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– ¿Sabe usted cuál fue el motivo de que él le pegara?

– Sí, porque me extrañó un montón. Fue porque ella le llamó a él capitán.

– ¿Capitán?

– Sí, capitán. Yo pienso que ser capitán de lo que sea, del ejército o de la policía, si uno es honrado, es un orgullo, no una indignidad, y que conste que lo digo porque nunca he sido una fanática ya que, como usted imaginará por lo que le he dicho antes, en mi familia nunca ha habido militares ni policías españoles. Gudaris sí, hubo unos cuantos durante la guerra, pero nunca fueron capitanes.

– No sabrá quizá el nombre de ese capitán.

– Espere un momento… no, no estoy segura. Algo así como Eladio, o Heriberto. No. ¿Herminio? Creo que tampoco.

– ¿Podría ser Héctor?

– Eso es, Héctor. Mira que haber dicho Herminio, aunque algún parecido sí que tienen. Héctor, ése es el nombre, seguro. Lo tenía en la punta de la lengua y al mencionármelo usted me he acordado.

Artetxe pensó que tal vez la mujer le estaba confirmando el nombre tan sólo para quedar bien, para impresionarle con su colaboración, pero se arriesgó a creerla. No tenía más remedio, pero de todos modos la historia era verosímil. Los mismos nombres que había mencionado previamente doña Rosario, si no eran exactamente idénticos, sí eran los que podrían haberle surgido en la mente mientras intentaba recordar el auténtico nombre. Por otra parte, Héctor, aunque no era un nombre desconocido en España, tampoco era de uso muy corriente, por lo que cabía la posibilidad de que perteneciera a un sudamericano. De hecho, a Artetxe el único Héctor que le venía a la cabeza así de repente, aparte del héroe griego, era el ex presidente argentino Héctor J. Cámpora.

Todavía estuvo hablando un cuarto de hora más con la señora, pero no obtuvo ningún dato añadido que le fuera de alguna utilidad. Volviendo a prometerle que indagaría sobre su pensión, se despidió con la sensación de que su visita no había sido baldía. Ahora lo que necesitaba era encontrar al tal Héctor, pero desgraciadamente su dirección no vendría en las páginas amarillas, de eso estaba seguro.

30

La primera medida que tomó Artetxe para intentar localizar a Héctor fue pasarle el dato al inspector Rojas para ver qué podía averiguar éste a través del Grupo de Extranjeros de la Jefatura Superior, pero no se consiguió nada.

– Hay más de un Héctor sudamericano e incluso un filipino -les comentó Roberto Salcedo, compañero de Rojas e inspector-jefe del Grupo de Extranjeros-, pero ninguno encaja en el perfil que buscamos. Eso no significa que no exista, sino que en una primera búsqueda no hemos podido encontrarlo. Puede ser que Héctor no sea un nombre, sino un alias que no tengamos recogido. Otra posibilidad que intentaré investigar, aunque tardaré en sacar algo en claro porque requiere mucha discreción, es que efectivamente el tal Héctor sea capitán, bien de algún ejército o de algún cuerpo policial latinoamericano que, tras la caída de alguna dictadura, haya decidido refugiarse en España. En ese caso, aparte de que por nuestras autoridades hay más tolerancia que ante otros refugiados, podrían no estar inscritos en nuestros archivos ya que, seguramente, contarán con una auténtica falsa documentación.

– ¿Una auténtica falsa documentación? -preguntó Artetxe.

– Creía que tu amigo no era ningún pipiolo -dijo Salcedo mirando a Manuel Rojas. Luego, sonriendo hacia donde estaba Artetxe añadió-: ¿No te imaginas qué es eso?

– Supongo que sí. Documentación expedida con todos los requisitos legales por quien tiene la capacidad de hacerla, pero con los datos de filiación falsos.

– ¡Bingo! -exclamó Salceda-. Has dado en el clavo. Si ése es el caso, y el enfado del tal Héctor al ser llamado capitán es un indicio a favor, la cosa está jodida. Procuraré investigarlo, pero no os prometo resultados a corto plazo.

A Artetxe no se le había ocurrido considerar esa última posibilidad, pero mientras más pensaba en ella más posibilidades vislumbraba de que fuera cierta. Y aunque confiaba en las gestiones del inspector Salceda, decidió iniciar por su cuenta una línea de investigación.

Según salió de Jefatura se dirigió al barrio de Santutxu. La parroquia de San Francisquito estaba abierta, aunque en ese momento no se estaba celebrando ningún oficio. Se reclinó junto a una viejecita que estaba orando y casi entre suspiros inició una conversación con ella.

– Perdone, pero ¿sería tan amable de indicarme si sigue destinado en esta parroquia el padre Arbulu?

– ¿Don Imanol Arbulu? ¿Un jovencito de barbas que no va vestido como un cura?

Artetxe pensó que Arbulu, coetáneo suyo, no era precisamente un jovencito, pero teniendo en cuenta la edad de la señora respondió afirmativamente.

– Sí, anda por aquí. Precisamente hace muy poquito ha celebrado una misa y acaba de entrar en la sacristía.

– ¿El padre Arbulu? -preguntó Artetxe asomando la cabeza por la puerta de la sacristía.

Del fondo de la estancia salió un vozarrón que solicitaba un momento, por favor, antes de atenderle.

– ¡Tú! -exclamó un sorprendido Imanol Arbulu cuando vio, frente a él, a Iñaki Artetxe.

– Sí, yo. ¿No te alegras de verme?

– ¿Se puede saber a qué has venido? -replicó el sacerdote, que repentinamente había olvidado las cristianas virtudes de la caridad y la templanza.

– Soy católico, ¿no lo sabías? ¿Y qué cosa más normal que el hecho de que un católico entre en una iglesia?

– Déjate de chorradas; serás todo lo católico que digas, pero la última vez que has entrado en una iglesia seguro que ha sido para asistir a una boda o un bautizo.

– O a un funeral, amigo mío, o a un funeral.

– A lo que más te guste, pero di a qué has venido y vete. Cuanto antes mejor.

Artetxe miró al que hacía años había sido amigo y compañero de lucha. No había transcurrido tanto tiempo, aunque parecían siglos. En aquella época eran los dos estudiantes, Artetxe de Filosofía y Arbulu de Teología y Sociología. El tiempo los separó y posteriormente, al ser detenido Artetxe por colaborar con un activista de ETA, su antiguo amigo volvió a acercársele para ofrecerle su apoyo y solidaridad. El desmarque de Artetxe de la organización armada volvió a enfriar las relaciones, esta vez irremisiblemente. Si se hubiera declarado ateo militante no habría pasado nada, pero su defección política era imperdonable a ojos de quien tenía por una de sus funciones precisamente la de perdonar.

– Necesito tu ayuda. ¿Sigues siendo presidente de zona de la Asociación de Ayuda Internacionalista a los Pueblos Oprimidos?

– Sí, lo soy. ¿Qué ocurre, vas a pedir el ingreso?

– Tal vez, ya sabes que siempre he estado a favor de las causas nobles. Otra cosa son los prejuicios que los fundamentalistas tengan contra las personas que no piensan como ellos.

– No me jodas, Iñaki, sabes que eso que dices no es cierto.

– Bueno, vale, dejémoslo. Mira, estoy buscando a un tipo que es, presumiblemente, sudamericano y atiende al nombre de Héctor o Capitán Héctor.

– O sea que, encima de todo lo que pasó, ahora quieres convertirme en un chivato de la policía.

– Déjate de hostias por muy cura que seas y olvida por una vez esas expresiones de chavales jugando en el patio del colegio, que ya no tenemos edad para ello. Mira -Artetxe sacó de su cartera sendas fotografías: una de Begoña González y otra de la devota de la Eterna Luz, ambas cuando ya estaban muertas-, esto es lo que ha hecho la persona a la que quieres proteger contra mi posible represión. Un asesino de jovencitas. Y, casi con toda seguridad, de miles de personas en el Cono Sur si mi intuición es acertada. No pretendo que delates a un refugiado, sino todo lo contrario, a un represor.

– ¿Y qué es exactamente lo que quieres que haga?

– Me imagino que entre los miembros de tu asociación habrá más de un sudamericano y quizá alguno de ellos habrá oído hablar de un tal Capitán Héctor. En ese caso me gustaría que se pusiera en contacto conmigo.

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