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Al día siguiente podríamos examinar la casa. Me interesaba conocer la disposición de las distintas habitaciones, desde la que presumiblemente había sido escenario de los disparos hasta el salón en que Eva había aparecido colgada. Acababa de ocurrírseme que no era del todo desaconsejable tratar de averiguar si cabía alguna posibilidad de que el crimen no hubiera ocurrido donde todos creíamos, esto es, si el viaje de la muerta no habría sido un poco más largo.

En ésas andaba cuando Chamorro vino de cambiarse y me asombró. En algún momento de ocio o frivolidad la había imaginado con un bañador azul marino de escote recto, o quizá sea más apropiado decir sin escote, de esos que llevan las mujeres en las imágenes de los años treinta, salvando acaso las perneras, que se han convertido en un detalle de moda y por tanto de presunción. Pero ahora la tenía ante mí con un biquini muy escueto de tirantes casi invisibles y con unos tejanos cortados a la altura de la ingle.

– Estoy lista -dijo, como si nada.

Estaba algo blanca, pero tenía un tipo espléndido y se le notaba el ejercicio. Aunque seguramente la ostentación de suaves formas musculares por las mujeres es una corrupción lamentable de los patrones estéticos clásicos, uno está ya tan hecho a que le bombardeen con ese ideal en los anuncios de yogur y otras sustancias saludables, que le resulta difícil reprimir una involuntaria admiración cuando se encuentra ante una realización tan ejemplar como la que la guardia segunda Chamorro suponía. En todos los meses que hacía que la conocía, ni remotamente habría podido sospechar que bajo el uniforme o el atuendo civil de Chamorro se escondía un amago casi completo de top model, o sea, un arcángel de la modernidad.

– ¿Ocurre algo?

Entonces reparé en que llevaba diez o quince segundos mirándola sin decir nada. Esto en sí no es que me pareciera indigno. Tan desviado es valorar a una inferior por la firmeza de sus nalgas como obligarse a ignorar que algunas nalgas son mejores que otras. El caso es que Chamorro podía sentirse incómoda y que yo no había ido allí para infringir mi primera regla soñando con los placeres que mi subordinada era susceptible de provocar.

– Nada, estaba distraído.

– ¿Te parece mal, la ropa? Tuve que hacer la maleta deprisa. Cogí lo primero que había.

– Está bien, Chamorro. Cómo diría, audaz.

Chamorro bajó la cabeza.

– En serio, mujer -insistí-. Y perdona.

– ¿Por qué?

– Por la distracción. ¿Te parece que yo doy aspecto de turista?

Chamorro no apresuró su juicio.

– El bañador es de los que se llevaban hace cinco o seis años -se franqueó al fin.

– ¿Tanto? -dudé.

– Por lo menos. El color no está mal. Un poco llamativo.

El calificativo era piadoso para con mi bañador fucsia, estampado. Me llegaba hasta las rodillas y su larga o excesiva utilización tenía mucho que ver con el hecho de que ningún otro cedía como él a la lenta, aún moderada, pero ya inexorable expansión de mi abdomen. Una de las miserias que uno no prevé adecuadamente cuando tiene veinte años y piensa que siempre va a seguir impune.

La playa ofrecía espacio suficiente para que se solazaran unas ciento cincuenta o doscientas personas. Si se tiene en cuenta que el concesionario del chiringuito, que según supimos pronto era también el de las tumbonas y el de los velomares, ocupaba con sus tres industrias unas tres cuartas partes del terreno disponible, y se considera que en la playa había no menos de trescientas personas, se obtendrá una idea aproximada del grado de hacinamiento en que se amontonaban los bañistas, sobre todo los que rehusaban o se resistían a satisfacer el astronómico alquiler de una tumbona. Otro día podíamos detraer de los fondos que se nos habían asignado la correspondiente suma para pulsar aquel ambiente de privilegiados y en su mayoría extranjeros. Aquella primera mañana, nos mezclamos con los que yacían sobre la arena sin otra mediación que la esterilla, a duras penas encajada en el puzzle de esterillas en que se convertía la franja de playa residual.

Chamorro fue a bañarse casi inmediatamente, siguiendo mis instrucciones. Cuando se quitó el pantaloncito me obligué a una dura disciplina cerebral para permanecer indiferente, y lo conseguí, aunque capté alguna fisura en mi impasibilidad cuando la vi encaminarse hacia el agua, obligada a ondular las caderas por razones de fuerza mayor, la de la arena que se hundía bajo sus pasos. Ya lo iría encajando, aunque fuera verano y mi lado animal estuviera menos controlado que de costumbre. Siempre he creído que un policía puede y en parte debe sentirse seducido por una criminal, si en el último momento se las arregla para insultarla como Sam Spade a Brigid O'Shaughnessy al final de El halcón maltés, a ser posible con la misma cara que Humphrey Bogart. Pero sentirse seducido por una compañera, dejando aparte otras infracciones, constituye una dispersión mental incalculablemente perniciosa. El torero sólo debe pensar en el toro, y no dejar de hacerlo ni una décima de segundo, porque en esa décima aguarda agazapado el error, o sea, el cuerno.

Cinco minutos más tarde Chamorro ya había trabado una conversación en el agua, con otra chica de su edad, y yo recordé que me pagaban por hacer algo más que ponerme moreno.

La fortuna o mi indolencia quiso que al poco tiempo de explorar otras alternativas más laboriosas, de un grupo contiguo a mi posición me llegaran, más o menos, estas palabras:

– Te digo que era ella. Venía la foto en el periódico y es clavada. Y la descripción que dan de la señora mayor lo mismo.

Era una voz femenina. Volví la cabeza y vi a un par de chicos y un par de chicas de veintipocos años. La que hablaba era una delgadita de ojos verdes y se apoyaba con una nerviosa agitación de manos. Uno de los chicos, que lucía una repugnante barba de desidia veraniega, asentía, y el otro parecía escéptico. La otra chica, una morena taciturna, se mantenía neutral.

– No las vimos bien, estaban lejos -objetó el escéptico.

– No todos somos miopes -precisó el de la barba.

– Vale, cabrón, apúntate una.

El que se negaba a admitir la coincidencia con la fotografía del periódico era, en efecto, ostensiblemente corto de vista. Más en la playa, donde no llevaba gafas ni podía disimularlo con lentillas.

– ¿No hablaréis de la chica que mataron hace unos días? -me entrometí. Los cuatro quedaron en silencio y añadí-: Llevo un par de días aquí y todos hablan de lo mismo. ¿La conocíais?

– Paula cree que sí -se desentendió el escéptico.

– Y yo -intervino el de la barba-. Venían a esta playa. La chica y la que dicen que la mató.

– La señora con la que vivía -apostilló la de los ojos verdes, Paula.

Ya sabía quiénes iban a darme la información, o eso creí, así que me desentendí de la morena y del miope. Dirigiéndome a los otros, inquirí con el interés más mezquino que pude representar:

– Oye, ¿y es verdad que las dos estaban…?

– Fijo -aseguró el de la barba-. Estábamos diciendo que vimos aquí una pelea de enamoradas.

– ¿Ah, sí?

– Estaba bastante claro -opinó Paula.

– Os lo guisáis y os lo coméis -terció el escéptico, sin énfasis-. Podía ser cualquier cosa.

– A ver qué opinas tú -me propuso el de la barba-. Durante una hora estuvieron las dos hablando en sus hamacas, debajo de la sombrilla. A decir verdad la que hablaba era la vieja. La otra hojeaba una revista y tenía una cara de fastidio impresionante. Parecía una francesa de ésas de la Costa Azul, con todo el pelo recogido arriba y unas gafas de sol enormes. Era como una princesa, no miraba a nadie.

– No como tú, mirando lo que no era asunto tuyo -abrió la boca por primera vez la morena.

– Yo y toda la playa -aceptó el de la barba-. Era una tía de las de película, con un par de…

– Ya se lo imagina -volvió a interrumpirle la morena.

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