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Aquella mañana me levanté antes del amanecer, empaqué mis pocas pertenencias y dije adiós a la hacienda La Conquistada. Era un bello lugar, un formidable oasis de verdor en medio del páramo, y me sentí ridículo, humillado por tener que salir de allí con el sigilo y la precipitación de un prófugo. Pero lo había pensado durante la noche y, como señaló Lichtenstein, hay que ser consecuentes con las determinaciones que nos aconseja la almohada.

La cocinera me vio abandonar el portal de la casa y simuló mirar a otro lado. Al llegar al portón, lo encontré cerrado con una gruesa cadena y un candado. Por fortuna la tapia no era alta y la salté sin problema.

Había avanzado un centenar de metros cuando un camión se detuvo a la vera del camino.

– ¿Para dónde va? -preguntó uno de los ocupantes de la cabina.

– A Barranco. A coger el aerotaxi -respondí.

– Si no le molesta viajar acompañado podemos llevarlo atrás. Vamos hasta Ibarra -dijo el chófer.

– Fantástico. Muchas gracias -contesté y trepé a la parte trasera.

El camión transportaba unos cerdos enormes que me recibieron como a un camarada más. En un rincón, sentado sobre la mochila, pensé que había estado a punto de dar el gran salto y llegar a Europa, pero la vida me torcía el camino una vez más. A modo de consuelo me dediqué a admirar el panorama de cerros y quebradas bañadas por la violenta luminosidad del amanecer en el paramo.

De pronto sentí que los cerdos no me quitaban los ojos de encima. Alguien, no recuerdo quién, escribió que los cerdos tienen miradas perversas. No era el caso. Los cerdos que me miraban tenían ojillos inocentes, atemorizados. Tal vez intuían que habían emprendido el viaje final.

– Algo tenemos en común y creo que ya lo advirtieron. Pero yo conseguí escapar a tiempo. Ustedes terminarán convertidos en morcillas, compañeros. Qué diablos. Así es la vida.

Tres semanas atrás me encontraba en Ambato, la ciudad de las flores y, con toda razón, de las mujeres más bellas del Ecuador. Iba camino del Coca, en la Amazonía, con la intención de hacer un reportaje sobre las instalaciones petroleras. Como siempre, andaba corto de recursos y una revista norteamericana me ofrecía una bonita suma por el trabajo. En Ambato debía contactar con un ingeniero que me llevaría en su jeep hasta Cuenca, desde donde proseguiría el viaje en una avioneta de la Texaco.

Así que allí estaba, en la terraza de un café, feliz de mirar a las chicas que hacían honor al prestigio de la ciudad. De pronto, y para hacer descansar los ojos de tanta belleza, le eché un vistazo al periódico. Había un aviso de curiosa redacción:

"Se necesita joven educado, con buenos antecedentes y facilidad de escritura, para colaborar en la redacción de las memorias de un destacado hombre público. Se dará preferencia a postulantes con antepasados españoles. Interesados concertar cita al teléfono…".

Llamé, picado por el bicho de la curiosidad. Al teléfono se puso una mujer de voz autoritaria que no atendió a ninguna de mis preguntas sobre la identidad del destacado hombre público, pero que me sometió a un preciso interrogatorio, sobre todo en lo que concernía a mis antepasados españoles. Al final y para mi sorpresa dijo que me aceptaba, mencionando de paso unos honorarios que mandaron al cuerno el reportaje sobre las instalaciones del Coca. Antes de despedirse me dio instrucciones para llegar a la hacienda, que distaba unos ochenta kilómetros de Ambato, y precisó que me esperaba al día siguiente.

Veinticuatro horas más tarde llamaba al portón de La Conquistada, un imponente caserón de estilo colonial rodeado de jardines. En el portal de la casa colgaban varias docenas de jaulas con aves de la selva, y ahí me recibió la mujer que el día anterior hablara conmigo por teléfono.

– Son de mi hija. Adora los pájaros. Espero que no le moleste el canto por las mañanas. Los tucanes son especialmente bulliciosos.

– De ninguna manera. Es la mejor forma de despertar.

– Pase. Le mostraré su habitación.

La entrada de la casa estaba presidida por el retrato, a tamaño natural y de cuerpo entero, de un individuo ataviado como Cortés, Almagro o cualquiera de los conquistadores. El guerrero apoyaba las manos en la espada.

– El adelantado don Pedro de Sarmiento y Figueroa. Somos descendientes directos. A mucha honra -dijo la mujer.

– Mis gotas de sangre española no son de tan noble linaje -comenté.

– Toda la sangre española es noble -respondió. El cuarto que me asignó era sobrio. Tenía una cama, una mesilla de noche y un armario que gritaban su antigüedad. En un rincón había un curioso mueble que primero se me antojó un modelo precursor de los colgadores de ropa, mas, al detenerme ante el crucifijo que tenía enfrente, supe que se trataba de un reclinatorio.

– Ahora póngase cómodo. En media hora le esperamos en el comedor.

Durante el almuerzo comprobé que los descendientes del adelantado no eran muchos, y que con ellos desaparecía la estirpe.

La mujer, que era viuda, llevaba las riendas de la hacienda y encontraba verdadero placer humillando a las indígenas del servicio doméstico y a los peones. Tenía una hija, Aparicia, que rondaba los cuarenta años y se movía con torpeza, como disculpándose ante los muebles por medir cerca de un metro noventa y cargar con un cuerpo que, aunque bien formado, era voluminoso. Desde el primer momento aquella mujer me pareció sacada de alguna pintura barroca; los maestros del barroco pintaron petisitas generosas de carnes. Por alguna razón a uno de ellos se le fue la mano y pintó a Aparicia, una mujeraza generosa en carnes y, para no alterar la escuela, decidió quitarla del cuadro. Su rostro podría haber sido bello, pero lo arruinaba el rictus de amargura, acaso de odio, heredado de la madre. Aparicia consumía los días bordando y, aunque siempre he aborrecido las comparaciones zoológicas, al acercarme a ella no podía dejar de percibir el característico olor a leche agria que sueltan

las hembras en celo. El jefe del hogar era el destacado hombre público, padre de la viuda y anciano protagonista de la lucha por el poder de los años veinte. Lo llamaban con el garciamarqueano rango de coronel y se alimentaba de papillas de yuca endulzadas con miel de palma. Finalmente estaba el padre Justiniano, un viejo sacerdote que se movía con ademanes de gallinazo y apestaba a alcohol por todos los poros.

La vida en La Conquistada transcurría inmersa en una rutina inquebrantable: a las siete de la mañana debía asistir a misa en la capilla familiar. Después del desayuno, charlaba un par de horas con el anciano coronel y con el cura. Enseguida venía el almuerzo, precedido por una acción de gracias. Por las tardes, pasada la siesta, tomaba café con los dos viejos hasta la hora del rosario. Tras la cena pasábamos al salón, donde Aparicia bordaba, los viejos disputaban partidas de dominó y la viuda me narraba hazañas del adelantado.

Una mañana, a la semana de estar ahí, salí al portal y vi a Aparicia hablándole a uno de sus pájaros. En cuanto se dio cuenta de mi presencia se le subió la sangre a los pómulos y respiró agitada. Al parecer la había sorprendido en una situación muy íntima, e intenté salir del trance con un comentario amable.

– Tiene pájaros muy lindos. ¿Cómo se llama ése? -dije señalando una jaula al azar.

– Pájaro toro -respondió sin mirarme.

– ¿Puede hacer que cante?

– Es mejor que ese pájaro no cante -dijo, y se alejó dejando un aroma de leche agria en el portal.

Permanecí frente a la jaula. El ave medía un palmo, su plumaje era negro, brillante, casi azul. En la cabeza tenía un penacho de plumas verdes y grises, y de la pechuga le colgaba un pectoral de plumas parecidas a las del pavo real. Acerqué una mano y el pájaro, tal vez asustado, hinchó el pectoral como un sapo y soltó un sonido totalmente ajeno a su frágil belleza. Un sonido tosco y grosero, parecido al rugir de las reses alarmadas por la tormenta.

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