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– Es una apuesta fuerte. La más fuerte de mi vida.

– Lo es.

– Está bien, gana usted. ¿Cómo lo hacemos?

Goldsmith abandonó en una esquina de la terraza el catalejo con el que había estado oteando la muchedumbre congregada en el solar del futuro museo y entró en el interior de la vivienda. Al cabo de pocos instantes volvió a salir con un fusil de último modelo que había recibido tres días antes a través de la valija diplomática. Acercó el ojo derecho a la mira telescópica del arma y comprobó con satisfacción que podía ver cualquier objeto o persona con la misma nitidez con la que podía ver sus propios zapatos. Acarició suavemente el gatillo e indolentemente, a modo de entretenimiento, fue apuntando a algunos de los asistentes a la inauguración. Durante unos segundos tuvo en su punto de mira la cabeza de un hombre con gafas que era el presidente de aquella comunidad, un poco más tarde estaba en posición de partir en dos el bigote del alcalde de la ciudad y así, poco a poco, fue haciendo un repaso de los asistentes.

Las horas que siguieron fueron las más intensas de su vida, me confesó posteriormente Zubía. Lo primero que hicieron él y sus hombres fue ir a un piso franco que teníamos a las afueras de Madrid. Ahí dejó a uno de los tres carlistas enemigos del nacionalsocialismo custodiando a las belgas. Luego, de otro piso clandestino, recogieron una cantidad de explosivos suficiente como para llevarse por delante medio Madrid. Por último, con los explosivos y el profesor, los tres componentes del grupo que quedaban pusieron rumbo hacia la fábrica, siguiendo las indicaciones del rehén.

Como ya había supuesto la Agencia, la fábrica estaba no muy lejos de la capital de España, en un villorrio de Guadalajara. Era una pequeña fábríca dedicada a la producción galletera, que aún funcionaba como tal, en la que se había habilitado uno de sus sótanos, de considerable extensión, para las necesidades del profesor y sus ayudantes. Pasar de lo que era estrictamente la galletera al laboratorio, me dijo Zubía, era como pasar de un mundo a otro totalmente diferente. Frente a la precariedad y obsolescencia de la maquinaria utilizada para la producción alimentaría, la limpieza, orden y modernidad de los elementos usados por los servidores del III Reich era casi obscena.

La seguridad estaba asignada a efectivos españoles de la Guardia Civil, ya que un exceso de personal germánico en ese villorrio hubiera levantado sospechas no deseadas por los jefes del coronel Vonderschmidt. Gracias a su falsa personalidad policial y a que estaban acostumbrados a acatar las órdenes de Ronald De Schoenmaker, los dejaron entrar sin problemas y andar por el interior como si fueran sus legítimos propietarios. Con un elaborado pretexto, el belga hizo que los guardias que estaban de turno se alejaran y pudieron quedarse absolutamente solos, dueños totales de la fábrica y lo que contenía.

De Schoenmaker fue indicando los puntos más vulnerables del recinto, y Zubía y sus hombres los adornaron con los explosivos que habían llevado para ello. Asimismo regaron el recinto con gasolina, una gasolina que en esos tiempos de escasez y racionamiento se pagaba como oro en el mercado negro, pero de la que la Embajada les había abastecido abundantemente.

Al salir fueron dejando un extenso rastro de pólvora con la misma alegría con la que Pulgarcito lo dejaba de pan, y un puro a medio fumar -que Zubía casi consumió con sólo dos caladas- puso en funcionamiento todo el invento. La fábrica y su contenido ardieron como el mismísimo infierno, pero no se quedaron a ver el espectáculo. Como alma que lleva el diablo subieron de nuevo al coche y se dirigieron a Madrid antes de que se diera el aviso de lo ocurrido y se establecieran controles y patrullas en la carretera.

Entonces no lo sospechábamos, por desconocimiento, pero me temo que aquella acción, de la que yo soy tan responsable como el propio Zubía, tuvo que dejar tras de sí un ambiente de contaminación peligrosísimo y que la salud de los moradores del villorrio y cercanías se resentiría gravemente. Ya sabes: muertes, malformaciones en recién nacidos y horrores por el estilo. Ésa es al menos mi opinión, aunque, si te soy sincero, nunca me ha preocupado lo suficiente como para moverme a investigar la situación en que quedó el pueblucho.

Desde su atalaya, Goldsmith observó la llegada del director de la Fundación Guggenheim. Junto a él descendieron de su vehículo dos personas más. Una de ellas era Cameron DeFargo. Sin apenas pérdida de tiempo, la gran mayoría de los personajes que pululaban por el solar se acercaron al patrón, intentando hacerse una fotografía con él, aunque fueron pocos, en palabras bíblicas, los escogidos. Goldsmith observó cómo Cameron DeFargo y Thomas Krens posaban en primer lugar junto al presidente de la comunidad y el de la diputación, para cumplimentar posteriormente a otros prohombres. Aunque había estado a punto desde el mismo momento en que había agarrado el fusil, la llegada de sus compatriotas le obligó a estar aún más atento. La solución del caso, como le dijera DeFargo en el trayecto del aeropuerto al hotel, estaba próxima, muy próxima.

Después de comprobar que la fábrica había quedado totalmente destruida, Tomás Zubía y sus dos acólitos regresaron en busca del tercer miembro del comando carlista y de las mujeres. Al llegar encontraron a su compañero sentado en una butaca del salón con una botella de vino en la mano y una pistola en la otra, completamente borracho y en calzoncillos.

– ¿Dónde están las mujeres? -gritó Zubía.

El hombre al que se le había hecho esa pregunta no contestó, se limitó a hacer un gesto ambiguo con los hombros. Zubía recorrió el piso y en una de las habitaciones las encontró tumbadas sobre la cama. Estaban desnudas y muertas, con evidentes señales de asfixia. Sobreponiéndose a las náuseas que le entraron se acercó a ellas y las examinó más detenidamente. Habían sido violadas antes de morir.

Eso no había entrado en sus cálculos ni tampoco, debo admitirlo, en los de quienes, desde Washington, dirigíamos la operación. Tu antiguo jefe me confesó que estaba dispuesto a matar al profesor por necesidades de la guerra y quizá, nunca supo cuál hubiera sido su reacción en caso necesario, tanto a su hija como a su nieta, pero aquello, aquello era lo más abyecto que había visto nunca, y eso que desde 1936 no había hecho más que participar en las dos guerras. Lleno de furia regresó al salón y se encaró con el autor de aquel crimen.

– Hijo de puta, cabrón, ¿qué es lo que has hecho? Te voy a matar con mis propias manos -exclamó totalmente excitado.

– Fue un accidente, intentaron escapar y al impedírselo se me escapó la situación de las manos -gimoteó en su defensa el pervertido.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el profesor, que al ver la reacción de Zubía y escuchar las palabras del guardián de su hija y de su nieta se había empezado a poner histérico-. Me prometieron que no se les iba a hacer daño, ¿qué es lo que ha pasado?

Al no obtener respuesta intentó zafarse de sus captores, pero cuando estaba junto a la puerta del salón un disparo seco retumbó por toda la estancia mientras caía al suelo, con un boquete abierto en el centro de la espalda por el que se deslizaba aparatosamente la sangre. Tomás Zubía miró y observó cómo el hombre que había dejado para que custodiara a las mujeres tenía su pistola humeante.

En su excitación no se había dado cuenta de que el hijo de puta, no merece otro calificativo aunque a mi educación bostoniana le repugne usar esa palabra, todavía empuñaba su arma. Los otros dos componentes del comando miraron extrañados a Zubía, ya que desconocían lo que había ocurrido, pero comprendían que algo no funcionaba bien.

– Hay que acabar con él -gritó Zubía, y en ese momento empezó el tiroteo.

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