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Cuando a la luz de la Cruz del Sur brinde a la salud del condenado inglés que se largó primero, tal vez el viento me entregue el eco de dos caballos montados por dos viejos gringos galopando sobre la línea incierta del litoral, en una región tan vasta y colmada de aventuras que no puede ser truncada por la mezquina frontera que separa la vida de la muerte.

2

A la entrada del gran fiordo de Aysén, El Colono aminora la velocidad para realizar el viraje de cuarenta y cinco grados que le permitirá adentrarse en la Patagonia. La navegación se torna entonces muy lenta, casi monótona, como los gestos de los camioneros que viajan en el transbordador, hombres que matan el tiempo disputando partidas de dominó, tomando mate amargo o rasurándose ante los espejos retrovisores de sus vehículos. Otros, los que no juegan ni se acicalan, comprueban si la carga de los camiones sigue bien estibada, si los costales de ajo, papas, cebollas, verduras y todo aquello que no crece ni florece ni se fabrica en la inmensa región a la que se dirigen, continúa seguro en las espaldas de los camiones, que reposan como animales dormidos en el vientre de una ballena rojiblanca.

Es un amanecer sin vientos, apenas una leve brisa advierte que dejamos el Pacífico para adentrarnos en las mansas aguas del gran Fiordo. La superficie se ve como una placa metálica, a la que el sol naciente arranca reflejos plateados.

En el puente de mando, el timonel y dos oficiales escudriñan atentos el quieto sendero de agua. A los hombres de mar les gusta el fiordo con oleaje. En el movimiento del agua reconocen los traicioneros bancos de arena y los filudos arrecifes que se esconden bajo la superficie. Nada peor que la mar en calma, suelen comentar los marinos australes. Navegamos con rumbo al suroeste, y si hay suerte podremos atracar en un lugar llamado Trapananda.

– ¿Cómo se llega a Trapananda? -pregunto a un camionero.

– No tengo la menor idea. Tal vez lo sepa el capitán -responde sin dejar de afeitarse. No. Este no es un patagón.

– ¿Cómo se llega a Trapananda? -insisto ahora con uno de los que toman mate.

– Con paciencia, paisano. Con mucha paciencia -contesta, y me observa con expresión de complicidad. Sí. Sin duda éste es un patagón.

Trapananda. En 1570, el gobernador de Chile, don García Hurtado de Mendoza, concluyó, muy a pesar suyo, que los rumores que hablaban de grandes yacimientos de oro y plata al sur de La Frontera, en el territorio dominado por el cerro ¿¿Ñielol y desde el cual los mapuches, pehuenches y tehuelches habían empezado una guerra de resistencia que se prolongaría por más de cuatro siglos -fueron los primeros guerrilleros de América-, no eran más que eso: rumores sustentados en supercherías.

A don García Hurtado de Mendoza no le interesaban mayormente los metales nobles. El era un agricultor y, al igual que muchos otros conquistadores castellanos -Pedro de Valdivia entre ellos-, había comprobado con satisfacción que el potencial agrícola de las tierras situadas al norte del río Bío Bío era infinito. Allí crecía de todo. Bastaba con lanzar las semillas y la fértil tierra hacía el resto.

Hasta el vino se daba bien. En 1562, en las tierras entregadas al encomendero Jerónimo de Urmeneta, a veinte leguas al sur de Santiago del Nuevo Extremo, se produjeron las primeras cincuenta barricas de vino chileno. Era un caldo espeso, fuerte, seco y oscuro como la noche. Un buen vino para consagrar, pero mejor para beber. Los descendientes del encomendero continuaron con su producción, y en nuestros días el Urmeneta del Valle del Maipo está considerado como uno de los mejores vinos del planeta.

Se daba de todo en esas tierras, pero desde España reclamaban oro y plata, de tal manera que una vez más don García decidió conceder credibilidad a los rumores acerca de la riqueza dorada o plateada.

Esta vez los rumores de la soldadesca hablaban de un misterioso reino de Tralalanda, Trapalanda o Trapananda, donde las ciudades estaban adoquinadas con lingotes de oro y las puertas de las casas se abrían gracias a grandes bisagras de plata de la más alta ley. Algunos llegaron a aseverar que Trapalanda, Tralalanda o Trapanandá no era otra que la mítica Ciudad Perdida de los Césares, una suerte de El Dorado austral. Y los rumores aseguraban que tal prodigioso reino se extendía al sur de Reloncaví, a unos mil doscientos kilómetros de la joven capital chilena.

Don García Hurtado de Mendoza armó entonces una expedición al mando del adelantado Arias Pardo Maldonado y la despidió con la orden de conquistar para España el reino de Tralalanda, Trapalanda, Trapananda, o como diablos se llamase.

Ningún historiador ha podido comprobar si Arias Pardo Maldonado llegó a pisar las tierras al sur del Reloncaví, las tierras de la Patagonia continental, pero en el Archivo de Indias, en Sevilla, pueden leerse algunas de las actas escritas por el adelantado:

"Los habitantes de Trapananda son altos, monstruosos y peludos. Tienen los pies tan grandes y descomunales que su andar es lento y torpe, siendo por ello fácil presa de los arcabuceros.

"Los de Trapananda tienen las orejas tan grandes que para dormir no precisan de mantas ni otras prendas de cobijo, pues se tapan los cuerpos con ellas.

"Son los de Trapananda gentes de tal hedor y pestilencia que no se soportan entre ellos, y por eso no se acercan, ni aparean, ni tienen descendencia".

Qué importa si Arias Pardo Maldonado estuvo o no en Trapananda, si pisó o no la Patagonia. Con él nace la literatura fantástica escrita en el continente americano, nuestra desproporcionada imaginación, y eso legitima su condición de personaje histórico.

Tal vez estuviera en la Patagonia y, seducido por sus paisajes, inventara aquellas historias de seres monstruosos para alejar a otros posibles expedicionarios. Si ésa fue su intención, entonces podemos asegurar que lo consiguió, porque la Patagonia, en territorio chileno, se mantuvo virgen hasta comienzos de nuestro siglo, que es cuando empezó su colonización.

Hemos navegado unas cinco millas continente adentro cuando El Colono aminora una vez más la velocidad. Junto a otros pasajeros me asomo a la baranda de estribor para ver qué pasa. Con algo de suerte es todavía posible presenciar el desplazamiento de alguna ballena o de una formación de delfines australes. Pero esta vez no se trata de cetáceos, sino de una embarcación que, a medida que se acerca, va ganando nitidez.

Es una lancha chilota. Una pequeña embarcación de unos ocho metros de eslora por tres de manga, que se desplaza impulsada por la brisa que hincha su única vela. La miro acercarse y sé que aquella frágil embarcación es parte de lo que me llamaba desde el sur del mundo.

"El que se atreve, come", dicen los chilotes. Este que veo pasar, sentado en la popa de su lancha, con el timón de paleta firmemente sujeto a sus manos, como si fuera una prolongación de su cuerpo que baja por la amura de popa hasta perderse en el agua, es un chilote que se "atrevió" a educar los robles, los alerces, los álamos, los eucaliptos, las tecas, a los que durante largos años guió en su crecimiento colgándoles piedras de diferentes pesos hasta que los troncos alcanzaran la madurez y las curvaturas requeridas para obtener una arboladura firme y elástica. Lo veo navegar y agradecer con una mano que el capitán haya dado la orden de reducir la velocidad para no desestabilizar su embarcación con las olas que levanta El Colono. Ahora navega por el gran fiordo y sé que también lo hace por Corcovado, por el terrible golfo de Penas, por los canales de Messier, del Indio, por el estrecho de Magallanes, por el mar abierto, sin radar, sin radio, sin instrumentos de navegación,

sin motor auxiliar, sin nada más sin nada menos, que sus conocimientos del mar y de los vientos.

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