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Una mujer de limpieza se acercó simulando quitar el polvo de la baranda.

– No haga cantar a ese pájaro, patrón. Es un pájaro muy desgraciado. Cada vez que canta allá en la selva los demás pajaritos se van y lo dejan solo. Pobrecito. Es el que más quiere la señorita Aparicia.

Por las tardes, la viuda sonreía satisfecha al verme revisar el cuaderno de notas, pero yo empezaba a ver todo eso como una muy bien pagada pérdida de tiempo. Los recuerdos del destacado hombre público resultaron estar bastante desteñidos por la arterioesclerosis y por la censura del cura. De liberal no le quedaba nada al pobre viejo, y a veces se le confundían ciertos episodios vividos con otros que conociera en los libros. Así, no era extraño que se refiriera al asesinato de Eloy Alfaro como consecuencia de las guerras napoleónicas.

A los quince días me dije que la vida en La Conquistada eran mis primeras vacaciones en muchos años. Comía bien, dormía como nunca, respiraba un aire inmejorable, bebía buenos vinos españoles, la viuda me puso al tanto del rentable negocio de la ganadería y Aparicia se encargaba de que mi ropa estuviera siempre limpia e impecablemente planchada. A veces, al sentir que su aroma de hembra en celo me soliviantaba la sangre, llegué a pensar que con un par de botellas en el cuerpo me atrevería a visitar la cama de la bordadora.

Cada mañana Aparicia se sentaba a mi lado durante la misa. Nunca pude entender lo que decía arrodillada frente a una virgen tallada por Capiscara y que era el orgullo de la familia. Nunca entendí sus palabras, pero en sus gestos podía adivinar que aquella mujer, lejos de rezar, imprecaba, maldecía, quién sabe si hasta blasfemaba por su desdicha de ser tan grande y corpulenta.

En esas dos semanas llené un par de cuadernos con los recuérdos del coronel y acotaciones del cura. De todo el grupo, el viejo clérigo era quien más me interesaba. Por las tardes, a la hora del rosario, tenía ya varias botellas de caña metidas en el cuerpo y entonces le salía todo el rencor contra los habitantes de la Amazonía, a los que llamaba salvajes, herejes, degenerados, acusándolos de ser los causantes de su perdición. La figura alcohólica del cura me fue seduciendo, sobre todo después de que la cocinera me contara que en su juventud había sido misionero entre los aucas.

– Iba para santo, pero las mujeres selváticas le sorbieron los sesos y la castidad. Como todas son bonitas y andan en cueros, se olvidó del celibato y dicen que tuvo cinco hijos en la selva. Luego se volvió loco pensando que esos pobres bastardos andan por ahí, desnudos, comiendo carne cruda y saltando de árbol en árbol como los micos.

Yo trataba de soltarle la lengua al cura, pero el borrachín era parco de palabras. Cuando la caña ingerida no le permitía sostenerse sobre las piernas, la viuda y Aparicia lo llevaban en andas hasta su cama. Al poco tiempo regresaban restándole importancia al carácter dipsómano de su eminencia, la viuda me ofrecía una copa de coñac y hablábamos de las memorias del coronel, de cuánto tardaría en la redacción definitiva y de la alegría que sentiría al verlas publicadas.

La noche anterior a mi poco digna salida de La Conquistada la viuda me propuso un nuevo trabajo: esta vez se trataba de escribir la biografía del adelantado. Su oferta me hizo temblar de emoción, pues incluía un viaje a Europa.

– Naturalmente que deberá viajar a España para documentarse en los archivos de Indias. Pero de eso hablaremos cuando las memorias del coronel sean una realidad.

Aquella noche, por más vueltas que di en la cama, no pude juntar los párpados. Esa familia, con todo el anacronismo y estupidez de que hacía gala, era para mí como una mina de oro. Sin querer me había topado con la mayor de las garimpas. Por primera vez en la vida me trataban, consideraban y pagaban por lo que siempre había querido hacer: escribir. Y además, ¡oh flor de suerte!, me pondrían rumbo a Europa.

Salí del cuarto y fui hasta la cocina con la intención de beber un vaso de leche. Junto a la cocinera estaba un hombre al que había visto domando un potro. Vestía enteramente de blanco, con el pañuelo rojo de los montubios anudado al cuello.

Mientras la cocinera calentaba una cacerola con leche, el tipo me observó de arriba abajo y, al hacerlo, sonreía de una manera bastante cínica.

– Ver para creer -dijo soltando una carcajada.

– ¿Le parezco divertido?

– Para ser sincero, me parece mucho más que eso; me parece pendejo.

– Párele, compadre. Yo no lo conozco y usted me insulta. ¿Puedo saber por qué?

– No le digas nada, José. No te metas en líos -aconsejó la cocinera.

– ¡Carajo! Alguien tiene que decírselo.

– Decirme, ¿qué?

Entonces el tipo se incorporó, caminó hasta la puerta, y desde allí me hizo señas para que lo siguiera. Sin salir del estupor miré a la cocinera.

– Vaya con él, patrón. Parece mentira, pero usted no sabe nada de lo que pasa.

Salimos a la fría noche del páramo. Con otro gesto el tipo me indicó que íbamos a la caballeriza. Una vez ahí, me ofreció asiento en un cajón y me alargó una botella.

– Echese un trago. Creo que lo necesita. Bebí. Sentí que me destrozaba las tripas. Aquello era "puro", el alcohol más fuerte que sueltan los trapiches. Tosí mientras el tipo me daba golpecitos en la espalda.

– Perdone que lo tratara de pendejo, amigo. Es que se lo merece.

– Conforme. ¿Tiene un cigarrillo para pasar el veneno?

De un bolsillo de la camisa sacó dos cigarros largos, me ofreció uno, y al darme fuego me miró a los ojos como se mira a un imbécil.

– Bueno, desembuche de una vez.

– Lo están cebando, amigo. Como a un puerco.

– No le entiendo una palabra.

– ¡Ay, señor, ten piedad de los pendejos! Lo están cebando, amigo, pero no para llevarlo al matadero. Lo van a casar.

– ¿Qué diablos dice?

– Lo van a casar. La viuda ya decidió que usted es el hombre indicado para la grandota. Soltero, no es de por acá, no conoce a nadie, no tiene familia y, perdone si lo ofendo, como todos los literatos usted debe de ser de aquellos que viven en la luna, así que jamás meterá las narices en los negocios de la viuda. Usted apesta a marido.

– Está loco. ¿De dónde saca semejantes estupideces?

– Se nota que usted no es de por acá, de otro modo ya habría caído en la cuenta. Piense: para la misa lo sientan junto a la grandota, en la mesa lo sientan junto a la grandota, para el rosario otra vez junto a la grandota. ¿Y quién le limpia y le plancha la ropa? La grandota. ¿Quién le hace la cama y le pone flores en el cuarto? La grandota. ¿Ha visto lo que borda? Sábanas, amigo. Sábanas nupciales. Ninguna mujer de por acá hace eso en presencia de un hombre que no sea su prometido.

Las palabras del montubio me dejaron mudo. El humo del cigarro me escocía la garganta y le pedí que me pasara de nuevo la botella. Esta vez el "puro" me resultó menos agresivo, y empecé a verle cierta lógica a todo el asunto.

– Supongamos que es así. ¿Por qué me dice todo esto?

– Porque usted me da pena, amigo. Mire, somos muchos los hombres dispuestos a casarnos con ese fenómeno, por la hacienda, se entiende. Pero como tenemos orgullo, ninguno de nosotros está dispuesto a renunciar a su apellido. ¿No lo entiende? A usted lo están cebando para que sea el semental que salve la casta de los Sarmiento y Figueroa. La viuda es una vieja loca que, como el padre y el cura, está empecinada en que la grandota se preñe y pueda parir uno o más machitos que prolonguen la estirpe del adelantado, o como le llamen a ese español de mierda. Ella es viuda, es cierto, pero antes de enviudar se pasó la vida maldiciendo al padre de Aparicia, un latacungueño que la abandonó, y con razón. Al nacer Aparicia, el viejo pendejo del coronel los hizo azotar a los dos por haber engendrado una hembra en lugar del macho esperado. ¿Entiende? Y si se está preguntando por qué la viuda no se dejó preñar por algún otro hombre, la respuesta es muy simple: porque el continuador de los

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