¿Bronceados de piruja andamos buscando? -preguntó Natalia, luego de observarla el cuarto día.
– ¿De qué hablas, tía?
– Hablo de las que se retratan encueradas en yates y playas. Bien bronceadas y encueradas, las muy pirujas. Luego se andan quejando de que violan su intimidad. ¿Cómo les han de violar lo que no tienen?
– ¿De qué hablas, tía? -repitió Leonor.
– De lo que veo, hablo. ¿A ver, para qué quieres ese bronceado de piruja internacional? ¿Para que te vean mis pájaros? No. Pero los pones nerviosos cuando pasas en cueros. El canario no para de canturrear y los pericos juntan sus picos previniéndose.
– ¿Previniéndose de qué, tía? -dijo Leonor.
– Previniéndose de que se ponen amorosos. Tú crees que los pájaros no entienden, pero entienden muy bien. Y la dueña de los pájaros, entiende mejor que nadie. No sé a dónde te encaminas con tus bronceados de piruja, pero todo me lo puedo imaginar.
– Estoy harta de mi blancura, tía. Eso es todo.
– Eso es todo lo que quieres mostrar. Pero te advierto que los pájaros y yo sabemos más que eso, y no nos gusta.
– ¿No te gusta que tome el sol en tu terraza?
– No me gusta que a mí no me engañas. Te traes un enredo digno de Mariana.
– ¿Cuál enredo, tía?
– No quiero ni pensar en cuál.
– Pues no lo pienses, porque estás pensando de más -dijo Leonor sonriendo y poniéndose boca abajo en la colchoneta. -Mejor échate aquí conmigo. Te va a gustar.
– ¿El sol, o lo que sigue? -dijo Natalia.
– El sol, tía. Pero te prometo contarte lo que sigue.
– Eso que sigue es lo que yo quiero saber -dijo Natalia, acercándose a la colchoneta.
– Te prometo contártelo, pero échate aquí conmigo.
¿Dónde quieres que me ponga?
– Aquí junto.
Natalia se sentó en la colchoneta, alzando los faldones de su caftán para mostrar sus piernas rollizas al sol.
– Ya estoy aquí -dijo. -Ahora toca que me cuentes.
– Qué loca estás, de veras -dijo Leonor. Y empezó a contarle como si rumiara una historia inexistente de la escuela para no tener que decirle que se preparaba nada más para llamarle a Lucas Carrasco, su amante extraviado, el perseguidor de sus sueños y sus amores nocturnos, cumplidos en ella mucho antes de haber empezado.
En efecto, al día siguiente, luego de los ejercicios para fortalecer los músculos del hombro dañado, se escabulló al despacho de su abuelo para evitar toda inspección y marcó los números de la oficina de Lucas Carrasco.
– Tengo dos cartas de Mariana que nunca te envió -le dijo a Lucas, luego de los saludos de rigor. -Si me invitas a comer, a lo mejor te las muestro.
– Te invito aunque no me las muestres -dijo Lucas. -¿Qué día te conviene?
– Cualquiera que sea jueves -dijo Leonor. -Porque puedo volver más tarde. Ese día almuerzo en el club y me quedo hasta las ocho. Pero si hace falta, puedo regresar hasta las diez.
– No hace falta -dijo Lucas. -¿Dónde quieres comer?
– En un lugar al que hayas ido con Mariana.
– De acuerdo -{dijo Lucas. -Te espero el jueves de la semana entrante, en mi oficina. Vamos a ir a un lugar cercano.
– A las tres -aceptó Leonor, y subió a contarle a Natalia.
El jueves acordado llevó a la escuela la bolsa de lona del club, pero no llena de prendas deportivas, sino de los arreos adultos que Natalia conservaba, esta vez un traje sastre de seda y una pañoleta con un prendedor al pecho, los aretes que hacían juego, los más altos zapatos de tacón que encontró y el maletín de afeites. De la escuela salió en punto de las dos rumbo al club, a cambiarse los años del rostro con una capa morena de maquillaje resaltada en los pómulos, interrumpida sólo por los trazos de rímel, las cejas redibujadas, las sombras sobre los ojos, el fragante naranja con cenefas bermellones del bilé. Sobre aquella insolente multiplicación de sus años, expandió su mata de pelo en una gran onda castaña, electrizada e invitante. Poco después de las tres irrumpió en la oficina de Lucas Carrasco convertida en la otra que había sido ya una vez para él. Lucas tomó un sobre del escritorio, le hizo una venia cediéndole el paso y salieron, sin reparar en que parecían la pareja que no eran.
Comieron en un sitio de terrazas abiertas donde servían pastas y asaban bifes en una hoguera de leña.
– Aquí vine con tu tía y una amiga suya que se llama Alina.
Alina Fontaine -completó Leonor. -Es la que me contó que ustedes se besaban en público.
– No recuerdo eso -dijo Lucas.
– ¿Qué tiene de malo? No te apenes -dijo Leonor.
– No me apeno. Sólo hay una cosa que me apena de todo lo que sucedió con tu tía, y es nuestro secreto. No lo supo nadie salvo ella y yo. Es decir, sólo yo lo sé ahora y no pienso decirlo, así que no preguntes. Pero de lo de Alina, no me acuerdo. ¿Qué quieres comer?
– Lo que tú pidas -dijo Leonor. -No soy de restoranes. Tienes que enseñarme.
– Aquí lo único que hay es bife, pasta y vino -dijo Lucas. -Y no hace falta más. Vinimos aquí con Alina hace quince años. Para que veas que me acuerdo de lo que sí sucedió. Servían platos de queso y empanadas con vino de la casa, muy baratos. Había un cantador de tangos y un conjunto de música andina, con quenas y tambores incaicos. Estaba lleno de estudiantes y pasaban cóndores por todos lados. Ahora, los dueños han prosperado y tienen un toque internacional. Cada vez que vengo me acuerdo de la edad que tengo, y de la que tuve. Ellos también.
Leonor admiró su voz quebrada, su frente curtida de arrugas y memorias, la forma como las palabras venían a su boca sin titubear y salían por sus labios delgados espaciando los golpes de aliento sobre unos dientecillos parejos y blancos, saturados de besos y secretos. Lucas ordenó la comida y escogió el vino.
– Bueno -dijo, cuando el mesero se fue. -Pues aquí estamos de nuevo, quince años después, y la única verdad irrecusable es el -gene Gonzalbo que estuvo en Mariana y está intacto en ti.
– ¿Como todos los genes? -preguntó Leonor.
– No, no -dijo Lucas. -El gene Carrasco se acaba en mí. No ha contaminado nada más, y espero que así se quede.
¿Qué tienes contra el gene Carrasco? -se quejó Leonor. -A mí me parece muy bien. Un poco traqueteado por la vida, pero nada más. ¿Por qué dices que va a acabar contigo?
– Porque me casé, pero no tuve hijos -dijo Carrasco. -Me divorcié antes de los nueve meses de rigor, convencido de que lo único verdaderamente antinatural que hay en el mundo es convivir todos los días con la misma persona. Y tengo sólo una hermana, que por definición no heredará el apellido a sus hijos.