Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El Patagonia Express es el tren de los ovejeros. Cada final de invierno, cientos de chilotes llegan hasta Puerto Natales, cruzan la frontera y en el tren se dirigen a las estancias ganaderas. Son hombres fuertes que, hastiados de la pobreza chilota y de la proverbial dureza de carácter de las mujeres isleñas, salen a buscar fortuna en el continente. Son hombres fuertes, pero de corta vida. En Chiloé se alimentan de mariscos y papas. En la Patagonia, de cordero y papas. Muy pocos han probado alguna vez fruta -de no ser manzanas- o alguna verdura. El cáncer de estómago es una enfermedad endémica entre los chilotes.

La estación de Jaramillo es un edificio de madera pintado de rojo. La arquitectura tiene un cierto dejo escandinavo. Las tejuelas finamente talladas que adornan las canaletas de la lluvia se mecen con el viento, faltan muchas, y las que quedan también caerán sin que una mano se preocupe por fijarlas o reponerlas.

Jaramillo es apenas la estación y un par de casas, pero el tren se detiene allí para cargar agua. Esa parece ser toda la importancia del lugar, aunque en él se mantenga viva la memoria trágica de la Patagonia, la memoria paralizada en el reloj de la estación: las nueve y veintiocho minutos. En 1921, en la estancia La Anita, empezó la última gran revuelta de los peones y de los indios. Liderados por un gallego anarquista, Antonio Soto, más de cuatro mil personas, entre hombres y mujeres, ocuparon la estancia y la estación de Jaramillo. Proclamaron el derecho a la autogestión y durante un par de semanas vivieron la ilusión de ser la primera Comuna Libre de la Patagonia, que ellos ingenuamente bautizaron como Sóviet. La respuesta de los terratenientes no se hizo esperar. El gobierno argentino envió un fuerte contingente de tropas a terminar con los insurrectos. Llegaron al mediodía del 18 de junio de 1921.

Los hombres se hicieron fuertes en la estación de Jaramillo y las mujeres permanecieron ocupando las casas de la estancia. Sus armas eran cuchillos facones, un par de revólveres arrebatados a los capataces, lanzas y boleadores. El ejército llevaba fusiles y ametralladoras.

El capitán Varela, al mando de las tropas, luego de rodear la estación, les dio plazo hasta las diez de la noche para rendirse, garantizando la vida de todos los que depusieran las armas, pero, palabra de militar a fin de cuentas, Varela no respetó el plazo y a las nueve y veintiocho minutos dio la orden de abrir fuego.

Nunca se supo el número exacto de víctimas. Cientos de hombres fueron fusilados frente a tumbas que antes debieron cavar ellos mismos. Cientos de cuerpos fueron quemados, y por la pampa se extendió el olor de los cadáveres abrasados.

Las nueve y veintiocho. Una bala detuvo la marcha del reloj, y así permanece.

– Lo han reparado muchas veces, pero siempre alguien se encarga de estropearlo y poner la hora que debe marcar -me indica el revisor.

– Todos eran subversivos. El que los lideraba, el gallego ese, los convenció de que la propiedad era un robo. Estuvo bien que los mataran a todos. Con los subversivos no hay que tener piedad -se entromete el pastor.

Los peones, que han despertado, le responden con gestos obscenos, el revisor se encoge de hombros y el pastor se refugia en la lectura de su ladrillo negro.

El sol se pone por el oeste, se hunde en el Pacífico, y sus últimos destellos proyectan la sombra del Patagonia Express sobre la blanca pampa mientras se aleja en sentido contrario, hacia el Atlántico, hacia donde empiezan los días.

9

Siempre regreso a Río Mayo, una ciudad patagona a unos cien kilómetros de Coyhaique y a otros doscientos cincuenta de Comodoro Rivadavia. Siempre regreso, y lo primero que hago al bajar del bus, camión u otro vehículo que me deja en el cruce de caminos es cerrar los ojos para que no me ciegue la polvareda. Luego los abro lentamente, me echo la mochila a la espalda y camino hacia un edificio de madera ricamente trabajada.

Es una noble ruina, un mudo testigo de tiempos mejores que, tras el empujón para abrir la puerta, descubre lo que fue el salón de baile, el casino, el ¿¿pocïio de la orquesta, el bar con sus taburetes tapizados de cuero marrón, ahora en gran parte devorados por las cabras, y el retrato de la Reina Victoria que un pintor dotado de una curiosa noción de la anatomía pintó en el muro central de la recepción. Los ojos de la soberana británica están corridos hacia los costados, casi rozándole las orejas, y las aletas nasales, muy africanas, le ocupan la mitad de la cara.

"Salve, Regina", la saludo, y me siento a fumar un cigarrillo, antes de despedirme de ella. Sé que afuera, invariablemente, habrá algún lugareño esperándome. Esta vez se trata de una mujer. Se aferra a una cesta y me mira con ojos maliciosos. -Se equivocó -me dice. -¿No es éste el Hotel Inglés?

– Sí, pero hace diez años que está cerrado. Desde la muerte del gringo -añade. -¿Cómo? ¿Cuándo murió Mister Simpson? -le pregunto aunque conozco la historia, sólo por el placer de escuchar una nueva versión.

– Hace diez años. Se encerró con cinco mujeres, bueno, usted comprende, de ésas de la vida. Y murió, el muy chancho.

Cinco mujeres. En mi anterior visita, un lugareño me habló de doce prostitutas francesas. Tal vez menguan las leyendas. En todo caso, lo cierto es que, cuando Thomas Simpson supo que el cáncer le roía los huesos y el médico le diagnosticó como máximo tres meses de vida, regaló el hotel a los trabajadores conservando para él nada más que la suite presidencial. Hizo subir unas cajas de habanos, un barril de Scotch y se encerró con un grupo indeterminado de damas alegres y bien pagadas, que tenían la tarea de apresurar su muerte de la manera más grata.

A la semana, la noticia de su dulce agonía había corrido hasta Comodoro Rivadavia. La colonia inglesa se encargó de enviar a un clérigo para detener el escándalo, pero, cuando el aleluya brother intentó pasar a la suite, lo detuvo un pedazo de plomo calibre cuarenta y cinco que le destrozó una pierna. Simpson murió como quiso, y el hotel se fue al infierno en muy poco tiempo.

– Hay otro hotel al final de la calle. Si quiere lo llevo -me informa la mujer.

Le doy las gracias y echo a andar en la dirección indicada. Sé que allí está el San Martín, el mejor hotel de la Patagonia.

Es un caserón esquinero de una sola planta. A través de la nube de polvo que pasa incesante por la calle percibo que subido a una escalera arrimada a la fachada hay un tipo repasando la pintura del letrero que identifica el establecimiento.

– Eh, amigo. ¿Es usted el dueño del hotel? -le grito desde abajo.

– Si fuera el dueño, no estaría aquí -me grita desde arriba.

– ¿Puede llamar al dueño? -vuelvo a gritar desde abajo.

– No está. No hay nadie. Entre y sírvase un mate -grita el pintor.

Le obedezco y, mientras empujo la puerta de dos batientes, pienso en que ése no es argentino. Habla con un acento demasiado cantarín.

El comedor no ha cambiado en estos dos últimos años. Las mismas mesas de hierro con tablero de formica, las mismas sillas de madera, y encima de cada mesa un coqueto florero con rosas y claveles de plástico. Tras la barra de madera se alinean las botellas de vino, grapa y caña. Y, en el lugar de honor, en el espejo, un retrato de Carlos Gardel enseñando una dentadura perfecta.

El Hotel San Martín. Hasta 1978 el lugar servía de bodega del municipio. Ese mismo año llegaron a Rio Mayo dos delegados políticos: el turco Gerardo Garib, que de turco no tenía nada pues era argentino de Buenos Aires, sindicalista no corrompido por el peronismo y descendiente de palestinos, y su mujer, la turca Susana Grimaldi, que tampoco tenía nada de turca -salvo el estar casada con el turco-, pues era uruguaya, de Colonia, profesora de música, y sabía maldecir maravillosamente en el italiano de sus progenitores.

20
{"b":"100307","o":1}