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Bebieron con ademanes sacramentales. Luego, al dejar la copa en la barra, el que hablara se llevó el dorso de una mano a los labios. El mundo estaba en paz. La vida no podía ser más armoniosa, así que retomaron la conversación.

– Pues, como te iba diciendo, eso de los tomates puede ser un gran negocio. Si se sabe llevar, claro.

– Y el muy idiota, dale con que tengo reuma. Reuma yo. Habráse visto.

– Los holandeses hacen fortunas con los tomates. Pero dime tú, ¿de dónde sacan sol los holandeses?

– Que debo ir a unos baños termales. Me cago en la hostia. Es que esos médicos de la Seguridad creen que somos unos señoritingos. ¡Joder!

– Un buen tomate no puede crecer en una jaula. ¿Has visto qué tomates se dan en Torredonjimeno? Sol y agua de la quebrada es lo que necesitan los tomates.

– Es lo que yo digo: donde haya un buen emplasto no hay dolor de huesos ni perro muerto. ¡Coño! Se me ha hecho tarde.

– Hala, Pepe. A comer. Salúdame a la parienta y a ver si un día de estos nos juntamos para seguir hablando. Y cuídate. -Hombre, tú sabes cómo es esto. -Me lo vas a decir a mí, Pepe.

El que aparentemente no tenía reuma salió y, de pronto me vino a la memoria uno de los recuerdos de mi abuelo.

– ¿Hay en Martos un bar que se llame de los Cazadores? -No, que yo sepa -dijo el mesonero.

– ¿Cómo que no? -intervino el cultivador de tomates.

– A ver: está el de Miguel, el Castillo, el de la Peña…

– Manolo. Pon atención. ¿Cómo se llamaba antes este bar? -Ha tenido varios nombres. Déjame pensar.

– Hasta el año cincuenta se llamó de los Cazadores, joder. Así es como lo olvidáis todo.

– Yo nací el cincuenta y dos. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Este tiene razón. Se llamaba bar de los Cazadores y tenía dos ganchos junto a la puerta. En uno se colgaban los macutos y en el otro las escopetas. Vaya si me acuerdo -precisó otro de los parroquianos.

De tal manera que, posiblemente, estaba en el mismo lugar en el que mi abuelo se echaba al coleto unas copas de fino.

Una vez aclarado lo del nombre del bar, los hombres me observaron con indisimulada curiosidad y les conté por qué estaba allí. Les hablé de mi abuelo y de mi largo viaje hasta llegar a Martos. Mientras hablaba, algunos usaron el teléfono para avisar a sus casas que no irían a comer, y otros se valieron de unos chicos que entraron a comprar helados para el mismo propósito. El mesonero, dispuesto a no perderse ni un detalle, colocó botellas de todo cuanto se bebía encima de la barra. Cuando terminé, se miraron entre ellos.

– Vaya historia, chileno. Vaya historia. Hay uno que lleva tu apellido. No vive lejos de aquí. Es un veterano y creo que se llama Angel -informó el de los tomates.

– Sí, señor. Se llama Angel y vive con su mujer. Pero creo que ése no es de Martos. Creo que es de Segovia -apuntó un tercero.

– Hombre. Don Angel vive aquí desde que tengo uso de razón -afirmó el de los tomates. -¿Sabes cuándo nació tu abuelo? -Sí, conozco la fecha.

– Lo que debemos hacer es preguntarle al cura. Ese conoce la vida de Martos mejor que nadie. -Claro. Como se mete en todo.

– Es su oficio. Pastelero a tus pasteles, y el cura a chismorrear con las viejas.

– Pero a esta hora debe de estar comiendo y no atiende ni a Cristo.

– Podemos esperar. Manolo, ¿qué tal si pones unas tapas?

A las cuatro de la tarde habíamos dado cuenta de casi medio jamón y agotado la existencia de tortilla. Otros hombres se unieron al grupo, rápidamente informados por los que ya conocían la historia.

Comandados por el de los tomates nos dispusimos a visitar al cura, pero antes quise pagar el consumo.

– Qué cuenta. Con tu historia lo hemos pasado mejor que con la tele. Esperad, que también voy a ver al cura -declaró el mesonero.

El cura era por lo menos septuagenario, de los de sotana. Con muestras de sobresalto salió a enfrentar al grupo que irrumpía en la paz de su iglesia. -¿Qué se os ha perdido por aquí?

– Tranquilo, señor cura, que venimos con buenas intenciones.

– Pregunto, porque nunca os veo en la misa. El de los tomates, ya aceptado como vocero del grupo, expuso al cura mi historia y los motivos de la visita. Entonces nos invitó a pasar a una habitación de techos altos con los muros cubiertos de libros de antigua empastadura. No le llevó mucho tiempo dar con la fe de bautizo de mi abuelo. -Acércate -me llamó el cura.

Más de un siglo había pasado por aquel folio. Ahí estaba el nombre de mi abuelo y los de mis bisabuelos. Gerardo del Carmen, hijo de Carlos Ismael y de Virginia del Pilar. Ese documento daba testimonio del primer acto público de un hombre al que le sentaban perfectamente los versos de César Vallejo: "Nació muy niñín mirando al cielo, luego creció, se puso rojo, luchó con sus células, sus hambres, sus pedazos, sus no, sus todavía…", y que a lo largo de su vida conocería la cárcel, la persecución y el exilio por sus ideas libertarias.

– Estos tienen razón. Toma por esa calle que se llama de la Virgen hasta el número doce. Allí vive Angel, el hermano menor de tu abuelo, el único de sus cinco hermanos que todavía vive. Tienes que gritarle, porque está sordo como una tapia. Que Dios te bendiga por haberlo encontrado. Es un milagro -dijo el cura acompañándome hasta la puerta.

Al salir de la iglesia había corrido la voz del milagro y algunas ancianitas se persignaban a mi paso. Seguido por una numerosa comitiva subí la calle de la Virgen y me detuve frente al número indicado.

La casa era blanca como todas y tenía un portón de madera verde. No me atrevía a llamar y, ninguno de mis acompañantes tomaba la iniciativa. Todos permanecían silenciosos y, al mirar aquellos rostros curtidos por el sol, me pareció que la situación tenía mucho de tragedia, y no me explicaba la razón.

Años más tarde, cuando supe todo lo que debía saber de Martos, entendí que en esa región, la más empobrecida -que no pobre- de Andalucía, los hombres, tarde o temprano, emprendían el camino de bajada hacia la costa y no regresaban jamás. Y si alguno lo hacía, era siempre un derrotado.

– ¿Pero qué os pasa, chismosos? ¿Es que no tenéis nada que hacer? -preguntó el de los tomates, y la comitiva empezó a retroceder.

– Vamos, volved a vuestros asuntos que aquí el sol os resecará todavía más las cabezotas -indicó otro.

– Luego te pasas por el bar, ¿eh? -se despidió el mesonero.

Me dejaron solo frente al portón. Antes de llamar pasé la mano por la áspera superficie. Estaba muy caliente. El tono verde oscuro con que estaba pintado atraía y conservaba el calor solar. Dejé la mano allí, esperando que esa energía me llenara el cuerpo y me diera el valor necesario para llamar. Pero no necesité hacerlo, pues el portón cedió a la presión de mi mano. Empujé, y entonces vi al anciano.

Dormía apaciblemente recostado en una silla de playa a la sombra de un limonero. El portón daba directamente a un patio embaldosado. Al fondo estaba la casa, invariablemente blanca, y por todas partes se veían macetas con geranios. Junto al anciano había una mesa, y sobre ella un vaso de agua y unos terrones de azúcar. Busqué en las baldosas un testimonio de mi infancia, y allí estaba, en dos o tres moscas aplastadas, secas por el sol.

Mi abuelo practicaba la misma diversión: se echaba un poco de azúcar a la boca, la humedecía con un buche de agua y enseguida escupía la mezcla. Entonces ponía un pie levemente alzado sobre la dulce trampa y esperaba a que llegaran las moscas. Luego, ¡platsch! -¡Ay, Gerardo! ¿Cómo puede ser tan malvado? -lo reprendía la abuela.

– Favor que le hago a la humanidad. Si estos bichos evolucionan se transforman en curas o militares -respondía el abuelo.

Me acuclillé frente al anciano cuidando de no importunar su paz. Dormía con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro. A ratos movía los labios y las cejas. ¿Qué imágenes poblarían sus sueños? Tal vez entre ellas estuviera la de su hermano Gerardo, mozo aún, recogiendo aceitunas, o caminando juntos loma abajo, hacia Jaén, algún domingo de toros, o asomados al vacío en la Peña de Martos, desde donde antaño arrojaban a los condenados.

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