– Ya le salvé una vez.
El primer maquinista se sacó la chaqueta con movimientos cuidadosos y procedió a palpar el gancho de latón atornillado en el poste de madera. A tal efecto se colocó delante mismo de la bitácora, ocultando completamente la rosa de los vientos al timonel de guardia.
– ¡Tuan! -musitó suavemente al cabo el nativo, para indicar al blanco que no podía ver para guiar el timón.
Mr. Massy había conseguido su propósito. La chaqueta colgaba del clavo, a quince centímetros de la bitácora. Y en cuanto se hubo apartado, el timonel, un malayo de Sumatra de media edad, con viruela, tan obscuro casi como un negro, percibió asombrado que en tan breve espacio, con mar en calma, sin el menor viento, el barco se había apartado tanto del rumbo. Nunca en la vida había visto que se escapase así. Con un leve gruñido de asombro giró rápidamente el timón para poner proa al norte, como debía ser. El chirrido de las cadenas del timón, los murmullos enfurruñados del serang, provocaron cierto revuelo, que atrajo la atención del ansioso capitán Whalley.
– Lleva más cuidado -dijo.
Y en el puente todo volvió a la habitual calma. Mr. Massy había desaparecido.
Pero el hierro de los bolsillos de la chaqueta había cumplido su misión; y el Sofala, rumbo al norte según una brújula falseada por tan simple ardid, ya no se dirigía por camino seguro a la bahía de Pangu.
El silbido del agua al hender la proa, el palpitar de las máquinas, todos los sonidos de su vida fiel y laboriosa, seguían ininterrumpidos en la gran calma del mar que por todos lados se fundía con la inmóvil capa de nubes que cubría el firmamento. Una quietud agradable tan vasta como el mundo parecía aguardar su paso, envolviéndolo cariñosamente en una caricia suprema. Mr. Massy pensaba que no podía haber noche mejor que aquella para un naufragio provocado.
Encallar a seco en uno de los escollos del Este de Pangu… aguardar al amanecer… agujero en el fondo… sacar los botes… y la misma tarde estarían en Pangu. Algo así. En cuanto chocase él se precipitaría al puente, cogería la chaqueta (a obscuras nadie se daría cuenta), y vaciaría los bolsillos por la borda, o bien la soltaría al mar. Era un pequeño detalle. ¿Quién podría imaginar? La chaqueta había colgado de aquel gancho cientos de veces. Sin embargo, mientras aguardaba sentado en el peldaño inferior de la escalera del puente las rodillas entrechocaban temblorosas. Lo peor era la espera. A veces empezaba a jadear rápidamente, como si estuviese corriendo, y luego respiraba profundamente, hinchándose, con un sentimiento íntimo de dominio del destino. De cuando en cuando oía los desnudos pies del serang que se arrastraban por allá arriba; voces tranquilas y bajas intercambiaban unas pocas palabras y caían casi enseguida en el silencio.
– Serang, avísame en cuanto avistes tierra.
– Sí, Tuan. Todavía no.
– No, todavía no -asentía el capitán Whalley.
El barco había sido el mejor amigo de su decadencia. Todo el dinero que había conseguido en y gracias al Sofala se lo había mandado a la hija. Su pensamiento se detuvo al mentar a ésta. Cuántas veces habían hablado la mujer y él inclinados sobre su cuna en el gran camarote de popa del Cóndor; crecería, se casaría, les querría, vivirían cerca de ella contemplando su felicidad… así siempre. Y bien, la esposa había muerto, a la hija le había dado todo lo que tenía; esperaba poder ir donde ella algún día, verla, ver una vez más su cara, vivir con el sonido de su voz, que podía hacer soportable la negrura de la tumba viviente que le aguardaba. Llevaba demasiado tiempo privado de cariño. Imaginaba la ternura de la hija.
El serang había estado escudriñando a proa, y de cuando en cuando echaba una mirada a la butaca. Iba inquieto de un lado para otro y, de repente, estalló, al lado mismo del capitán.
– Tuan, ¿ve usted tierra por alguna parte?
Aquella voz alarmada puso en pie inmediatamente al capitán. ¡El! ¡Ver! Ante aquella pregunta, la maldición de su ceguera pareció aplastarle con fuerza redoblada.
– ¿Qué hora es? -gritó.
– Las tres y media, Tuan.
– Estamos cerca. Tenemos que ver tierra. Mira, te digo. Mira.
Mr. Massy, despertado por el repentino ruido de voces cuando dormitaba en el peldaño inferior, se preguntó qué hacía allí. ¡Ah! Sintió un desmayo. Una cosa es sembrar la semilla de un accidente y otra muy distinta ver que el fruto monstruoso pende sobre la cabeza de uno a punto de caer por el temblor de una voz agitada.
– No hay peligro -musitó con energía para sí.
El horror de la incertidumbre se había apoderado del capitán Whalley. La miserable desconfianza en los hombres, en las cosas… en la tierra misma. Había dirigido aquella ruta treinta y seis veces con el mismo rumbo. Si de algo estaba seguro en el mundo era de la absoluta e infalible corrección del rumbo. Entonces, ¿qué había sucedido? ¿Mentía el serang? ¿Y por qué mentía? ¿Por qué? ¿Se estaría volviendo ciego también?
– ¿Hay niebla? Mira por abajo, encima mismo del agua. Muy abajo, te digo.
– Tuan, no hay nada de niebla. Observe usted mismo.
El capitán Whalley reprimió con un esfuerzo el temblor de las piernas. ¿Debería parar las máquinas inmediatamente y rendirse? El sabor de la indecisión hacía bailar en su mente todas las nociones firmes. Se había producido lo inusual, y no estaba en condiciones de afrontarlo. En aquel instante de inexpresable angustia vio el rostro de ella -la cara de una niña- con una tremenda fuerza de sugestión. No, no tenía que rendirse después de haber llegado tan lejos por mor de ella.
– ¿Has mantenido el rumbo? Dime la verdad.
– Sí, Tuan. Estamos en la ruta. Mire.
El capitán Whalley se dirigió a la bitácora, que para él constituía un débil punto de luz en medio de una infinita sombra amorfa. Antes, agachándose para mirar muy de cerca, era capaz…
Como tenía que agacharse tanto sacó instintivamente el brazo para donde sabía se encontraba un poste y asirse a el. La mano dio con algo que no era madera, sino ropa. Al aumentar el peso con el leve empujón, el garfio se rompió y la chaqueta de Mr. Massy cayó a cubierta con sordo ruido, acompañado por unos repiqueteos.
– ¿Qué es esto?
El capitán Whalley se arrodilló extendiendo las manos abiertas en un gesto de ceguera ostensible. Aquellas manos temblaban buscando la verdad. La vio. Hierro cerca de la bitácora. Curso errado. ¡Hundirlo! Su barco. ¡Ah, no! Eso no.
– ¡Corre a pararlo! -rugió con una voz que no era la suya.
El mismo corrió… con las manos por delante, como un ciego, y mientras el clamor del gong resonaba en todo el barco, éste pareció erguirse para embestir el flanco de una montaña.
Había marea baja en toda la parte norte del estrecho. Mr. Massy no había prestado atención a esto. En lugar de embarrancar medio casco, el Sofala chocó con el filo agudo de un acantilado que hubiera quedado cubierto por la marea alta. Con esto, el choque fue absolutamente terrible. Derribó a todos los que estaban en pie en el buque; las jarcias rotas azotaban hasta los motones. Todas las luces se apagaron. Varios tirantes saltaron y daban contra la chimenea; se oían choques, cables que estallaban, ruidos de astillado y de grandes quiebras; el farol del mástil saltó de las argollas volando, y todas las puertas de cubierta echaron a abrirse y cerrarse con estruendo. Luego, el barco, reboteado, volvió a chocar en el mismo lugar como un ariete. Con esto se consumó la ruina: la chimenea, soltados todos dos tirantes, se derrumbó con un estrépito vacío de trueno, haciendo añicos la rueda del timón, aplastando el armazón de los toldos, rompiendo los compartimentos estancos, llenando el puente de una masa de maderamen roto. El capitán Whalley se puso en pie, con los escombros hasta la rodilla, zarandeado, sangrando, consciente del peligro de que había escapado sobre todo por el sonido, y sosteniendo en el brazo la chaqueta de Mr. Massy.