Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Creo que no es una idea sensata. Estamos en casa de tu padre…

– Mi padre lleva un rato retozando con una chica que podría ser mi hija, no seas gilipollas. ¿Tan mal estoy?

Artetxe iba a contestar que no, que estaba muy buena, pero que en esos momentos estaba intentando rehacer su vida con la mujer a la que amaba y que había decidido serle fiel, pero le fue imposible articular tan atinadas palabras. Para cuando iba a abrir la boca, Pilar ya le había desabrochado la bragueta y le había empezado a lamer lo que hasta ese momento había intentado esconder. Si no puedes con tu enemigo únete a él, pensó, y se resignó a pasar el resto de la tarde de un modo que no había imaginado. Además, no era cuestión de ir a una comisaría para denunciar que había sido violado por una cuarentona de buen ver, admitió filosóficamente en el momento de cambiar de postura para poder saborear convenientemente los placeres escondidos en el afeitado sexo de la moza.

16

Le dieron el aviso por el transmisor del coche camuflado, cuando volvía de un trabajo en Ortuella. El comisario Manrique quería verle inmediatamente; se podían separar las sílabas: in-me-dia-ta-men-te. Si los ruegos de Manrique solían ser órdenes, cuando lo conminaba de tal manera estaba claro que había que dejar de lado todo lo que se tuviera entre manos y acudir a su presencia antes de que acabara de hablar, así que el inspector Rojas rompió todos los límites establecidos en el código de circulación y en menos de diez minutos entró en la Jefatura. Quizá no tuviera una opinión muy elevada de su jefe, pero mientras mandase, no le quedaba más remedio que aguantar y obedecerle.

Además, presagiaba que no le convocaba para nada bueno. Desde la muerte de Andoni Ferrer no le había encomendado ningún trabajo de interés y, por otra parte, los superiores nunca exigen velocidad cuando se trata de condecorarte, sino cuando quieren que te comas un marrón. O algo peor.

Aparcó el coche donde pudo -total, no se lo va a llevar la grúa, dijo para sí- y subió las escaleras del edificio de la calle Gordóniz de tres en tres. Llamó a la puerta y sólo cuando oyó decir «pase» se atrevió a entrar. Sentado tras, la mesa de su despacho estaba Manrique, impecable y atildado como siempre, en su línea habitual. Leía lo que parecía ser un expediente, y encima de la mesa, como descuidadamente, reposaban dos ejemplares de El País y de Le Monde, respectivamente, aunque todo el que conocía al comisario sabía que jamás se permitía el más mínimo descuido.

– ¿Me ha mandado llamar, señor comisario? -preguntó en tono humilde el inspector Manuel Rojas.

– En efecto -contestó su superior, sin indicarle que podía sentarse, y no se atrevió a hacerlo por propia iniciativa-. ¿Cuánto tiempo llevas en el grupo, Rojas?

– Todavía no he cumplido un año, señor comisario.

– ¿Y estás contento entre nosotros?

– Bueno, sí, por supuesto, señor comisario.

– Parece que vacilas al contestar.

– No, no es eso. Estoy muy contento de pertenecer al Grupo de Homicidios, lo que ocurre es que no se me han asignado, hasta el momento, trabajos muy interesantes.

– Eso qué significa, ¿que prefieres dejarnos, acaso?

– No, señor comisario, no me interprete mal, ni mucho menos. Comprendo que hay una división del trabajo hecha y que he sido el último en llegar, sólo que me gustaría poder ir haciendo, poco a poco, otro tipo de cosas -respondió por decir algo, ya que no podía contestar que estaba hasta el culo de sentirse aherrojado y marginado.

– Nunca he puesto en duda tus cualidades -contestó el comisario, aparentemente sin ironía-, pero me parece que tú sí cuestionas las mías, ya que soy yo quien dirige este grupo y quien distribuye los trabajos, y dos de las cualidades que exijo son paciencia y disciplina, pero da la impresión de que tú no las posees. Si tienes paciencia llegará tu oportunidad, y si eres disciplinado se podrá confiar en ti; en cambio, has desobedecido mis órdenes, y has intentado, por afán de protagonismo, crear tu propio caso. Sabrás de qué estoy hablando, supongo…

– No estoy seguro.

– Déjate de chorradas. He dicho que eres indisciplinado e impaciente, no idiota. Claro que sabes de qué hablo: de la muerte de Andoni Ferrer, ¿está claro?

– Sí, señor comisario.

– Se te dijo que dejaras la investigación, que no había lugar a una intervención policial. La propia magistrada-jueza dictó auto de sobreseimiento por muerte accidental, pero tú no has hecho ni puñetero caso. Al parecer, el señorito se cree más inteligente que la jueza, el comisario y el médico forense juntos.

– No se trata de eso, señor comisario, pero me pareció que había indicios suficientes para continuar las gestiones.

– ¡Aquí el único que dice si hay indicios o no para reabrir un caso soy yo! -replicó Manrique dando un fuerte puñetazo en la mesa. Aunque parecía congestionado de furia, seguía sin despeinarse y sin perder la compostura-. Te lo advierto por última vez: olvídate de Andoni Ferrer.

– Así lo haré, señor comisario.

– Me alegro, y espero que seas sincero. Además, no vas a tener mucho tiempo de ahora en adelante para trabajar en ese asunto porque te voy a encargar otro trabajo muy delicado.

– ¿De qué se trata, señor? -preguntó Rojas, que estaba bastante escéptico pero no perdía la esperanza de que por fin se le asignara un caso de interés.

– Se trata de un asesinato, pero dentro de poco te enterarás de todo. -Dicho esto cogió el interfono y habló a través de él-: Martínez, haz pasar a mi despacho a míster Gómez.

«¿Míster Gómez?», pensó Rojas, extrañado. Tenía que tratarse de un extranjero pese al apellido, un inglés o un norteamericano seguramente. Cuando vio entrar a Gómez se cercioró de que era norteamericano, aunque le extrañó el apellido. Seguramente en su caso habían influido más los genes de la madre de Oklahoma que los del padre hispano, porque era la caricatura del yanqui típico: alto, rubio y con el aspecto ingenuo de un miembro del Ejército de Salvación, aunque sus ojos, vivos y escrutadores, desmentían esa primera impresión de ingenuidad.

– Míster Gómez, quiero presentarle al inspector Rojas. Rojas, éste es Frank Gómez. Pertenece al Departamento de Estado de Estados Unidos.

«O sea, que es de la CIA», pensó Rojas.

– Dejémonos de eufemismos, señor comisario -habló Gómez en un perfecto castellano con acento mexicano-, porque no creo que el inspector, que supongo que goza de su confianza o en otro caso no le hubiera asignado para este asunto, se vaya a confundir respecto a lo que soy. Míster Rojas, soy agente de la CIA y he venido a España para pedir su colaboración en la investigación de un asesinato. No sé si el señor comisario le habrá puesto al corriente de todo.

– Todavía no -respondió el comisario-. He preferido que hablara con usted antes de pasarle toda la documentación referente al caso.

– Entonces, se lo explicaré brevemente. No hace mucho ha sido asesinado en esta ciudad un compatriota mío, compatriota y ex compañero, ya que acababa de jubilarse. Era de origen vasco, así que regresó a pasar sus años de retiro en Bilbao. No estaba, por supuesto, en misión oficial.

– Y si lo hubiera estado, ustedes lo negarían rotundamente.

– ¡Rojas! -tronó Manrique.

– No se excite, comisario, su inspector tiene razón, pero en este caso estoy diciendo la verdad. Era un hombre jubilado, de setenta y cinco años de edad, que hacía mucho tiempo que tan sólo se dedicaba a labores meramente burocráticas. Pero no dejaba de ser un compañero y, en mi caso, un amigo, así que cuando nos enteramos de su muerte pensamos que no sería mala idea venir aquí para conocer lo que había ocurrido.

– ¿Está el Ministerio de Asuntos Exteriores enterado de su presencia en España? -preguntó Rojas, consiguiendo un clamoroso fruncimiento de ceño por parte del comisario.

28
{"b":"100269","o":1}