– Qué mensaje ni nada. El milico te dio los poemas como suyos y debes decirle que te gustaron mucho. Si se tratara de mandar un mensaje, entonces debió darle el cuaderno a Garcés; es el único que tiene un jardín interior. O tal vez Margarito no sepa de la maceta -opinó Andrés Müller.
– Pongámonos serios. Algo tendrás que decirle, y Margarito no debe abrigar ni la menor sospecha de que conoces los versos de Nervo -indicó Pragnan.
– Dile que los poemas te gustaron, pero que los adjetivos te resultan un tanto exagerados. Cítale a Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata. Con eso le demuestras que leíste atentamente sus versos y que le haces una crítica de colega a colega -sugirió Gálvez.
El Consejo de Ancianos aprobó la idea de Gálvez, pero yo pasé dos semanas con el alma en un hilo. No podía dormir. Ansiaba que me llevaran a la sesión de patadas y picanazos eléctricos para devolver el condenado cuaderno. Durante ese tiempo llegué a odiar al buenazo de Garcés:
– Compadre, si todo sale bien, si además del comino y el polvo de pimientos consigues un frasquito de alcaparras, ¡ay, mi viejo!, nos vamos a dar un banquete con la gallina.
A los quince días, ¡por fin!, me vi tendido en el colchón de boñigas boca abajo y con las manos en la nuca. Pensé que me estaba volviendo loco: iba contento al encuentro de algo que se llama tortura.
Regimiento Tucapel. Intendencia. Al fondo el sempiterno verde del cerro ¿¿Ñielol, sagrado para los mapuches. El cuarto de interrogatorios estaba precedido por una sala de espera, como en una consulta médica. Allí nos sentaban en un banco con las manos atadas a la espalda y una capucha negra sobre la cabeza. Nunca entendí la razón de la capucha, porque, una vez dentro, nos la quitaban y podíamos ver a los interrogadores, a los soldaditos que con expresión de pánico giraban la manivela del generador eléctrico, a los sanitarios que nos pegaban los electrodos en el ano, en los testículos, en las encías, en la lengua, y luego auscultaban para decidir quién fingía y quién se había desmayado de verdad en la parrilla.
Lagos, un diácono de los traperos de Emmaus, fue el primer interrogado de aquel día. Desde hacía un año le daban duro preguntándole por el origen de unas docenas de viejos uniformes militares encontrados en las bodegas de los traperos. Un comerciante que vendía desechos militares se los había donado. Lagos aullaba de dolor y repetía una y otra vez todo lo que la soldadesca quería escuchar: esos uniformes pertenecían a un ejército invasor que se aprestaba a desembarcar en las costas chilenas.
Esperaba mi turno cuando unas manos me quitaron la capucha. Era el teniente Margarito.
– Sígame -ordenó.
Entramos a una oficina. Sobre el único escritorio vi una lata de Coca-Cola y un cartón de cigarrillos que obviamente premiarían mis comentarios sobre su obra literaria.
– ¿Leyó mis poesías? -consultó indicándome una silla.
Poesías. Margarito hablaba de poesías y no de poemas. Un sujeto lleno de pistolas y granadas no puede decir poesías sin que suene ridículo y amariconado. Entonces aquel tipo me dio asco, y decidí que si meaba sangre, siseaba al hablar y podía cargar baterías con sólo tocarlas, no iba a rebajarme adulando a un milico maricón y ladrón del talento ajeno.
– Usted tiene uná bonita caligrafía, teniente. Pero sabe que esos versos no son suyos -dije devolviéndole el cuaderno.
Lo vi temblar. Aquel sujeto cargaba armas como para matarme varias veces y, si no quería mancharse el uniforme, podía ordenar a otro que lo hiciera. Temblando de ira se puso de pie, arrojó al suelo todo lo que había sobre el escritorio, y gritó:
– ¡Tres semanas al cubo, pero antes pasas por el pedicuro, subversivo de mierda!
El pedicuro era un civil, un terrateniente al que la reforma agraria había expropiado varios miles de hectáreas, y se desquitaba participando como voluntario en los interrogatorios. Su especialidad era levantar las uñas de los pies, lo que ocasionaba terribles infecciones.
Conocía el cubo. Mis primeros seis meses de prisión fueron de aislamiento total en el cubo, un habitáculo subterráneo que medía un metro cincuenta de largo, por igual medida de ancho, por igual medida de alto. Antiguamente en la cárcel de Temuco había habido una curtiembre y el cubo servía para almacenar grasas. Las paredes de cemento hedían aún a grasa, mas al cabo de una semana los propios excrementos se encargaban de convertir el cubo en un lugar muy íntimo.
Solamente cruzado en diagonal era posible estirar el cuerpo, pero las bajas temperaturas del sur de Chile, el agua de las lluvias, y los orines de los soldados, invitaban a abrazar las piernas, a permanecer así, deseando ser cada vez más pequeño, hasta conseguir habitar alguna de las islas de mierda que flotaban y sugerían vacaciones de ensueño. Tres semanas estuve ahí, contándome películas de Laurel y Hardy, recordando palabra por palabra las novelas de Salgari, Stevenson, London, jugando largas partidas de ajedrez, lamiéndome los dedos de los pies para protegerlos de las infecciones. En el cubo juré y rejuré que nunca me dedicaría a la crítica literaria.
5
Un día de junio de 1976 se acabó el viaje a ninguna parte. Gracias a las gestiones de Amnistía Internacional salí de la cárcel, y aunque rapado y con veinte kilos menos, me llené los pulmones con el aire denso de una libertad limitada por el miedo a perderla nuevamente. Muchos de los compañeros que quedaron dentro fueron asesinados por los militares. Mi gran orgullo es saber que no olvido ni perdono a sus verdugos. He obtenido muchas y bellas satisfacciones en mi vida, pero ninguna se compara con la alegría que da abrir una botella de vino al saber que alguno de esos criminales fue ametrallado en una calle. Entonces levanto la copa y digo: "Un hijo de puta menos, ¡viva la vida!".
A algunos de mis compañeros que sobrevivieron los he encontrado por el mundo, a otros no los volví a ver, pero todos ocupan un lugar de preferencia en mis recuerdos.
Un día, a fines de 1985, en un bar de Valencia me topé sorpresivamente con Gálvez. Me contó que vivía en Italia, en Milán, que tenía la nacionalidad italiana y cuatro bellísimas hijas, todas italianas. Luego del abrazo largo y llorado nos largamos a charlar de los viejos tiempos, y naturalmente que la gallina fue parte del tema.
– Que en paz descanse -dijo Gálvez-. Fui el último de los antiguos que salió en libertad, a finales del setenta y ocho, y la llevé conmigo. Vivió feliz y gorda en mi casa de Los Angeles hasta que murió de vieja. Está enterrada en el jardín bajo una lápida que dice: "Aquí yace Dulcinea, señora de caballeros imposibles, emperatriz de ninguna parte".
Segunda parte Apuntes de un viaje de ida
1
Sabía que la frontera estaba cerca. Una frontera más, pero no la veía. Lo único que interrumpía el monótono atardecer andino era el reflejo del sol en una estructura metálica. Allí terminaba La Quiaca y la Argentina. Al otro lado estaba Villazón y el territorio boliviano. En algo más de dos meses había recorrido el camino que une Santiago de Chile con Buenos Aires, Montevideo con Pelotas, Sáo Paulo con Santos, puerto en el que mis posibilidades de embarcarme con rumbo a Africa o Europa se fueron al infierno. En el aeropuerto de Santiago los militares chilenos sellaron mi pasaporte con una enigmática letra "L". ¿Ladrón? ¿Lunático? ¿Libre? ¿Lúcido? Ignoro si la palabra apestado empieza con ele en algún idioma, pero lo cierto es que mi pasaporte provocaba repugnancia cada vez que lo enseñaba en una naviera.
– No. No queremos chilenos con pasaporte con ele.
– ¿Puede decirme qué diablos significa la ele?
– Vamos, usted lo sabe mejor que yo. Buenas tardes.
A mal tiempo buena cara. Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, así que decidí embarcarme en Panamá. Entre Santos y el Canal mediaban unos cuatro mil kilómetros por tierra y eso es una bicoca para un tipo con ganas de hacer camino.