El rostro surcado por infinitas arrugas y con una rala barba blanca se veía saludable. El cuerpo era delgado, las manos grandes, los dedos gruesos delataban al campesino. Y las piernas eran largas, como las de mi abuelo. Buenas piernas para caminar.
De pronto abrió los ojos. Me vi reflejado en sus pupilas grises, de brillo inteligente. Ordenaba mi imagen entre sus recuerdos. -Tú eres Paquito, el hijo de la lechera. -No, no soy Paquito. -No te oigo, hijo. ¿Qué dices?
– No, don Angel, no soy Paquito -dije subiendo el tono.
– Entonces eres Miguelillo. Ya era hora de que vinieras, chaval.
– Don Angel, ¿se acuerda de su hermano Gerardo?
Entonces la mirada del anciano traspasó mi piel, recorrió cada uno de mis huesos, salió al portón, a la calle, subió y bajó lomas, visitó cada árbol, cada gota de aceite, cada sombra de vino, cada huella borrada, cada ronda cantada, cada toro sacrificado a la hora fatídica, cada puesta de sol, cada tricornio que se plantó insolente frente a la heredad, cada noticia venida de tan lejos, cada carta que dejó de llegar porque así es la vida carajo, cada silencio que se fue prolongando hasta hacer certidumbre el absoluto de la lejanía.
– Gerardo… ¿uno al que le decían el Culebra? Huidizo mi abuelo. Temido y buscado. Cambiaba de piel y de nombres para abrigar el mismo amor insurrecto. -Sí, don Angel. Así le decían.
– Mi hermano… ¿uno que se fue a América? Sí. Uno que se fue a América. Uno entre tantos que subieron a los barcos llenos de esperanza. Españoles que, cuatro siglos después de la invasión armada de América partieron en busca de la paz, y fueron bienvenidos y encontraron madera para levantar sus casas, noble cera de laboriosas abejas para pulir sus mesas, vinos secos para modelar los nuevos sueños y una tierra que les dijo: uno es de donde mejor se siente.
Mi abuelo. Uno que se fue a América. Uno que cruzó el mar y al otro lado encontró oídos receptivos que esperaban su voz: "El contrato social es una infamia de los enemigos del hombre. La naturaleza nos orienta para que arreglemos nuestras cuitas dialogando de manera fraterna. No se puede reglamentar lo que la vida ya ha reglamentado", decía mi abuelo cuando yo era un niño y lo acompañaba a las veladas del Socorro Obrero. -Sí, don Angel. Uno que se fue a América. -¿Tú eres mi hermano?
Desde muy dentro, mi abuelo me impulsaba a responderle: "Sí, dile que sí y abrázalo. Todos los hombres somos hermanos y en la indefensión de la vejez es cuando afloran las eternas y frágiles verdades".
– No, don Angel, su hermano Gerardo era mi abuelo.
El semblante del anciano se tornó serio. Se acomodó en la silla, puso las nervudas manos sobre las rodillas y me examinó de pies a cabeza, de hombro a hombro. ¿Me pediría tal vez un papel? ¿O que me abriera el pecho y le enseñara el corazón?
– María -llamó.
De la casa salió una anciana vestida de riguroso luto. Llevaba el cabello plateado anudado en un moño y se quedó mirándome con expresión cariñosa. Entonces, luego de carraspear, don Angel dijo el mas hermoso poema con que me ha premiado la vida, y yo supe que por fin se había cerrado el círculo, pues me encontraba en el punto de partida del viaje empezado por mi abuelo. Don Angel dijo:
– Mujer, trae vino, que ha llegado un pariente de América.