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Sarmiento y Figueroa no tiene que llevar sangre india en las venas. ¿Entiende o no?

– Yo tengo sangre de los indios de mi tierr a -atiné a decir.

– Bien pendejos deben de ser los indios de por allá. Los de por acá sabemos en qué terreno posamos las patas. Lo van a casar, amigo. Y ay de usted si no preña pronto a la grandota, y ayayay si no la hace parir un machito.

– ¿Y qué pasa si me niego al casorio?

– Amigo, a ninguno le gustaría estar en el pellejo de un extranjero que se permite ofender a los dueños de La Conquistada.

Al atardecer los camioneros me dejaron en Ibarra. Tras despedirme de ellos y de los cerdos, lo primero que hice fue llamar a un amigo abogado, en Quito, para conocer su opinión sobre el asunto.

– Te metiste en un problema grave. Esos paranoicos son imprevisibles cuando les hieren el orgullo.

– Es absurdo. Todo esto es absurdo.

– En el Ecuador todo es tan absurdo que ya nadie se asombra de nada. Los Sarmiento y Figueroa pertenecen a las cuarenta familias y hacen y deshacen. Esfúmate por un largo tiempo.

Seguí el consejo de mi amigo. Viajé a Bogotá y de ahí a Cartagena de Indias. Ignoro si la viuda tomó alguna medida contra mí y olvidé la historia hasta que, algunos años más tarde, el camino me llevó de regreso al Ecuador. En la feria de Otavalo me encontré con la cocinera de La Conquistada.

La buena mujer ya no trabajaba en la hacienda y se dedicaba a la venta ambulante de cuyes asados. Me ofreció su sillita de mimbre y, luego de obsequiarme con el más gordo de sus sabrosos roedores, me contó el fin de la historia.

– Cuando se dieron cuenta de su fuga, la viuda y los dos viejos le dieron una tremenda paliza a la señorita Aparicia. Le pegaban y gritaban que era una necia porque en esas semanas no se había metido en su cama. Al fin, la pobrecita, magullada y llena de moretones, tuvo fuerzas para matar a todos los pájaros que había en las jaulas. Dejó vivo uno sólo. Un pájaro negro de la selva que gritaba como una vaca. A mí me dio pena la señorita, pero me alegré por usted.

– ¿Y qué pasó después?

– A los cuatro o cinco meses apareció otro joven para escribir las memorias del coronel. Un joven que hablaba raro. Decía algo así como "obrigado" cada vez que le servía algo.

– Un brasileño. No importa. Siga por favor.

– Lo casaron con la señorita. Al fin les resultó.

– ¿Y…?

– Nada más. Ahora hay un niño en la hacienda. ¿Quiere saber cómo se llama? Pedrito de Sarmiento y Figueroa -dijo la cocinera, sonriendo de esa manera maravillosa, como sólo pueden hacerlo las mujeres de Otavalo.

Tercera parte Apuntes de un viaje de regreso

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– Bueno, aquí estamos -digo en voz baja, y una gaviota gira la cabeza para mirarme unos segundos. "Otro chiflado", pensará la gaviota, porque en realidad estoy solo, frente al mar, y en Chonchi, un puerto de la isla grande de Chiloé, muy al sur del mundo. Espero a que den la orden de abordar El Colono, un transbordador pintado de rojo y blanco que después de navegar varias décadas por los mares Báltico, Mediterráneo y Adriático, vino a flotar en las frías, profundas e imprevisibles aguas australes. El Colono, luego de navegar las veinticuatro horas anunciadas, que en realidad pueden ser treinta o más -todo depende de los caprichos de la mar y de los vientos-, me dejará unas quinientas millas más al sur, en el centro de la Patagonia chilena. Mientras espero, pienso en aquellos dos gringos viejos que movieron los frágiles hilos del destino y consiguieron que Bruce Chatwin y yo nos encontráramos cierto mediodía invernal en la terraza del Café Zurich de Barcelona.

Un inglés y un chileno. Y, por si no fuera suficiente, dos tipos con escaso cariño por los fonemas "patria". El inglés, nómada, porque no podía ser otra cosa, y el chileno, exiliado por idénticas razones. ¡Demonios! Alguien debería prohibir esta clase de encuentros, o por lo menos asegurarse de que no ocurran en presencia de menores.

La cita, organizada por el editor español de Bruce, era al mediodía y acudí con absoluta puntualidad. El inglés había llegado primero; estaba acomodado frente a una cerveza leyendo uno de los perversos tebeos de El Víbora. Para llamar su atención di unos golpecitos en la mesa.

El inglés alzó la cabeza y bebió un sorbo antes de hablar.

– Un sudamericano puntual es algo que consigo soportar, pero un tipo que luego de vivir varios años en Alemania acude a un primer encuentro sin traer flores es sencillamente intolerable.

– Si quieres regreso en quince minutos, y con flores -respondí.

Con un gesto me indicó una silla. Me senté, encendí un cigarrillo, y nos quedamos mirando el uno al otro sin decir palabra. El sabía que yo sabía de los dos gringos, y yo sabía que él sabía de los dos gringos.

– ¿Eres de la Patagonia? -preguntó rompiendo el silencio. -No, de más al norte. -Mejor. No se puede confiar ni en la cuarta parte de lo que dicen los patagones. Son los mentirosos más grandes de la Tierra -comentó echando mano a su cerveza. Me sentí obligado a devolver el golpe.

– Es que aprendieron a mentir de los ingleses. ¿Conoces las mentiras que Fitzroy le inventó al pobre Jimmy Button?

– Uno a uno -dijo Bruce y me tendió la mano. La ceremonia de presentación terminaba satisfactoriamente y nos largamos a hablar de aquellos dos gringos viejos, que desde algún lugar ignorado en los mapas tal vez nos observaban, contentos de ser testigos de aquel encuentro.

Varios años han pasado desde aquel mediodía en Barcelona. Varios años y algunas horas, porque en este momento, mientras espero a que los estibadores terminen de cargar El Colono y me permitan subir a bordo, son las tres de la tarde de un día también de febrero. Oficialmente es verano en el sur del mundo, pero el viento gélido del Pacífico no le concede la menor importancia a este detalle; sopla en ráfagas que entumecen hasta los huesos y obligan a buscar el calor de los recuerdos.

Los dos gringos de los que hablamos en Barcelona dedicaron gran parte de su vida al negocio bancario, que, como se sabe, puede practicarse de dos maneras: siendo banquero o asaltando bancos. Ellos optaron por la segunda, porque, gringos a fin de cuentas, llevaban en las venas un puritanismo caritativo que los obligaba a compartir rápidamente la riqueza obtenida en los atracos. La compartían con actrices de Baltimore, cantantes de ópera de Nueva York, cocineros chinos de San Francisco, achocolatadas prostitutas de los burdeles de Kingston o La Habana, adivinas y brujas de La Paz, dudosas poetisas de Santa Cruz, melancólicas musas de Buenos Aires, viudas de marineros de Punta Arenas, y terminaron financiando revoluciones imposibles en la Patagonia y la Tierra del Fuego. Se llamaron Robert Leroy Parker y Harry Longabaugh, Mister Wilson y Mister Evans, Billy y Jack, don Pedro y don José. En las infinitas llanuras de las leyendas entraron como Butch Cassidy y Sundance Kid.

Recuerdo todo esto mientras espero sentado sobre un barril de vino, frente al mar, en el sur del mundo, y tomo notas en una libreta de hojas cuadriculadas que Bruce me obsequió justamente para este viaje. Y no se trata de una libreta cualquiera. Es una pieza de museo, una auténtica Moleskín, tan apreciada por escritores como Céline o Hemingway, y que ya no se encuentran en las papelerías. Bruce sugirió que antes de usarla hiciera como él: primero numerar las hojas, luego anotar en la contratapa por lo menos dos direcciones en el mundo y, finalmente, prometer una recompensa a quien devolviera la libreta en caso de pérdida. Cuando le comenté que todo eso me parecía demasiado inglés, Bruce respondió que, justamente gracias a esa clase de medidas de precaución, los ingleses conservan la ilusión de ser un imperio; en cada colonia grabaron a sangre y fuego la idea de la pertenencia a Inglaterra y, cuando las perdieron, a cambio de una pequeña recompensa económica, las recuperaron

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