– Ya me han dicho que se interesa usted por los rayos láser.
– No especialmente, señora, sino como una de tantas armas que pueden alterar la situación estratégica.
Es un tema este, acerca del que todo el mundo opina y tiene ideas, que cree propias, pero que en general proceden de un periódico que lee, de la radio que oye, y también, por supuesto, del canal de televisión. Aparentemente divergentes, las ideas del profesor y de su ayudante coinciden en el fondo. En cuanto a la señora Fletcher, está persuadida de que los rayos láser inclinarán la balanza a favor de quien sepa utilizarlos, aunque también puede inclinarse a favor de quien sepa impedir que se utilicen: da la impresión de que la balanza de la señora Fletcher es gigantesca, y de que, en su eje, está instalado su marido.
Irina le colocaba al niño la servilleta. La sentaron a mi derecha; después, el niño, y, a su lado, la señora Fletcher. El bolso de Irina le quedaba cerca, a mano. Estábamos frente a las vidrieras abiertas del jardín. Detrás de mí, en el vestíbulo, pasos de hombre iban y venían. Imaginé que, fuera de la casa, cuatro personas con tendencia a la inmovilidad eran sustituidas por otras cuatro con semejante vocación: las ocho coincidían en no sacar la mano del bolsillo derecho de la chaqueta. Su única variación afectaba, si acaso, al periódico: dos alemanes o rusos, dos norteamericanos. Si ninguna de las cosas previstas acaeciera, sino sólo una imprevista, lo primero que harían aquellos inmóviles lectores de la Prensa diaria, sería destruirse dos a dos. ¿Qué pudiera ser lo imprevisto? No, por supuesto, que la conversación, durante la comida, versara sobre temas militares, e incluso que se organizara una especie de discusión, de la que sin duda hubieran aprendido mucho los Estados Mayores, pues si la señora Fletcher parecía apegada a la trascendencia del láser, el profesor Wagner mostró su decidida parcialidad por las bases en la luna y nos favoreció con la descripción de un viaje a bordo de un cohete logístico que él no había construido, aunque sí imaginado, y si no lo dio a entender, nos hizo sospechar, a mí al menos, que en alguna de sus carpetas estaban los planos y los cálculos de aquel cohete de tan fácil manejo y tan barata construcción, llamado a revolucionar el concepto de cohete, la industria de los cohetes y hasta su posible poesía. Irina ayudaba al niño a comer, y la doctora Grass ayudaba al profesor en todas las cuestiones relativas al decorado interior del cohete y a sus comodidades, y, entre los dos, lo pintaron tan atractivo, que sin duda cualquier pareja de enamorados lo elegiría para un viaje de novios a la luna, ida y vuelta. De modo que nadie esperaba que después de los postres, a la señora Fletcher se le ocurriera desear que alguien cantase, o incluso cantar ella misma si había un voluntario para acompañarla al piano. Se prestó el profesor Wagner, de muy buena gana, que lo hizo bastante bien, de lo que pude inferir que la flauta travesera la tocaba la doctora Grass. La señora Fletcher cantó dos o tres baladas escocesas con voz un poco áspera y acento de Nueva Inglaterra, pero agradable: el tema de sus canciones fue la nostalgia, pero, donde ella decía Highlands, podía ponerse el nombre de su marido. Al final, se emocionó: cogió al niño, se sentó en un sillón con él en el regazo, muy abrazados, y nos
suplicó que siguiéramos cantando o tocando, le daba igual pero sin tenerla en cuenta, si bien rogaba que las canciones no fueran estrepitosamente alegres. Entonces, le dije a Irina que me gustaría seguir con la flauta algo que ella cantase artístico o popular, como quisiese. Nombró una canción francesa, otra alemana y otra rusa. Le respondí que las tres. La doctora Grass parecía muy animada, y el profesor Wagner se retiró del piano y se sentó cerca de la señora Fletcher.
– Es una suerte que haya usted venido, querido Von Bülov. ¡Trae la animación consigo!
¿Es que aquellas sobremesas tan sólo conocían la tensión del temor?
Irina se situó a un lado del piano, y yo al otro. Evidentemente, su mano oculta en el bolsillo apretaba la pistola, y sus ojos no se apartaban del jardín, cuya fronda se enmarañaba en la niebla y creaba agujeros de sospecha. Después de ensayar el instrumento con unos leves juegos, le hice una insinuada reverencia.
– Cuando usted quiera.
Y lo que entonces comenzó fue como el juego de dos aves en el cielo limpio, no siempre la misma la que persigue, no siempre la misma la perseguida, sino que la voz de Irina iba delante, y yo la seguía, o era ella quien seguía en sus caídas ásperas la flauta como si formasen círculos en que el sonido y la voz se absorbiesen, se suplantasen o formasen una sola sonoridad, voz más flauta, sumados, esa voz que rebosa la anchura de la flauta, o esa cinta de música que se cierra sobre la voz y la aprisiona, lo cual pudo ser muy sorprendente para la señora Fletcher, que abandonó su propia contemplación interior, y para la doctora Grass, que se alertó como en la parte más intensa de un concierto, y dio muestras visibles de inteligencia; incluso lo fue para el profesor Wagner, que interrumpió la dulce somnolencia a que se había entregado y no sé si escuchó atento o contempló entusiasmado, nada de lo cual me importaba tanto como el hecho de que Irina hubiera cerrado los ojos, y abandonado su mano la pistola, pues la sacó del bolsillo y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo. Yo había confiado a la música un mensaje, algo así como un «soy yo» que sólo Irina podía descifrar, pero, al mismo tiempo, la voz de Irina me preguntaba angustiosamente. «¿Eres tú?», y mi respuesta parecía resbalar, sin penetrarla. En cualquier caso, al extinguirse su voz y el hilo de la flauta, nada de su conducta me dio a entender que me hubiera reconocido, ni nada de la mía le reveló quién era. El acontecimiento se redujo a un éxito de alcance escaso, plácemes y aplausos, no más allá de las paredes del salón, ya que el hombre que vigilaba fuera no dejó de pasear, de esperar, insensible al melodrama sonoro que
sus oídos escuchaban. Se inició una conversación general que pronto recayó en los temas candentes, la suerte incierta de la señora Fletcher, la importancia de la investigación científica para el desarrollo de las armas estratégicas, la guerra y la victoria. Llegó un momento en que yo ya había tratado con el profesor Wagner de todo lo que tenía que tratar, y aunque su amabilidad perseveraba, e incluso parecía feliz de mi aparición y breves relaciones, nada indicaba que, por alguna razón tácita, debiéramos de volver a vernos. Aproveché, para despedirme, la llegada del colega que enseñaba al niño a jugar al ajedrez. La señora Fletcher se mostró particularmente amable. La señorita Grass se excedió en zalemas (la insistencia en llamarme Von Bülov me dio a entender que sentía especial admiración por la nobleza, se ocupase o no en cuestiones científicas), y el profesor Wagner me abrazó:
– No dude en visitarme cuando vuelva a Berlín. Tendré verdadero gusto en charlar con usted.
Y se acabó. Irina se había puesto un abrigo ligero. Entonces comprendí que, en aquel momento, podía perderla, pero también comprometerla con cualquier acto mío que pudiera hacerla sospechosa. Tuve la rápida ocurrencia de recurrir al anillo. Lo busqué en el chaleco y me lo puse ostensiblemente en el dedo. Me miraba, curiosa, la señora Fletcher.
– Tengo la costumbre de quitármelo cuando toco -le expliqué-; yo creo que es una costumbre supersticiosa -pero ella había descubierto ya que las manos enlazadas podían separarse, juntarse de otro modo, y las restantes gracias combinatorias de semejante clase de anillos.
– ¡A ver, a ver!
Lo dejé en sus manos, que lo descompusiera y recompusiera a su gusto. Irina asistía a la operación, la había comprendido. Nos bastó una mirada.
– Si el profesor Von Bülov no tiene inconveniente, me gustaría que me llevase en su coche hasta unos almacenes. Quedan bastante lejos y tengo poco tiempo para ir en el Metro.