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– Hará unos treinta años, más o menos. Treinta años. Es un muerto reciente. Treinta años son apenas un respiro en la edad de aquellos gigantes vencidos que a nuestro alrededor muestran aún las cicatrices que les dejó el fuego. -¿Nos falta mucho para llegar? -le consulto.

– Llegamos. Esa es la cabaña -responde indicando una casa en las cercanías.

A medida que nos aproximamos, descubro la firmeza de los troncos con que fue construida. No tiene puerta y los marcos de las ventanas parecen cuencas vacías. Sin bajar de los caballos entramos en una gran dependencia con una chimenea de piedra adosada a un costado. Allí rumian unas vacas que nos miran con ojos lánguidos, como si estuvieran acostumbradas a castigar con su indiferencia el atrevimiento de los forasteros que invaden su club social. Por deferencia hacia las vacas desmontamos.

– La construyeron en 1913. Eran buenos carpinteros esos tipos. Fíjate qué bien trabajadas están las vigas -señala Pablo Casorla.

En efecto, en las ennegrecidas vigas que sostienen la techumbre se aprecia el fino trabajo de unas manos hechas al uso de la gubia y la garlopa, al arte del ensamblaje preciso. Los constructores de la cabaña fueron conocidos como don Pedro y don José, pero hoy se sabe que en realidad se apodaban Butch Cassidy y Sundance Kid. Construyeron varias cabañas en el sur del mundo, y la más conocida está en las afueras de Cholila, en una zona de bosques milenarios que ahora se llama Parque Nacional Los Alerces. La actual dueña es una chilena, doña Hermelinda Sepúlveda, que una vez alojó a Bruce Chatwin durante sus correrías por la región y trató de casarlo con una de sus hijas, pero la chica se decidió por los requerimientos amorosos de un camionero.

– Aquí vivieron poco más de dos años, luego se mudaron más al sur, cerca de Fuerte Bulnes, en el estrecho de Magallanes. Desde allí organizaron el último de sus grandes atracos, el del Banco de Londres y Tarapacá, en Punta Arenas. Cómo me gustaría que estuvieran vivos -suspira Pablo Casorla. -¿Vivos? Tendrían más de cien años.

– ¿Y qué? El que nace cigarra nunca deja de cantar. Si esos dos estuvieran vivos yo los acompañaría en un par de atracos y con el botín compraríamos media Patagonia. Qué pena que hayan muerto -vuelve a suspirar Pablo y, junto a las vacas de mirada displicente, nos echamos unos tragos de vino a la salud de esos dos bandidos que terminaron asesinados por un policía chileno, luego de asaltar bancos por el sur del mundo y financiar con ese dinero hermosas e imposibles revoluciones anarquistas.

5

A mediados de marzo los días se tornan más breves y por el estrecho de Magallanes entran fuertes vientos del Atlántico. Es la señal para que los habitantes de Porvenir revisen las provisiones de leña y observen melancólicos el vuelo de las avutardas que cruzan de la Tierra del Fuego a la Patagonia.

Pensaba continuar viaje a Ushuaia, pero me informan que las últimas lluvias han cortado el camino en varios tramos y que no lo repararán hasta la primavera. No importa. En esta región es absurdo tener planes fijos, y además se está muy bien en El Austral, un bar de gente de mar donde preparan el mejor estofado de cordero. Cordero de Magallanes perfumado por los clavos de olor escondidos en los corazones de las cebollas que lo guarnecen.

Una docena de parroquianos esperamos ansiosos a que la dueña anuncie la hora de pasar a la mesa. Bebiendo vino nos dejamos atormentar por los aromas que llegan de la cocina. Tiene mucho de liturgia esa espera que nos llena la boca de saliva.

En un extremo de la barra charlan tres hombres. Hablan un inglés muy británico mientras se echan copas de ginebra al coleto. No es una bebida especialmente apreciada en la Tierra del Fuego y suele reemplazar a la loción para después de afeitarse. Uno de ellos consulta en español si falta mucho para la hora de comer.

– No se sabe. Cada cordero es diferente. Igual que las personas -responde la dueña, doña Sonia Maríncovich, un metro ochenta de estatura y unos noventa kilos de humanidad eslava bien repartida bajo su vestido negro. -No tenemos tiempo -insiste el inglés.

– Aquí lo único que sobra es el tiempo -indica uno de los parroquianos.

– Es que debemos zarpar con luz de día. ¿Entiende?

– Entiendo. ¿Y con qué rumbo? Se lo pregunto porque esta tarde va a soplar un viento vuelcaburros. -Vamos a la ensenada de Raúl.

– Querrá decir a la ensenada del Incesto -corrige el parroquiano.

El hombre da una palmada sobre la barra, tira unos billetes por la consumición y sale con sus acompañantes soltando imprecaciones en inglés.

Me acerco al parroquiano que ha hablado con el iracundo británico.

– Parece que se ofendió. ¿Qué es eso de la ensenada del Incesto?

– Historia, pero los ingleses no tienen sentido del humor. Que se jodan. Se perdieron el estofado. ¿No conoce la historia?

Le respondo que no, y el parroquiano echa una mirada a doña Sonia. Desde los peroles, la mujer le responde con un gesto de aprobación.

– Las cosas ocurrieron más o menos así: allá por 1935 naufragó un vapor británico en el canal de Beagle, y al parecer los únicos sobrevivientes fueron un misionero protestante y su hermana. Los dos náufragos pudieron caminar hacia el este y en una semana hubieran llegado a Ushuaia, pero como no tenían sentido de la orientación, caminaron hacia el norte. Recorrieron unos ochenta kilómetros cruzando selvas, atravesando ríos, subiendo y bajando cerros y, finalmente, a los cuatro meses aparecieron en la que antes se llamaba ensenada de Raúl, en la costa sur de Almirantazgo. Allí los encontraron unos tehuelches, que los acompañaron hasta Porvenir. Esa es la historia.

– ¿Y por qué se llama ahora ensenada del Incesto?

– Es que la mujer llegó encinta. Preñada de su hermano.

– A la mesa, que voy a servir -anuncia doña Sonia, y nos entregamos en cuerpo y alma a disfrutar del excelente estofado de cordero que los ingleses se perdieron por culpa de su mal humor.

6

Al norte de Manantiales, poblado petrolero de la Tierra del Fuego, se levantan las doce o quince casas de una caleta de pescadores llamada Angostura porque está justamente frente a la primera angostura del estrecho de Magallanes. Las casas están habitadas nada más que durante el corto verano austral. Luego, durante el fugaz otoño y el largo invierno, no son más que una referencia en el paisaje.

Angostura no tiene cementerio, pero tiene una pequeña sepultura pintada de blanco y orientada hacia el mar. En ella reposa Panchito Barría, un chico fallecido a los once años. En todas partes se vive y se muere -como dice el tango "morir es una costumbre"-, pero el caso de Panchito es trágicamente especial, porque el niño murió de tristeza.

Antes de cumplir los tres años Panchito padeció de una poliomelitis que lo dejó inválido. Sus padres, pescadores de San Gregorio, en la Patagonia, cruzaban cada verano el estrecho para instalarse en Angostura. El niño viajaba con ellos, como un amoroso bulto que permanecía acomodado sobre unas mantas, mirando el mar.

Hasta los cinco años Panchito Barría fue un niño triste, huraño, y casi no sabía hablar. Pero un buen día tuvo lugar uno de esos milagros acostumbrados en el sur del mundo: una formación de veinte o más delfines australes apareció frente a Angostura, desplazándose del Atlántico al Pacífico.

Los lugareños que me contaron la historia de Panchito afirmaron que, apenas los vio, el chico dejó escapar un grito desgarrador y que, a medida que los delfines se alejaban, sus gritos ganaban en volumen y desconsuelo. Finalmente, cuando los delfines desaparecieron, de la garganta del niño escapó un chillido agudo, una nota altísima que alarmó a los pescadores y espantó a los cormoranes, pero que hizo regresar a uno de los delfines.

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