Luis Sepúlveda
Patagonia Express
Apuntes sobre estos apuntes
En la casa mexicana de Mari Carmen y Paco Ignacio Taibo I hay una mesa enorme y en torno a ella se reúnen veinticuatro comensales. Allí escuché una vez cierta frase que sirve de título a un libro de Taibo I: "Para parar las aguas del olvido". Cuando más tarde leí la obra, por una parte creció mi cariño y admiración por el escritor asturiano y, por otra, aprendí que es imposible evitar la despedida de ciertos textos, por más que uno los quiera y vea en ellos una parte fundamental de su intimidad. Ahora me despido de estos apuntes, compañeros de un largo camino, que siempre estuvieron conmigo para recordarme mi casi ningún derecho a sentirme solo, deprimido, o con la bandera a media asta. Fueron escritos en diferentes lugares y situaciones. Nunca supe cómo llamarles y todavía no lo sé. Alguna vez, alguien me dijo que con seguridad debía de tener muchos textos del cajón, y como la aseveración me sorprendió le pedí que se explicara.
– Textos del cajón: esas anotaciones que se hacen sin saber por qué ni para qué -detalló.
No. No son textos del cajón porque ello supondría la existencia de un cajón que, normalmente, forma parte de un escritorio, y yo no tengo escritorio. Ni tengo ni quiero tener, pues escribo sobre un grueso tablón heredado de un viejo panadero hamburgueño.
Cierta tarde de skatt, un juego de naipes muy del norte de Alemania, el viejo panadero anunció a sus compañeros de partida que la artritis lo obligaba a tirar la toalla y a cerrar la panadería.
– ¿Y qué vas a hacer ahora, viejo roñoso? -le preguntó uno de los amables jugadores.
– Considerando que ninguno de mis hijos quiere seguir en la profesión y que mis máquinas han sido declaradas obsoletas, pues mandarlo todo al infierno y obsequiar lo que todavía emane cariño -respondió el viejo Jan Keller, y a continuación nos invitó a una gran juerga en la panadería.
Ahí recibí el grueso tablón sobre el que amasó pan durante cincuenta años, y sobre él amaso mis historias. Amo este tablón que huele a levadura, a sésamo, a jengibre, al más noble de los oficios. Así que un escritorio, ¿para qué diablos iba yo a querer un escritorio?
Estos apuntes que no sé cómo llamar permanecieron en los rincones de alguna estantería, se cubrieron de polvo y, a veces, buscando antiguas fotos o documentos, volví a toparme con ellos, y confieso que los leí con una mezcla de ternura y orgullo, porque esas páginas garrapateadas o pésimamente mecanografiadas encerraban un intento de comprensión de dos temas capitales muy bien definidos por Julio Cortázar: la comprensión del sentido de la condición de hombre, y la comprensión del sentido de la condición de artista.
Es cierto que en ellos hay mucho de experiencia personal, pero nadie debe ver en eso una suerte de conjura contra el mal de Alzheimer, pues no está en mis planes escribir un libro de memorias.
Me despido entonces de estos apuntes, que en algunos casos abandonaron sus escondites para ser publicados en antologías, revistas y, últimamente, en una edición parcial en Italia.
Finalmente se ordenan en el volumen que usted, lectora, lector, tiene en las manos, gracias a los acertados y fraternos consejos de Beatriz de Moura. Lo he titulado Patagonia Express, como un homenaje a un ferrocarril que, aunque ya no existe, pues la poesía se declara poco rentable en nuestros días, continúa viajando en la memoria de los hombres y mujeres de la Patagonia.
Les invito a acompañarme en un viaje sin itinerario fijo, junto a todas esas personas estupendas que aparecen con sus nombres, y de las que tanto aprendí y sigo aprendiendo.
Lanzarote, Islas Canarias Agosto de 1995
Primera parte Apuntes de un viaje a ninguna parte
1
El pasaje a ninguna parte fue un regalo de mi abuelo. Mi abuelo. Un ser insólito y terrible. Creo que recién había cumplido los once años cuando me entregó el pasaje. Caminábamos por Santiago una mañana de verano. El viejo ya me había invitado a unas seis gaseosas y otros tantos helados, ya muy licuados en mi barriga, y yo sabía que esperaba el aviso de mis ganas de orinar. Tal vez se preocupó verdaderamente por mis riñones al consultarme:
– ¿Qué? ¿No quieres mear? Joder, mi niño. Con todo lo que has bebido…
Mi respuesta natural y acostumbrada debía de sonar dramáticamente afirmativa, con juntura de piernas acompañando a las palabras. Entonces él, quitándose el resto del caliqueño que siempre le colgaba de los labios, suspiraría antes de exclamar con el más didáctico de sus tonos:
– Espere, mi niño. Espere y aguante hasta que encontremos la iglesia adecuada.
Pero aquella mañana yo iba decidido a mojarme en los pantalones antes de soportar una vezmás las puteadas de algún cura. La broma de inflarme de helados y gaseosas para luego hacerme orinar en las puertas de las iglesias la veníamos repitiendo desde el día en que empecé a caminar y el viejo me transformó en su camarada de correrías, pequeño cómplice de sus bellaquerías de ácrata jubilado.
Cuántas puertas de iglesias habré meado. Cuántos curas, cuántas beatas me habrán insultado.
– ¡Chiquillo cochino! ¿No tienes baño en tu casa?! -era lo más suave que me soltaban.
– ¡Cómo te atreves a insultar a mi nieto, que es un hombre libre! ¡Parásito! ¡Escoria! ¡Asesino de la conciencia social! -les espetaba mi abuelo mientras yo dejaba caer hasta la última gota, jurándome que el próximo domingo no le aceptaría ni una Papaya, ni una Bilz, ni una Orange Crush, los refrescos a los que me invitaba con más que generosidad.
Aquella mañana me puse firme con el viejo.
– Sí. Estoy que me meo, Tata. Pero quiero ir a un servicio.
El viejo mordió el resto del caliqueño antes de escupirlo. Enseguida murmuró un "mecagonlaleche", se alejó un par de pasos, pero regresó de inmediato a acariciarme la cabeza.
– ¿Es por lo del domingo pasado? -consultó sacando otro cigarro de un bolsillo.
– Claro, Tata. Ese cura quería matarlo.
– Es que esos hijos de puta son peligrosos, mi niño. Pero en fin, si la naturaleza así lo quiere, pues pasaremos a expresiones de mayor consecuencia.
El domingo anterior había vaciado aguas contra la centenaria puerta de la iglesia de San Marcos. No era la primera vez que aquellos vetustos tablones me servían de mingitorio, mas al parecer el cura estaba sobre aviso porque me sorprendió en lo mejor de la meada, cuando era imposible detener el chorro y, jalándome de un brazo, me obligó a volver el cuerpo hacia el abuelo. Entonces, mientras indicaba mi chorreante pito con un dedo profético, el cura bramó:
– ¡Se ve que es tu nieto! ¡Se le nota la pequeñez de raza!
Vaya un domingo. Culminé la meada sobre los peldaños de la iglesia, aterrado de ver a mi abuelo arrojar el saco, subirse las mangas de la camisa, y desafiar al cura a un duelo a trompadas que afortunadamente evitaron los monaguillos y beatos del coro, porque el cura respondió al desafío arremangando la sotana. Vaya un domingo. Una vez aliviado en el respetable urinario de un bar, el viejo decidió que la mejor manera de terminar la mañana era acudir al centro asturiano, donde los domingos se engalanaban especialmente con las fabes de la tierra y el cabrales del exilio republicano.
Para mí, el cabrales era una masa repugnante y apestosa que tan sólo degustaban esos vejetes con boina, que a diario se acercaban a la casa de mis abuelos siempre precedidos por la misma pregunta:
– ¿Qué? ¿Se murió el cabrón?
Mientras le hacía honores a un arroz con leche pensé en qué había querido decir el viejo con eso de las "expresiones de mayor consecuencia", y supongo que debí de temblar al adivinar intenciones escatológicas en sus palabras, pero mis temores se disiparon al verlo entrar junto con otros comensales al gran salón adornado con la bandera rojinegra de la CNT. De aquel salón salían los libros de Julio Verne, de Emilio Salgari, de Stevenson, de Fenimore Cooper, que la abuela me leía por las tardes.