Lo vi salir con un libro de formato pequeño. Me llamó a su lado, y mientras lo escuchaba leí el lomo del libro: Así se templó el acero. Nicolai Ostrowisky.
– Bueno, mi niño. Este libro lo tienes que leer tú mismo, pero antes de entregártelo quiero de ti dos promesas.
– Las que quiera, Tata.
– Este libro será una invitación para un gran viaje. Prométeme que lo harás.
– Lo prometo. Pero, ¿adónde viajaré, Tata?
– Posiblemente a ninguna parte, mas te aseguro que vale la pena.
– ¿Y la segunda promesa?
– Que un día irás a Martos.
– ¿Martos? ¿Dónde queda Martos?
– Aquí -dijo golpeándose el pecho con una mano.
2
"Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda", dice una conocida canción chilena. Lo jodido es que estas dos puntas no limitan un camino lineal, sino lleno de curvas, vericuetos, baches y desviaciones que conducen invariablemente a ninguna parte.
La lectura de Así se templó el acero, lectura por cierto lenta y llena de consultas, se encargó de conducirme por primera vez a la región donde los sueños se llaman ninguna parte. Como todos los jóvenes que leyeron la obra de Ostrowisky, quise ser también Pavel Korchaguín, el sufrido protagonista, el compañero Komsomol, que, aun a costa de sacrificar su vida, no escatima sacrificios para cumplir con su misión de joven proletario. Soñé que era Pavel Korchaguín, y para hacer realidad aquel sueño me hice militante de las Juventudes Comunistas.
Mi abuelo aceptó a regañadientes la pérdida dominical del nieto, y pasó varios meses enfurecido con el traductor al español de Así se templó el acero. Al parecer su lectura debía llevarme al sendero de las ideas libertarias como primer paso del viaje a ninguna parte, pero su enojo duró hasta el día en que le anuncié que los estudiantes habíamos declarado un día de huelga solidaria con los mineros del carbón. Sólo una vez lo vi beber más de la cuenta y fue el día de la huelga. Achispado por el vino, reprimía sus lagrimones al tiempo que murmuraba:
– Mi nieto va a la huelga, carajo, es mi sangre.
Mi abuelo. Recuerdo la primera vez que lo obligué a leer un ejemplar de Gente Joven, la revista de los jóvenes comunistas. Leyó atentamente las cuatro hojas, y concluyó que, pese a estar publicada por una pandilla de acólitos del poder estalinista, no estaba mal para iniciarse en la comprensión del verdadero orden:
– No el que impone el Estado, cojones, sino el natural, el que deviene de la fraternidad entre los hombres.
Ser un joven comunista colmó de felicidad a mis padres, porque un joven comunista tenía que ser el primero en la escuela, el mejor deportista, el más culto, el más educado, y en la casa debía ser un monumento a la responsabilidad y al trabajo. En cada joven comunista germinaba el ser social colectivo y solidario que caracterizaría la nueva sociedad. De tal manera que fui una especie de monje rojo, ascético y aburrido. Una verdadera peste, como me diría años más tarde cierta chica que no quiso ser mi novia, al preguntarle por sus -para mí- incomprensibles razones.
Ser un joven comunista durante más de seis años significó tener el pasaje a ninguna parte bajo la piel. Todos mis amigos de infancia tenían rumbos definidos; algunos viajarían a estudiar a Estados Unidos, otros a Uruguay, otros a Europa, otros se incorporarían al trabajo. Yo sólo aspiraba a no moverme de mi puesto de combate.
Tenía dieciocho años cuando quise seguir el ejemplo del hombre más universal que ha dado América Latina, el Che. Entonces llegó la hora de pagar un suplemento al pasaje a ninguna parte.
3
Siempre evité tocar el tema de la cárcel durante la dictadura chilena. Lo evité, porque, por una parte, la vida siempre me ha resultado apasionante y digna de vivirla hasta el último suspiro, de manera que tocar un accidente tan obsceno era una vil manera de ofenderla. Y por otra parte, porque se han escrito demasiados -por desgracia, en su mayoría, muy malos- testimonios al respecto.
Dos años y medio de mi juventud los pasé encerrado en una de las más miserables cárceles chilenas, la de Temuco.
Lo peor de todo no era el encierro en sí mismo, pues dentro la vida proseguía, y a veces más interesante que fuera. Los "prigué" -prisioneros de guerra- de mayor preparación -y ahí estaba todo el cuerpo docente de las universidades del surformaron varias academias, y así muchos de los prigué aprendimos idiomas, matemáticas, fisica cuántica, historia universal, historia del arte, historia de la filosofía. Un profesor de apellido Iriarte impartió durante dos semanas un magnífico seminario sobre Keynes y el razonamiento político de los economistas contemporáneos, al que asistieron, además de un centenar de presos, varios oficiales del ejército. Andrés Müller, periodista y escritor, disertó sobre los errores tácticos de los comuneros de París ante la estupefacción de la soldadesca que custodiaba el taller de calzado, bautizado por nosotros como Gran Salón del Ateneo de Temuco. Otro ilustre prigué, Genaro Avendaño -lo "desaparecieron" en 1979-, emocionó a presos y militares con
una dramatización del discurso de Unamuno en Salamanca.
Hasta llegamos a tener una pequeña biblioteca con títulos que fuera estaban prohibidísimos, gracias a la curiosa censura practicada por el suboficial encargado de filtrar los libros que nos mandaban los familiares y amigos. Nunca dejamos de agradecerle que catalogara entre los libros de primeros auxilios el ejemplar de Las venas abiertas de América Latina que engalanaba la biblioteca. Hasta clases de alta cocina tuvimos. Cómo olvidar la pasión de Julio Garcés, ex cocinero del Club de la Unión, la Meca de la aristocracia chilena, cuando defendía la sutil grasa del conejo como insustituible en la preparación de una buena salsa de hígado del mismo animal, e insistía en que era fundamental cocinar el caldillo de congrio con el mismo vino blanco que luego alegraría la mesa. Años más tarde encontré a Garcés en Bélgica. Era el chef de un prestigioso restaurante de Bruselas, y con orgullo me enseñó los dos diplomas con que la guía Michelín había premiado su arte culinario. Eran dos
diplomas elegantes que flanqueaban de honor a un tercero, escrito a mano en una hoja de cuaderno: el Michelín de Temuco, que le concedimos por un maravilloso soule de recuerdos del mar, preparado con amor, una lata de mejillones, restos de pan y hojitas aromáticas cultivadas en una maceta que todos cuidábamos con especial celo para que los gatos de la prisión no se la comieran.
Novecientos cuarenta y dos días duró la permanencia en aquella tierra de todos y de nadie. Estar dentro no era lo peor que podía ocurrirnos. Era una forma más de estar de pie sobre la vida. Lo peor llegaba cuando, más o menos cada quince días, nos llevaban al regimiento Tucapel para los interrogatorios. Entonces comprendíamos que por fin llegábamos a ninguna parte.