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Desde la Alameda de Urkijo volvió a girar hacia Hurtado de Amézaga y muy pronto estuvo a resguardo en su casa, donde procedió a comprobar lo que contenía el bolso. Unos pañuelos de papel, un lápiz de labios, una fotografía familiar, una estampa de la Virgen de Begoña, otra de san Valentín de Be-rrio-Otxoa y doscientas noventa y tres pesetas en monedas. También una cartera con un calendario de un bar de Santutxu, el documento nacional de identidad, la tarjeta de El Corte Inglés, la de la caja de ahorros, tres billetes de dos mil pesetas y otros tres de mil. En total, dinero, que era lo que a él le interesaba, nueve mil doscientas noventa y tres pesetas. Una miseria, pero que le sacaría del apuro por el momento.

Sin ser una maravilla, no había sido un mal palo. Muchos le habían visto, pero nadie le había seguido y nadie podría identificarle.

En eso se equivocaba.

Dos hombres, que estaban en el interior de un coche mal aparcado junto a los grandes almacenes, le habían visto. No le habían seguido porque no lo estimaban necesario. Sabían dónde encontrarle, y mientras él contaba el dinero, se dirigían a su casa.

El conductor, un hombre algo más alto que su acompañante, preguntó:

– ¿Tú crees que nos servirá?

– Seguro -contestó su compañero-, no podrá negarse.

– ¿Y por qué él?

– ¿Y por qué no?

– Hay cientos como él.

– Por supuesto, pero sólo podíamos escoger uno, y éste es perfecto. Poco inteligente, drogadicto perdido, sin familia, casi sin amigos y sin ninguna conexión con nosotros. Es el hombre perfecto.

Aparcaron frente al portal de la casa de Antonio, subiéndose a la estrecha acera. Aunque aún era temprano, dos mujeres llenas de carne por todas partes se les acercaron, pero inmediatamente desaparecieron al observar el gesto hosco con que les obsequiaba el hombre alto.

El piso era el segundo derecha, cosa que agradecieron ya que la vivienda no disponía de ascensor. La puerta estaba cerrada sin llave, ¿quién iba a querer entrar allí? La cerradura no era nada difícil. Un palanquetazo seco y se abrió con más facilidad que las dos putas que se les habían ofrecido en el portal.

Entraron con las pistolas en las manos extendidas gritando ostensiblemente.

– ¡Policía! Ven hacia nosotros con las manos en la cabeza.

Antonio no se lo hizo repetir dos veces. Ni siquiera protestó por el modo de entrar en su domicilio, claramente ilegal. Conocía a la pasma y sabía que toda discusión sería inútil. Quizá más tarde, en comisaría, un abogado de oficio protestaría por ese hecho, pero entre tanto era mejor obedecer. Con las pistolas golpeándole el pecho le empujaron a la habitación en la que dormía, y sus visitantes se quedaron de pie mientras él se sentaba sobre el camastro.

– Antonio Jalón López -dijo el más bajo de los hombres. No era una pregunta, era una afirmación.

– Sí, soy yo.

– ¿Hay alguien más en la casa? -preguntó el hombre alto. Al parecer se turnaban a la hora de hablar.

– No, estoy solo.

– Así que solo; pues dentro de poco estarás rodeado de gentuza como tú, detrás de unos barrotes.

– No entiendo qué quieren decir.

– Se te ha caído el pelo, chaval.

– Y de qué manera.

– Drogadicto.

– Y ladrón.

– Una pena.

– Sí, una pena.

– Esta vez no te salva nadie.

– Al trullo derecho.

– Y por unos cuantos años.

– Les repito que no entiendo nada. ¿De qué me están hablando?

– ¿Eres idiota o piensas que lo somos nosotros? -preguntó el hombre alto mientras le retorcía un brazo-. ¿De verdad crees que nos chupamos el dedo?

Antonio intentó hablar, pero el dolor se lo impedía. Con un gesto casi imperceptible el hombre bajo consiguió que su colega aflojara la presión, aunque sin soltarle. Su protector se erigió de nuevo en portavoz de la pareja.

– Mira, hijo, no queremos hacerte daño -hablaba suavemente, como aquel cura que una vez intentó desengancharle-, pero estás en una situación difícil. Traficas…

– Eso no es cierto, yo no trafico, sólo soy consumidor.

– Da igual, si nosotros decimos que traficas es que traficas. No nos sería muy difícil inventar las pruebas necesarias. Y en el peor de los casos, aunque al final no pudiera demostrarse del todo, te habrías tirado unos cuantos meses de preventiva. O sea, que traficas. Y como no trabajas ni tienes bienes de fortuna personales, te dedicas a robar. Y eso sí que no nos lo puedes negar. Acabas de robar a una señora hace tan sólo media hora en la Gran Vía. Robo con violencia y con resultado de lesiones. Han tenido que trasladarla al hospital de Basurto.

– Yo no quería hacerle daño.

– Así que lo admites, eso está bien. Y seguro que no querías hacerle daño. Tú no eres un mal chico, en realidad eres una buena persona que no quiere lastimar nunca a nadie, es sólo la necesidad de droga lo que te incita a robar, ¿verdad?

– Sí, eso es.

– Lo sabemos, ¿ves como te comprendemos? Dar con alguien como tú nos parte el corazón, pero somos policías y nuestra obligación es detenerte. Aunque podríamos cambiar de opinión. De ti depende.

– ¿Qué es lo que depende de mí?

– Quizá haya otra solución. Si quisieras ayudarnos…

– No soy ningún chivato, si es eso lo que esperan de mí.

– No digas tonterías, chico; claro que lo eres, o puedes serlo. Todos lo sois si se os trabaja lo suficiente, pero no se trata de eso, sino de una cosa bien diferente… ¡Échale un vistazo a esto!

El hombre bajo sacó de un bolsillo de su chaqueta un paquete pequeño y lo lanzó en dirección a Antonio. Éste lo cogió al vuelo y vio lo que contenía. Auténtico polvo blanco, heroína.

– Para ti. Y si llegamos a un acuerdo habrá mucha más.

Antonio nunca fue un buen estudiante de matemáticas, por eso no hizo ningún cálculo, pero pensó que esa bolsita valía mucho dinero. Y acababan de regalársela. Esos dos no podían ser de la bofia. Ningún madero, por pringado que estuviera, iba por el mundo regalando caballo en esas cantidades.

– Entonces, ¿llegamos a un acuerdo?

Llegaron a un acuerdo. Como había pronosticado el hombre bajo a su compañero, no fue nada difícil.

– ¿Le has dado de la buena? -preguntó el hombre alto al bajo cuando salieron de la casa.

– Sí, claro, no podía darle de la ful. La palmaría antes de hacer el trabajo, y no sólo él, sino más gente, ya que seguramente trapichearía con ella. Y en estos momentos no nos interesa una cadena de muertes; alguien podría empezar a sospechar cosas raras. La droga en malas condiciones puede ser un arma de lo más eficaz, pero como todas las armas, hay que saber usarla adecuadamente y en el momento oportuno.

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Aquella mañana, como todas las mañanas en los últimos meses, Manuel Rojas, inspector de policía destinado en el Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, se encontraba totalmente aburrido y al borde de la depresión. Llevaba ocho meses en ese destino y hasta el momento no se le había asignado ningún trabajo de cierta envergadura. La ilusión con la que había solicitado su traslado a Homicidios había desaparecido hacía tiempo, cuando empezó a notar que le usaban como un mero chico de los recados. Su trabajo más excitante había consistido en la detención de una anciana que, harta de aguantar durante más de cuarenta años las palizas proporcionadas por su marido, le había clavado unas afiladas tijeras de cocina por todo el cuello. Ése era el único homicidio auténtico en el que había intervenido, recordaba nostálgicamente mientras acababa de tomar declaración a un chaval que, ofendido al observar que un compañero de instituto se reía de él, le había cambiado la mandíbula de sitio con una patada aprendida, posiblemente, tras ver más de mil películas chinas de kárate. Trabajos rutinarios que alguien tenía que hacer, no cabía la menor duda, pero que siempre le tocaban a él. Por eso, nada más empezar a repiquetear el teléfono que tenía instalado en el cuchitril que pomposamente llamaba oficina, no tardó ni un segundo en coger el auricular. Cuando adivinó a quién pertenecía la voz que se oía en el otro lado, no pudo evitar un gesto de sorpresa. Su jefe, el propio comisario Manrique, le llamaba en persona, sin usar intermediarios, por primera vez desde que se había incorporado al grupo. Le pedía por favor -aunque sonaba muy educado era una auténtica orden- que acudiera a su despacho en cuanto tuviera un rato libre. El inspector Rojas no perdió ni un instante y según colgó el teléfono subió los dos tramos de escaleras que le separaban de su jefe. Era una situación bastante rara, pensaba, pero quizá por fin se le iba a encomendar un caso importante; así que, algo más animado, aunque sin hacerse muchas ilusiones para no tener que lamentar posibles nuevas decepciones, se personó ante el jefe supremo del Grupo de Homicidios.

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