– Usted se imagina que me tiene atado de pies y manos con ese acuerdo. Se ha creído que puede torturarme a su antojo. ¡Ah! Pero recuerde que todavía tiene que cubrir seis semanas. Tiempo suficiente para que yo le despida antes de los tres años. Todavía hará usted algo que me dé ocasión de despedirle y hacerle aguardar doce meses para recuperar el dinero, antes de que se despida y se lleve las quinientas dejándome sin un solo penique para conseguir unas calderas nuevas para el barco. Disfruta usted sólo de pensarlo, ¿no? Está usted frotándose las manos. Es como si hubiese vendido el alma por quinientas libras para verme al cabo condenado eternamente…
Se detuvo, sin aparente exasperación, y continuó sin gritar.
– … con las calderas desbastadas y amenazado por la inspección, capitán Whalley… Capitán Whalley, me pregunto qué va a hacer con su dinero. Tiene que tener dinero a espuertas en alguna parte. Un hombre como usted tiene que estar forrado. Es elemental. No soy tonto, sabe, capitán Whalley…, socio.
Se detuvo de repente, como definitivamente. Se pasó la lengua por los labios, dirigiendo una mirada al serang que tenía a la espalda dirigiendo el barco con tranquilos susurros y leves señales con la mano.
La estela de la hélice producía rápidas ondas de negro barro coronadas por cresta de espuma. El Sofala había entrado en el río; la huella que había dejado encima del bajío quedaba ya a una milla por la popa, fuera de vista, y había desaparecido completamente; y el mar suave y vacío que bordeaba la costa había quedado atrás en la desolación resplandeciente de los rayos del sol. A ambos lados del barco, abajo, crecían sombríos mangles retorcidos sobre orillas semilíquidas; y Massy seguía en su viejo tono, con un arranque brusco, como si le hiciesen soltar las peroratas lo mismo que a una caja de música, dándole cuerda.
– Y si alguien consiguió de mí todo lo posible, es usted. No me importa decirlo. Ahí tiene, ya lo dije. ¿Qué más quiere usted? ¿No es esto bastante para su orgullo, capitán Whalley? Me dominó usted desde el principio. Cuando vuelvo la mirada atrás, veo que es todo de una pieza. Usted me permitió insertar aquella cláusula sobre la intemperancia sin decir palabra, sólo poniendo mala cara cuando yo señalé que esto debía constar blanco sobre negro. ¿Cómo podía yo saber cuáles eran sus fallos? Normalmente, todo el mundo tiene alguna debilidad. ¡Oh sorpresa! Cuando usted viene a bordo resulta que lleva años 5 años acostumbrado a no beber más que agua.
Cesaron sus chillidos dogmáticos y regañones. Meditaba profundamente, a la manera de los hombres arteros y sin inteligencia. Parecía inconcebible que el capitán Whalley no se riese de la expresión de disgusto que embargaba a aquella figura pesada y amarillenta. Pero el capitán Whalley no levantaba la mirada, permanecía sentado en la butaca, ultrajado, digno, inmóvil.
– De mucho me sirvió -rebufaba Massy monótonamente-, insertar una cláusula de despido por intemperancia contra un hombre que sólo bebe agua. Y usted parecía tan contrariado cuando leyó mi borrador aquella mañana en el bufete del abogado. Capitán Whalley… parecía usted tan apesadumbrado que quedé convencido de que había dado con su punto flaco. Un armador no toma nunca bastantes precauciones en lo que se refiere al patrón que contrata. Usted debía de reírse por dentro todo el tiempo… ¿eh? ¿Qué va usted a decir?
El capitán Whalley se había limitado a mover levemente los pies. La mirada sesgada de Massy mostró una sorda animosidad.
– Pero recuerde que hay otros tres motivos de despido. La negligencia habitual, que equivale a incompetencia, y una grave y persistente negligencia del deber. No soy tan tonto como usted. Últimamente ha prestado poco cuidado… lo deja todo en manos de ese serang. ¡Vaya! He visto que deja que ese viejo malayo loco dé las órdenes por usted, como si usted fuese demasiado importante para atender a su trabajo personalmente. ¿Y
cómo calificaría usted la estúpida forma de rozar el bajío ahora mismo? Usted piensa que yo voy a tolerar esto sin tomar medidas
Apoyando el codo en la escalerilla de la parte de popa del puente, Sterne, el segundo, intentaba captar la conversación, guiñando el ojo todo el tiempo de lejos al segundo maquinista, que había subido un momento, y estaba en la escotilla de la sala de máquinas. Limpiándose las manos con un puñado de borra de algodón, miraba en torno con indiferencia a izquierda y derecha, a las orillas del río que se deslizaban velozmente hacia la popa del Sofala.
Massy se volvió de cara a la butaca. El tono de sus gritos se hizo otra vez amenazador.
– Lleve cuidado. Todavía puedo despedirle y congelarle el dinero durante un año. Puedo…
Pero ante la inmovilidad silenciosa y rígida del hombre cuyo dinero había llegado por los pelos a tiempo de salvarle de la ruina total, se le ahogó la voz en la garganta.
– No es que yo quiera que usted se vaya -arrancó de nuevo tras un silencio, con un tono absolutamente Insinuante-. Lo que yo querría por encima de todo es que fuésemos amigos y renovásemos el acuerdo, si usted consiente en encontrar otras doscientas libras para contribuir al gasto de las calderas nuevas, capitán Whalley. Ya se lo dije anteriormente. El barco necesita unas calderas nuevas: usted lo sabe tan bien como yo. ¿Ha reflexionado sobre esto?
Aguardó. El delgado tallo de la pipa de saliente cazoleta le coleaba de los gruesos labios. Se había apagado. De repente, se la sacó de los dientes y retorció levemente las manos.
– ¿No me cree usted? Metió la cazoleta de la pipa en el bolsillo de la chaqueta negra brillante por el desgaste.
– ¡Es como tratar con el diablo! -dijo-. ¿Por qué no habla usted? AI principio me trataba usted con tal altivez que apenas me atrevía a arrastrarme por mi propio barco. Ahora no consigo arrancarle una palabra. Como si no me viese. ¿Qué significa esto? A fe que me aterroriza con ese truco de hacerse el sordomudo. ¿Qué pensamientos cruzan por esa cabeza suya? ¿Qué conspira ahí con tanto empeño que no puede decir una palabra? Nunca me hará creer que usted, usted, no sabe de dónde sacar un par de cientos. Me ha hecho usted maldecir el día que nací…
– Mr. Massy -dijo el capitán Whalley de repente, sin moverse.
El maquinista saltó violentamente.
– Si es así, sólo puedo pedirle que me perdone.
– Estribor -musitó el serang al timonel; y el Sofala empezó a girar para enfilar el segundo tramo.
– ¡Ough! -se estremeció Massy-. Me hiela usted la sangre. ¿Qué le movió a usted a venir acá? ¿Por qué se presentó aquella noche tan de repente, con sus palabras altivas y su dinero, a tentarme? Siempre me he preguntado qué motivos tendría. Usted se me pegó para tener una situación tranquila v vivir a expensas de mi sangre, como le digo. ¿Fue eso? Me da que es usted lo más miserable que hay en el mundo, pues de lo contrario, por qué…
– No. Sólo soy pobre -interrumpió el capitán Whalley, como de piedra.
– Ahí, firme -murmuró el serang. Massy se alejó con el mentón en el hombro.
– No lo creo -dijo en su tono dogmático. El capitán Whalley no hizo ningún movimiento-. Usted está ahí sentado como un buitre harto de comida… exactamente igual que un buitre.
Abarcó el centro de la corriente y ambas orillas con una sola mirada circular, ciega, vacía, y dejó el puente lentamente.