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Fue el pretexto de que se valió para que saliéramos juntos. No nos dijimos palabra hasta estar dentro del coche. Entonces, ella apretó mi mano, largamente, y eso bastó.

– Te guiaré. Pon el coche en marcha. No parece probable que nos sigan. El que me vean contigo les hará pensar que empiezo a aburrirme y que me busco distracciones. Si esto va a preocupar a unos, alegrará a los otros y los hará más confiados.

– ¿A dónde vamos?

– ¿Dispones de un hotel?

– No de la clase en que esté bien visto llegar con una mujer.

Miró la hora.

– Quizá sea mejor. Nos queda poco tiempo, y tenemos mucho que decirnos.

Me llevó a un salón de té en una callecita estrecha, algo torcida, limpia y de casas con la fachada ocre. Dejamos el coche un poco lejos y caminamos a pie, bajo el paraguas: Aquella cúpula de seda, en que rumoreaba el agua, nos aisló unos minutos de Berlín y del mundo, silencio en que el apoyo prolongado de un brazo en otro brazo bastó para comunicarnos la carga sentimental de esperanza y zozobra acumulada en los días anteriores, los dos o tres -¿cuántos ya?- de nuestro alejamiento. Algo, sin embargo, nos mantenía alerta, nos impedía entregarnos a la confianza indefinida. Irina miró hacia atrás.

– ¿Ves cómo no nos siguen? -¿Quería responder a sus propios temores o a los míos?

Elegimos un rincón discretamente ensombrecido, al socaire de una palmera enana, y probablemente artificial, con luces distraídas entre el follaje. El decorador había querido acaso dotar aquel salón de un sucedáneo de misterio multiplicando perspectivas sombrías que no se abrían a ninguna sorpresa; rincones en que nada se ocultaba, estorbos vegetales que no creaban sensación de selva, sino todo lo más cierto barullo arbóreo. Las claridades no se sabía de dónde procedían, pero tampoco qué iluminaban, y si nada quedaba claro, tampoco era suficiente la penumbra. La chica, muy peripuesta, si bien algo valkiria en su aspecto, y que en los descansos de su tarea se sentaba y leía un libro, muy a la vista, al vernos acomodados, se acercó y saludó a Irina como cliente, y le preguntó que si café y pasteles para dos. Irina le respondió que sí, que café y pasteles. La chica se apartó de nosotros con cierta solemnidad o, al menos, con cierto empaque dominador, y esperé a que estuviera de espaldas y recorriese el camino, un tanto laberíntico, que conducía al mostrador, para rogar a Irina que tendiese la mano. Lo hizo y sin decirle palabra, le devolví su anillo al lugar acostumbrado: quise evitarlo, pero me salió la operación algo ceremoniosa, sobre todo en el movimiento de las manos y en algún ademán, más propio del Von Bülov usurpado que de mí; pero, en todo caso, fue el modo de Von Bülov, y yo no tenía por qué mostrarme descontento de aquel tributo a un estilo que no era el mío, pero que podía llegar a serlo y que no pareció disgustar a Irina, si juzgo sobre todo por la gravedad de la respuesta: apretó el dedo como para proteger el anillo como para apropiárselo y no soltarlo jamás:

– Te lo había dado, y no lo recibo como devolución, sino como testimonio de una promesa que he deseado y que me obliga.

No me atreví a besarla porque alguien nos miraba, alguien sentado en un lugar no definido de aquel batiburrillo decorativo y que podían ser, a la vez, todos los clientes: viejas damas de viejos tiempos, con viejos sombreros supervivientes de un pasado del que no podían desprenderse y desde el que nos juzgaban. Quizá la figura de Von Bülov les fuera familiar e incluso grata, suscitadora de nostalgia; en cualquier caso, venía del mismo mundo, pero yo no deseaba ser contemplado ni juzgado. Mi mano dijo a Irina lo necesario, y ella sonrió. La chica se acercaba con lo pedido. Irina me sirvió el café y la leche; yo le pasé la mantequilla y los pasteles. En el salón se oía música de tziganos sin tziganos, por fortuna suave, pero que nos llegaba embarullada en los excesos decorativos. Me preguntó Irina quién era en realidad Von Bülov; se lo expliqué. Me dijo que le gustaba mi aspecto, que sentía más tranquilidad a mi lado ahora que cuando aparecía como De Blacas, y lo atribuyó a que los franceses, por muy bien educados que sean, no pierden del todo su conciencia de superioridad, y más en el caso de un antiguo secuaz de De Gaulle, como lo era De Blacas.

– Lo que me extraña es que un junker como Von Bülov no sea más estirado.

Le respondí que el sufrimiento había suavizado su rigidez militar, de la que conservaba, según mis últimas observaciones, cierta propensión al taconazo como saludo generalmente audible. Rió.

– Ya me encargaré yo de quitarle esa costumbre -y cuando dijo esto, se ensombreció de repente: hasta entonces, y por un tiempo no medido, el sol había brillado para los dos.

– ¿Y Eva Gradner?

– No lo sé, pero puede estar ahora mismo entrando en este salón, o quizá, con mucha suerte, acercándose a la puerta.

Le relaté con detalle todo lo acontecido desde mi llegada a Berlín, la aparición de mis perseguidores y las restantes peripecias de mi fuga, todo lo cual pareció entretenerla y aun divertirla en algunos momentos, pero volvió a ensombrecerse cuando me oyó decir:

– Es inevitable que me encuentre. Puedo burlarla con más o menos fortuna, puedo incluso evitarla por unas horas si paso a la zona del Este, y pienso hacerlo esta noche si me da tiempo, pero llegará un momento en que sus cien lobos me cerquen y en que ella se dirija hacia mí y me pregunte si soy… ¿quién? ¿Maxwell o De Blacas? Ignoro lo que sucedió en mi ausencia, y si me persigue con un nombre o con otro. Ayer, al hablar con ella por teléfono, procuré despistarla y hacerle creer que Maxwell y De Blacas son personas diferentes, pero ignoro el efecto de mis palabras.

Irina cogió mi mano.

– ¿Vas a dejar que te detenga?

– No sé lo que voy a hacer, pero no puedo huir indefinidamente: ni sé hacerlo, ni tiene más sentido que una dilación necesaria, ésta de vernos u otra semejante. Mi detención, en todo caso, puede ser el principio de nuestra libertad. Me apesadumbraba, estos días, el no saber de ti. Me hallaba como arrebatado, como si mi inteligencia funcionase con el embarazo de una situación sentimental insoluble. Sentía, además, la pesadumbre de soportar a Maxwell, la irritación de serlo. ¿Sabes que descubrí que cada personalidad, lo mismo que te abre puertas, te las cierra? Como Maxwell, jamás hubiera podido entrar en casa del doctor Wagner, pero tampoco hubiera acertado a colocar en tu dedo ese anillo que nos une. Te hubiera urgido que nos fuéramos a la cama, y tú te habrías negado.

Bajó los ojos.

– Con Maxwell, sí -se llevó las manos a la cabeza-. ¡Maxwell, qué horror!

Pensé que Mathilde no sentía del mismo modo, y sentí hacia Maxwell, acaso ya sólo posible como recuerdo, cierta simpática conmiseración.

– Conviene olvidarlo, conviene incluso que yo lo olvide. Su peligro no era el mío. Creo que, como Von Bülov, dispongo de más recursos. No es lo mismo ser un agente perseguido que un profesor bien visto.

Me interrumpió:

– También estoy en peligro, y hasta alguien de los míos desconfía de mí, pero tengo que hacerles frente yo sola. No puedo abandonar al niño de la señora Fletcher. Acepté este servicio forzada: lo sabes bien; ahora me siento moralmente comprometida a continuarlo, aunque con deseo de salir adelante, de triunfar. No creo que la señora Fletcher oculte en su memoria el secreto de un arma decisiva, de modo que la ayudo sin el menor escrúpulo. La señora Fletcher no sabe nada de nada: si así no fuera, se comportaría de otro modo. Quien lleva dentro un secreto, por bien que lo guarde, por mucho que disimule, alguna vez tiene que estar sobre sí, alguna vez desconfía. A la señora Fletcher la encuentro incluso algo boba, más preocupada de lo debido, de lo que dicen de ella los periódicos. Pero su niño es otra cosa, y al niño lo defenderé con mi vida… -me miró- como te defendería a ti.

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