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– De acuerdo, procuraré ayudarte.

– Gracias. Bueno, no quiero imponerte más mi presencia, así que me largo.

– Iñaki -dijo el padre Arbulu poniendo su mano derecha sobre el hombro izquierdo del detective.

– ¿Qué?

– No, nada -contestó el sacerdote volviendo a su posición anterior-. Quizá en otro momento… Bueno, vete con Dios. Te llamaré si me entero de algo.

Cuando salió de la sacristía todavía estaba allí la viejecita.

– ¿Qué, encontró al padre Arbulu?

– Sí, muchas gracias.

– ¿Qué es lo que quería de él? Lo pregunto porque aquí es muy raro que entre gente con corbata.

«Sí, y porque te mueres de ganas por saberlo», pensó Artetxe, que en el fondo sentía ternura por las viejas cotillas.

– Tenía que solucionar un pequeño problema personal. Ha dejado embarazada a mi hermana la pequeña, ¿sabe?, pero a partir de ahora todo irá bien. Me ha prometido que se hará cargo de los costes económicos del aborto.

Luego, cuando estuvo de nuevo en la calle, se arrepintió de haberse inventado esa historia, sobre todo teniendo en cuenta que su antiguo amigo había tenido un gesto hasta cierto punto conciliador, y que le iba a ayudar en su investigación, pero ¡qué coño!, de vez en cuando viene bien desahogarse y hacía tiempo que le tenía ganas.

El padre Arbulu demostró, en los días siguientes, ser más efectivo que el inspector Salceda o, por lo menos, que tenía mejores contactos. Eso pensó Iñaki Artetxe al recibir su mensaje. Le había citado en su parroquia a las siete de la mañana. Le había dicho que ésa era la hora que mejor le venía porque a las seis y media oficiaba su primera misa, pero Artetxe sospechaba con fundamento que el móvil principal era joderle, ya que desde sus tiempos de estudiante sabía lo poco que le gustaba madrugar.

Entró directamente en la sacristía, sin preguntar a nadie por el párroco. Su ex amigo debía de ser partidario de las misas ultrarrápidas porque ya se encontraba esperándole, acompañado de un hombre joven que se hallaba sentado a su lado, junto a una desvencijada mesa camilla.

– Bueno, aquí estoy. Puntual como nunca en tu vida te lo hubieras imaginado.

– Ya veo, ya. Por cierto, muy bueno el cuento que largaste el otro día a una de mis feligresas. Veo que tu capacidad de manipulación y desinformación continúa siendo de primera.

– No te lo tomes a mal, hombre; fue sólo una broma, aunque reconozco que me pasé un poco. Lo siento, de verdad que lo siento.

– Bueno, no hablemos más de eso y siéntate aquí -dijo señalando una silla-. Te presento a Ernesto Dabormida, un compañero argentino que quizá pueda darte alguna información -añadió mientras Dabormida y Artetxe se estrechaban la mano.

– Si pudiera decirme algo le quedaría profundamente agradecido.

– Tal vez sí -contestó el sudamericano con su agradable acento porteño-. En los años duros de la represión videlista yo formaba parte de un grupo de universitarios demócratas y fui encarcelado y torturado. Afortunadamente tuve suerte y me soltaron, aunque mi suerte no es sino una expresión más del tipo de régimen que era el de los milicos. Quedé libre gracias a la fortuna y posición social de mi familia, no por otra cosa, pero qué quiere que le diga, me alegro de estar vivo. Por mi militancia, y también gracias a mis contactos familiares, conocí ciertos datos sobre las fuerzas represivas; por eso creo que sé quién es, o quién puede ser, el Capitán Héctor, si la persona que usted busca es la que yo he conocido.

»Capitán Héctor era el nombre de guerra de un capitán de la Marina destinado en la famosa EMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, la mayor central de tortura y represión de los militares argentinos. Quien pasaba por allí raramente salía con vida o intacto. No creo necesario extenderme más sobre el asunto, porque es sobradamente conocido y cuando me acuerdo de ello lo paso mal, lo siento.

– Lo comprendo perfectamente -le habló Artetxe en tono amable.

– Gracias. Pues bueno, el hombre que usted busca no es de los oficiales más conocidos de los que pasaron por la EMA, pero sí uno de los más sádicos y efectivos. Su auténtico nombre es Raúl Villeneuve Svenson y sus crímenes fueron tan horribles que prefirió escapar del país a la caída de la dictadura, pese a que como es bien sabido a ninguno de los militares que ejercieron el poder se les tocó ni un pelo. Le he traído una fotografía suya para que compruebe si es el hombre que busca.

– La verdad es que yo no le he visto en persona, pero uno de los testigos sí, así que si no tiene usted inconveniente me gustaría guardada para que me confirmaran si es él efectivamente.

– No hay problemas, la he traído para eso. Aquí la tiene -contestó el sudamericano entregando una ampliación de una fotografía tipo carnet a Artetxe.

El detective sólo necesitó décimas de segundo para recordar que conocía a ese hombre y apenas dos segundos más para saber de qué. El día que había estado siguiendo al chófer de González Caballer, el padre de la desaparecida Begoña, aquél había pasado la tarde con un amigo alto y rubio. Ese hombre alto y rubio era el que le estaba sonriendo desde la fotografía. Por eso su testigo le había dicho que era un sudamericano raro. Posiblemente fuera descendiente de franceses y suecos, de ahí que tampoco él lo catalogara como latinoamericano el día que le vio, pero tenía que ser el hombre que estaba buscando; de ese modo todas las piezas del rompecabezas iban encajando. Necesitaba confirmado hablando con la anciana, aunque estaba prácticamente seguro de ello. Y además estaba relacionado de algún modo con González Caballer, eso era evidente. Se estaba cerrando el círculo, pero todavía no sabía quién se iba a quedar dentro. Tendría que hablar con Rojas y contárselo todo, con pelos y señales. El asunto se estaba haciendo demasiado grande para un detective que actuaba sin red. O intervenía la policía o él quedaría incluido en ese círculo que se iba estrechando cada vez más. Pero todavía tenía que intentar averiguar algunos datos adicionales.

– ¿Sería posible localizar de algún modo a ese tal Capitán Héctor?

– Observo que todavía no le ha dado tiempo a leer el periódico y que no tiene la costumbre de poner la radio cuando usa el carro -contestó, sonriente, Dabormida.

– ¿Qué quiere decirme con eso? -se extrañó Artetxe.

Como respuesta, el argentino sacó de un portafolios un ejemplar de El Correo Español-El Pueblo Vasco y se lo entregó a Artetxe. La noticia venía en portada, con grandes alardes tipográficos.

ASESINADO EN SU DOMICILIO EL CONOCIDO EMPRESARIO JAIME GONZÁLEZ CABALLER.

A las once de la noche del día de ayer fue asesinado, en su domicilio de Algorta, el conocido hombre público Jaime González Caballer, que obtuvo cierto renombre en la época de la transición como dirigente del Partido Democrático Foral de Vizcaya y que tras sus sucesivos fracasos electorales había abandonado la política activa para volcarse exclusivamente en su actividad empresarial. (Más información en páginas 8 y 9, editorial en páginas centrales.)

Tras su primera sorpresa, Artetxe recorrió ávidamente el periódico en busca de las páginas mencionadas en la portada.

GETXO. Ayer, a las once de la noche, de nuevo un trágico suceso en forma de muerte violenta se abatió sobre Euskadi. Jaime González Caballer, polémico político de la transición e importante hombre de empresa, miembro del Comité Ejecutivo de Confebask, la Confederación de Empresarios Vascos, fue asesinado en su propio domicilio junto a su chófer y hombre de confianza, Andrés Ramírez Alcántara, que llevaba dieciséis años a su servicio.

Según se nos ha indicado de fuentes policiales, basadas en la declaración de un miembro del servicio doméstico del fallecido, a las diez y cuarto de la noche un hombre que se identificó como Alfonso García de Diego llamó por el portero automático del chalet en que aquél residía solicitando ser recibido por el dueño de la casa, a lo que no se puso ningún impedimento.

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