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– Bueno, Gabacho, ya has cobrado, así que podemos empezar a hablar.

– De lo que usted quiera, inspector; tendría que contratarle, me ha salido divino el negocio y se lo debo a usted. Si no supiera que no es usted propenso a las efusiones, le daría un beso. Pero pregunte lo que quiera, ya sabe que siempre le he tenido cariño -dijo en tono zalamero.

– Andoni Ferrer. ¿Te suena este nombre?

– Para nada, inspector.

– Nunca has sabido fingir, Gabacho. ¿Cómo puedes decir que no sabes nada de él? ¿Acaso has perdido facultades? Te refrescaré la memoria. Es un periodista que apareció muerto por sobredosis en su casa, no hará todavía ni un mes. Es imposible que no sepas nada. No me mientas, Gabacho; no me mientas o lo pasarás mal.

– Se lo juro por los hijos que nunca pariré, inspector.

– ¿De qué tienes miedo, Gabacho?

– Ni siquiera sé eso, inspector.

– ¿Hay algún grupo nuevo distribuyendo droga por esta zona?

– Así es, pero no sé quiénes son.

– Me la quieres meter doblada, Gabacho. ¿De verdad piensas que me voy a tragar que no sabes nada? Resulta que hay una nueva gente introduciendo mercancía por Bilbao y aledaños y tú no sabes nada ni ningún otro camello con los que te tratas. Hace ya mucho tiempo que hice la primera comunión, Gabacho. Me parece que vamos a dejar de ser colegas.

– Tiene que creerme, inspector, porque le estoy diciendo la verdad. Nadie sabe quiénes son ni ha intentado averiguarlo. Son totalmente desconocidos, actúan clandestinamente. Mire, le contaré todo lo que sé, pero tiene que creerme aunque lo que le cuente parezca rarísimo.

– Desembucha, y cuando acabes sabremos a qué atenernos.

– Es cierto que algo nuevo se está moviendo. Hará unos tres años empezaron a pasar cosas muy raras. Unos cuantos camellos fueron secuestrados por desconocidos que no se dejaban ver. Les ofrecieron droga para vender y les dijeron que se pondrían en contacto con ellos del mismo modo para recoger su parte y proporcionarles más mercancía. Algunos intentaron jugársela y sufrieron las consecuencias. No mataron a ninguno, se ve que no querían armar mucho ruido, pero después de las represalias que los desconocidos tomaron nadie se salió del buen camino. El modo de actuar es el que ya le he dicho. Se presentan de improviso, nunca con los mismos coches ni el mismo aspecto, cobran su parte y si no la llevas encima te acompañan a por el dinero. Siempre saben cuándo y dónde lo tienes, no hay escapatoria posible. Son un misterio para todo el mundo, pero funcionan, y muy bien.

– ¿No hay ningún modo de ponerse en contacto con ellos?

– Imposible, inspector. Aparecen sólo cuando ellos mismos lo desean, nadie sabe dónde encontrarlos.

– ¿Y si algún camello se queda sin mercancía? No parece lógico ese modo de operar.

– Si alguien se queda sin mercancía se jode. Las condiciones son tan buenas y el miedo tan grande que nadie se atreve a dejar de trabajar para ellos. Además, es raro que ocurra; sólo pasó eso los primeros meses. Luego se ve que aprendieron a calcular cuánto le duraba a cada uno el material proporcionado y siempre se adelantan antes de que se les acabe. Parece un cuento de hadas, lo sé, pero tiene que creerme, inspector. Es un sistema bastante extraño, lo admito, y es la primera vez que yo conozca que se ha utilizado, pero funciona, y muy bien además.

– Te creo, Gabacho, ahora sí te creo, lo malo es que a excepción mía y quizá de mi compañero -añadió señalando a Rojas, que había estado mudo hasta ese momento- nadie más se lo va a creer en Jefatura. Así que de verdad existe un nuevo y misterioso grupo distribuidor. Tiene que haber un medio de intentar llegar hasta ellos.

– Imposible, inspector. Los que lo han intentado nunca más repetirán el intento. Y esto es todo lo que sé. Por mucho que insista no le puedo decir nada más.

– Todavía no hemos hablado de Andoni Ferrer, el periodista muerto por sobredosis. Tomó un caballo tan puro que le mató en el acto. Cuéntame lo que sepas y sabré agradecértelo.

– Es muy poco lo que sé. Durante un tiempo algunos colegas hablaban de un tipo raro, un periodista, que estaba incordiándolos para que le introdujeran en el ambiente. Cuando murió se comentó que quizá se había introducido demasiado, pero a nadie le preocupó que un julái que no sabía de la misa la mitad la palmara.

– A nosotros sí nos preocupa, Gabacho. ¿Pudo haber llegado a contactar con el grupo misterioso?

– Eso es lo que se comentaba, inspector, pero nadie sabe nada concreto. No le puedo decir más, porque no sé más.

– De acuerdo, Gabacho; por el momento te dejaré en paz, pero si me entero de que sabes algo más y no vienes a contármelo, te arrancaré la piel a tiras de tal modo que nunca más te volverán a contratar para posar en revistas pornográficas.

– ¿Ha visto las fotos, inspector? -preguntó su interlocutor, más relajado, con un mohín de labios que pretendía ser sexy.

– Tengo toda la colección, cariño, pero me sigue gustando más Robert Redford.

– ¿Y su amigo, inspector? Parece buen mozo, ¿no le gustaría jugar un poquito con el Gabacho?

– Quizá el mes que viene -contestó Rojas-. Cuando empiecen las ofertas.

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A Iñaki Artetxe no le fue difícil conseguir una entrevista con la familia de Begoña. En realidad no tenía muchos parientes: su tío Jesús Larrabide y su prima Pilar. La madre de esta última hacía varios años que se había divorciado de su marido y vivía en las Islas Canarias con un ex hippy reciclado en empresario hostelero y promotor inmobiliario quince años más joven que ella.

Quedaron un domingo, ya que durante la semana el señor Larrabide no tenía tiempo para nada; «los problemas de la integración en la Unión Europea y la competitividad de nuestras empresas me traen todo el día de cabeza, señor Artetxe, ya que además de mis propios negocios soy miembro ejecutivo de Confebask y la CEOE; ustedes, los autónomos, no saben la suerte que tienen en el fondo, sin todos estos líos que acaban por producirnos úlceras sangrantes, así que lo siento pero el único día que puedo recibirle es el próximo domingo y me temo que no le concederé mucho tiempo».

Larrabide había huido de Neguri, pero no había disminuido de estatus. Tenía un chalet en los terrenos de la Sociedad Bilbaína, en Laukariz, encima del embalse. Un chalet individual, separado de las urbanizaciones de viviendas unifamiliares adosadas que habían proliferado en los últimos tiempos, pero no muy alejado de las dependencias del Club de Campo. Pese a lo mal señalizado de la zona, Artetxe había recibido unas indicaciones muy concretas y no tuvo dificultad en llegar hasta la vivienda.

Un guarda jurado le preguntó el motivo de su visita.

– Estoy citado con el señor Larrabide.

– ¿Es usted el señor Artetxe?

– En efecto.

– ¿Le importaría enseñarme su documentación?

Aunque el vigilante no tenía ninguna autoridad o jurisdicción para solicitar la documentación, Artetxe se la enseñó. Al fin y al cabo aquello era una propiedad particular y si quería entrar, tenía que acceder a los deseos de sus propietarios. Por otra parte, ya que el dueño de la mansión no le había puesto ninguna objeción al solicitarle la entrevista, sería un detalle feo que él se pusiera borde con quien no hacía más que obedecer las órdenes recibidas.

– Aquí está -dijo enseñando el carnet de conducir-. ¿Es suficiente?

– Todo bien, señor Artetxe, disculpe las molestias. -Quizá la urbanidad no formara parte de la preparación de los guardas jurados, pero éste había asimilado la de sus patronos-. Siga por el camino que empieza detrás de la barrera, por el jardín, y llegará a la vivienda. No tiene pérdida -añadió mientras desde la garita accionaba el mecanismo que levantaba la barrera.

El camino a la vivienda tenía la anchura necesaria para que se cruzaran dos vehículos sin ninguna dificultad, y su firme era mejor que el de muchas carreteras. Si todo estaba en consonancia -y lógicamente debía estarlo-, Artetxe pensó que no iba a interrogar a alguien con muchos millones de pesetas, sino con miles de millones de ecus, marcos o dólares, no estaba muy seguro de cuál debiera ser la referencia.

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