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Al otro lado del puente nos esperaba el viejo ferroviario, con una garrafa de agua y un pote de crema para las quemaduras.

– Tuvieron suerte, muchachos. Esos desalmados pudieron llevarlos al cuartel y adiós pampa mía. Tuvieron suerte.

– Llegaré a Calcuta -aseguró el Hare Krishna. No dudé que lo conseguiría y, mientras me alejaba con el viejo, deseé fervientemente que lo hiciera pronto, pues si ese mochilero calvo y vestido de naranja llegaba a Calcuta, por lo menos uno, entre miles, recuperaría su frontera extraviada, esa que nos permite el paso al territorio de la felicidad.

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A partir de 1973, más de un millón de chilenos dejaron atrás el país enfermo, flaco y largo. Unos, empujados al exilio, otros, huyendo del miedo a la miseria, y otros con la simple idea de tentar suerte en el norte. Estos últimos tenían una sola meta: Estados Unidos.

La mayoría convertía sus escasos bienes en un pasaje en bus hasta Guayaquil o Quito. Pensaban que una vez allí bastaba dar un par de pasos y ya estarían en el norte, en la tierra prometida.

Tras varios días de viaje bajaban de los buses acalambrados, sudorosos, hambrientos, y, luego de las primeras averiguaciones respecto de cómo continuar el viaje, descubrían que Sudamérica es enorme y que, para mayor desgracia, la carretera panamericana desaparecía tragada por la selva colombiana. Se quedaban en mitad del mundo como barcos a la deriva, sin presente ni futuro.

Uno de estos tipos era el pianista del Ali Kan, un individuo flaco, largo y blanco como una vela. Los ojos siempre enrojecidos y los dos dientes amarillos montados sobre el labio inferior le daban un aire de conejo triste.

No conseguía reprimir las lágrimas cada vez que se acordaba de Valparaíso, de cuando tocaba en la orquesta del American Bar, centenario lugar de reunión de los bohemios de aquel puerto y que los militares borraron del mapa con la imposición de un toque de queda que se prolongaría trece años.

– Ese sí que era un lugar decente. Las chicas no eran putas; eran misses. Y los marinos dejaban estupendas propinas a los músicos, no como en este corral de cerdos -se quejaba, y enseguida se maldecía por haber caído (porque a este lugar no se llega, se cae) en Puerto Bolívar.

Puerto Bolívar está a orillas del Pacífico, muy cerca de Machala, al sur de Guayaquil. El mar se hace presente en la brisa, que consigue a veces disipar el vaho húmedo y caliente que llega del interior. Se le puede ver y oír, pero no oler.

En Puerto Bolívar embarcan el banano ecuatoriano para todo el mundo. A unos cinco kilómetros del espigón se abre un agujero grande como un estadio de fütbol y de profundidad desconocida. Ahí van a dar toneladas de bananos no aptos para la exportación, ya sea porque empezaron a madurar antes de tiempo, ya sea porque presentan sospechosas manchas de parásitos, o porque el dueño de la plantación, o el transportista, olvidó pagar alguno de los impuestos fijados por las mafias del ramo.

El lugar se llama La Olla y está siempre hirviendo. Las miles de toneladas de frutas en constante descomposición forman una pasta espesa, nauseabunda y burbujeante. Todo lo que no sirve va a dar a La Olla, y ese monstruoso guiso se nutre no sólo de materias vegetales: también los adversarios de los caciques políticos se pudren allí, con varias onzas de plomo en el cuerpo o mutilados a machetazos. La Olla hierve sin descanso. Es tal su hedor que espanta el aroma del mar y los gallinazos ni siquiera se acercan.

– Lárgate. Lárgate ahora mismo, antes de que el maldito hedor te mate la voluntad y termines como yo, pudriéndote vivo aquí -me repetía el pianista cada vez que nos encontrábamos.

Llegué a Machala porque quería salir pronto de Ecuador, y la única manera de precipitar los viajes consiste en no hacerle ascos a ningún trabajo. De tal manera que acepté un contrato semestral de la Universidad de Machala por el que me comprometía a explicar a un puñado de alumnos el tejido sociológico de los medios de comunicación. Apenas llegué sentí deseos de marcharme, pero estaba sin un real en los bolsillos y debía esperar hasta el fin del contrato para recibir el salario. Una formalidad burocrática muy tropical era la culpable de que a los profesores invitados nos pagaran una vez concluido el semestre, y gracias a los servicios de un gestor que se quedaba con la mitad de la pasta. Para economizar un poco del dinero que no teníamos, un grupo de profesores -nos tratábamos de licenciados- integrado por un uruguayo, un argentino, dos chilenos, un canadiense y un quiteño que odiaba el trópico con toda su alma, decidimos vivir juntos en una gran habitación pintada color

verde escándalo, con techo de calaminas y vistas a la selva. Allí colgamos seis hamacas, y por las tardes nos mecíamos fumando, charlando de nuestros proyectos para cuando nos pagaran, vaciando cajones de cerveza y mirando las aspas del ventilador que giraban inútiles sobre nuestras cabezas.

En Machala no había mucho que ver y menos que hacer. El cura encargado de censurar las películas que se proyectaban en un cine al aire libre no destacaba por su buen gusto, de tal manera que, para paliar el calor de las noches impregnadas del hedor de La Olla, no quedaba más remedio que ir a darse una vuelta por el casino o por los burdeles de Puerto Bolívar. Al casino íbamos para disfrutar del aire acondicionado, y porque nunca faltaba alguno de nuestros alumnos perdiendo en minutos el dinero que nosotros recibiríamos por un semestre de sudadera.

– Sírvanles una ronda a los teachers -ordenaba el alumno con los ojos fijos en la bola de la ruleta.

Nosotros agradecíamos y le deseábamos suerte. A los burdeles íbamos con gusto, especialmente al Ali Kan, un enorme galpón de tablones y techumbre de calaminas, administrado por doña Evarista, una chilena sesentona y gorda que sudaba y lloriqueaba sobre nuestros hombros en sus ataques de nostalgia por Santiago o Buenos Aires, las ciudades en las que hiciera sus primeras armas en el oficio. Invitar a doña Evarista a bailar un tango significaba una botella de whisky y un cartón de cigarrillos por cuenta de la casa. Todos bailábamos aceptablemente el tango, menos el canadiense, siempre ocupado en tomar apuntes sobre todo lo que veía y escuchaba para escribir una novela que, según él, sería mejor que Cien años de soledad. La gorda hervía de amor por el canadiense y cada vez que lo veía escribiendo hacía callar a las chicas.

En el Ali Kan trabajaban unas veinte mujeres que atendían a sus clientes en unos cuartos diminutos y sobre colchones tirados en el suelo. A veces, cuando algún marinero vigoroso hacía temblar con sus desafueros amorosos el establecimiento levantado sobre palafitos, los huéspedes del salón le dedicábamos un sentido aplauso. Así pasaban las noches. Las noches del Ali Kan.

Al día siguiente empezaba la rutina del trópico: despertar con el hedor de La Olla, saltar de la hamaca, conseguir que el espinazo recuperara su posición vertical, vaciar los zapatos de cucarachas y alacranes, darse una larga ducha, salir al vaho pegajoso de la calle, beber un tinto, el formidable café cerrero en la cantina, caminar cinco cuadras y, al llegar a la universidad, darse otra ducha antes de empezar las clases.

En mi curso de sociología de los medios de comunicación se habían inscrito quince alumnos, pero sólo llegué a conocer a tres y siempre me pregunté qué diablos buscaban allí. Uno de ellos era ya, a los veinte años, un experto en enfermedades venéreas; las había tenido todas y presumía de ello. Otro, hijo de un magnate bananero, dedicaba las mañanas al concienzudo estudio de catálogos de autos deportivos. Vivía obsesionado por conseguir un Porsche. Que en la región apenas hubiera carreteras no le ocasionaba el menor problema. Y el tercero, bueno, nunca conseguí averiguar si al menos sabía leer.

A los tres meses empecé a darle la razón al pianista del Ali Kan. Tenía que salir de aquel condenado lugar.

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