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Este vagabundo del mar es mi hermano, y me da la primera bienvenida a la Patagonia.

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Ladislao Eznaola y sus hermanos menores, Iñaqui y Agustín, levantaron la casa principal de su estancia en la costa norte de un lago que en Chile se llama General Carrera y Buenos Aires en el territorio argentino. Unas mil cabezas de ganado vacuno y otras cinco mil de bovino pastan en las seis mil hectáreas de su propiedad. Viven de la ganadería y de comerciar otros productos llegados por mar desde el norte chileno y que transportan en las vigorosas "chatas", camionetas de gran capacidad de carga, hasta las dos balsas que tienen en el lago.

Los habitantes de Perito Moreno y otros poblados de la Patagonia argentina reciben con alivio las balsas de los Eznaola, sobre todo en los largos meses de invierno, cuando los caminos se tornan intransitables y dejan de recibir suministros de Puerto Deseado o Comodoro Rivadavia, ciudades de la costa atlántica.

Ladislao me saluda con un efusivo abrazo, y le pregunto por su padre, el legendario Viejo Eznaola.

– Sigue en lo suyo. No cambia el viejo. Nunca va a cambiar. Y ya cumplió ochenta y dos años -indica con un tono entre divertido y preocupado. "Lo suyo" es la navegación. El Viejo Eznaola es otro vagabundo del mar, pero diferente de los chilotes. Navega por los canales buscando un barco fantasma, que puede ser el Caleuche, versión austral del Holandés Errante, o el Cacafuego, una nave de corsarios ingleses condenada a vagar eternamente por los canales, sin poder salir jamás al mar abierto, presa de una maldición porque sus tripulantes se amotinaron y asesinaron a dos capitanes. Esta maldición se prolonga durante más de cuatrocientos años, y el Viejo Eznaola considera que los infelices ya han padecido demasiado. Por eso recorre los canales en su cúter adornado con gallardetes de amnistía. Los busca para guiarlos, como un práctico, hasta la gran libertad del mar.

– Sírvase. Déjese hacer cariños -dice Marta, la mujer de Ladislao, entregándome un plato con dos empanadas.

Saludo a las señoras de la estancia. Marta es veterinaria; Isabel, la mujer de Iñaqui, es profesora y se encarga de educar a la nueva generación de Eznaolas y a los demás niños de la estancia. Flor, la mujer de Agustín, es ya una leyenda en la Patagonia. Trabajaba como enfermera en el hospital de Río Mayo, en Argentina. Agustín vivió siempre enamorado de ella, pero jamás se atrevió a confesarle sus sentimientos. La veía una vez al año y tras cada visita su amor crecía hasta casi reventarle el pecho. Un día supo que Flor se casaba con un empleado de banca. Agustín trepó a su "chata", cargó también la guitarra y pidió a sus hermanos y cuñadas que embellecieran la casa porque regresaría con la mujer de sus sueños.

Llegó a Río Mayo el domingo de la boda y, con la guitarra en las manos, se instaló en la iglesia.a esperar a la mujer a quien amaba. Flor aparecio vestida de novia, acompañada de sus padres. El novio no tardaría en presentarse. Agustín le pidió que lo escuchara sin decir nada hasta la llegada del novio. Entonces pulsó la guitarra y empezó a desgranar unas décimas en las que su amor se mostraba con toda la belleza de la poesía, y con todo el dolor de quien la amaba y amaría hasta después de la muerte. Cuando el novio apareció, quiso interrumpir al cantor, pero Flor y los lugareños de Río Mayo se lo impidieron. Dos horas cantó Agustín y, al final, cuando se aprestaba a romper la guitarra para que nadie pudiera mancillar sus versos de amor, Flor lo tomó de la mano, lo guió hasta la "chata" y juntos emprendieron el camino hacia la estancia. Flor llegó vestida de novia y, desde entonces, Agustín, que es uno de los mejores "payadores" de la región, la llama "mi musa blanca".

– ¿Y don Baldo Araya? -pregunto inquieto por no ver a uno de mis mejores amigos patagones. -No tarda. Viene con los de la radio. Los demás están todos. Acércate a conocerlos -me invita Ladislao. -Santos Gamboa, de Río Mayo.

– Para lo que mande, amigo -dice el aludido llevándose dos dedos hasta el ala del sombrero gaucho.

– ¿Sigue la música en Río Mayo? -le pregunto. El gaucho se rasca la nuca antes de responder afirmativamente.

Río Mayo es una pequeña ciudad de la Patagonia argentina, barrida eternamente por un fuerte viento que llega del Atlántico y que a su paso por la pampa arrastra arbustos de calafate, champas de coirón y toneladas de polvo. Normalmente, la polvareda oculta las veredas opuestas de las calles de Río Mayo.

En 1977, durante la dictadura militar argentina, a un coronel del regimiento Fusileros del Chubut se le ocurrió una idea genial -genialidad militar, se entiende- para evitar posibles reuniones de conspiradores en las calles. En cada esquina, colgó de los postes del alumbrado público unos parlantes que bombardeaban la ciudad con música militar -perdón por llamarla música- desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Cuando Argentina entró en el grupo de naciones con democracia bajo fianza, las nuevas autoridades no quisieron retirar los parlantes para evitar problemas con los militares, y los habitantes de Río Mayo continuaron padeciendo doce horas diarias de bombardeo decibélico. Desde 1977 los pájaros de la Patagonia evitan volar sobre la ciudad y la mayoría de los lugareños tiene problemas auditivos.

– Lorenzo Urriola, de Perito Moreno. Carlos Hainz, de Coyhaique. Marcos Santelices, de Chile Chico. Isidoro Cruz, de Las Heras -va presentando Ladislao.

– Se hace tarde. Creo que debemos empezar. Baldo y los de la radio se perderán la primera parte -dice Iñaqui pasándome un melón abierto en un extremo, al que le han raspado la pulpa y rellenado con un refrescante vino blanco.

Unos peones traen el primer cordero y entonces empieza la "capa", la castración de los animales que no servirán para reproducir y cuya única meta será la de engordar para producir kilos y más kilos de carne.

Del primer cordero se éncarga Marcos Santelices. Dos ayudantes lo tumban sobre un tablón y le abren las patas traseras para que Santelices, después de comprobar el filo de su facón de empuñadura de plata, afeite la sutil vellosidad que cubre los testículos del asustado cordero. Cuando la piel se ve rosada y limpia, Santelices clava el facón en la mesa e inclina la cabeza entre los muslos del animal. Con una mano envuelve con delicadeza los testículos mientras que con la otra busca las venas en el saco de piel que los envuelve. Al encontrarlas aprieta con fuerza para cortar el flujo sanguíneo y desgarra con los dientes el saco escrotal.

Ninguno de los presentes advierte cuándo los testículos del cordero pasan a la boca de Santelices, pero luego lo vemos retirarse unos pasos y escupirlos en una palangana, mientras los ayudantes atan el vacío e inútil envoltorio para evitar una hemorragia. Todos aprobamos la faena del gaucho de Chile Chico. El cordero "capado a diente" no debe perder ni una gota de sangre.

Unos doce animales han pasado ya por los dientes de los capadores, y estamos devorando las deliciosas criadillas asadas cuando vemos llegar el jeep adornado con el logotipo de RADIO VENTISQUERO, LA VOZ DE LA PATAGONIA.

Al primero que veo bajar es a Baldo Araya, el porf ado profesor del liceo de Coyhaique e historiador de la Patagonia, que durante los grises años de la dictadura militar chilena se negó a cantar las estrofas que los gorilas agregaron al himno nacional. Así, cada lunes, los alumnos y profesores entonaban el odioso "vuestros nombres, valientes soldados que habéis sido de Chile el sostén…", todos cantaban, todos menos Baldo Araya, que permanecía mudo. Lo golpearon, lo encarcelaron durante varios meses acusándolo de desacato a la autoridad, pero no consiguieron doblegar su voluntad. Finalmente decidieron expulsarlo del liceo, pero entonces, una mañana, frente a la puerta del regimiento Baquedano, apareció degollado uno de los perros vigías, con una nota en el hocico: "Cretinos, ¿no se dan cuenta de que los tenemos rodeados? Ustedes dentro del cuartel, nosotros fuera. Dejen en paz al profesor Araya".

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