de ella, y acertó. Cuando me abordó con su propuesta supo estimular a la vez mi rencor y mi codicia. Yo estaba bastante confusa. En realidad, estuve confusa hasta que le apunté a Eva con el revólver y la niebla de mi cerebro se aclaró. A Klaus le parecía que esta isla era el lugar ideal, y el verano el momento justo. Con mucha gente alrededor, lejos de Milán y de Viena. Vinimos a hacer los preparativos y luego invité a Eva a pasar quince días conmigo. Klaus había previsto que aceptaría, por el simple gusto de torturarme, y ella aceptó, aunque no fijó fecha. Unos amigos suyos venían en barco y se unió a la expedición. Vino a verme en seguida, para hacerse de rogar. Pero la isla le agradó y cuando sus amigos volvieron a Italia se alojó en mi casa. Desde el primer día me humilló. Entonces puse a Lucas tras ella.
– ¿Y después?
– Lucas resultó ser un blando. Se acercó a Eva para ganarse su confianza y ejecutar más cómodamente el golpe. Pero ella le lió como a un colegial. Una noche apareció con el rabo entre las piernas por la casa y me devolvió el revólver y el dinero. Le insulté, pero no sirvió de nada.
Regina se interrumpió. Con un gesto nervioso, se arregló el pelo sobre las sienes. No mejoró perceptiblemente su apariencia.
– Me cegó la rabia -continuó-. Durante dos días la seguí a todas partes. Al principio había consentido en salir conmigo por el puerto deportivo, pero en cuanto había hecho sus propias amistades se había desentendido de mí y casi me había prohibido inmiscuirme. Una noche fui a Abracadabra y me acerqué a ella cuando estaba con esa chica, Andrea. Me la presentó y estuvieron riéndose las dos de mí hasta que decidí irme a casa.
– Andrea niega haber cruzado una sola palabra con usted -observé.
– Ella sabrá por qué lo niega. Ahora mi situación es muy difícil, sargento. Lo que le cuento es la pura verdad, palabra por palabra. Ya no puedo esperar que la mentira me salve. La noche siguiente fui a buscar a Eva con el revólver en el bolso. Lucas me había fallado. Podía y a lo mejor habría debido abandonar el plan de eliminarla. Klaus no estaba allí. Cuando le había contado la huida de Lucas, había dicho que necesitaba tiempo para pensar. Pero me sentía empujada y acorralada a la vez por algo que era más fuerte que yo. En el club me dijeron que Eva estaba en la playa. Fui allí y la encontré con dos personas desconocidas. Poco después me golpearon por la espalda y quedé sin sentido, como le dije. Lo que no le dije fue lo que yo hacía cuando me golpearon: estaba apuntando a Eva con el revólver, tratando en vano de reunir el valor necesario para disparar.