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– ¿Por qué no avisó a la policía?

– No vi la necesidad de mezclarla en esto; es un asunto estrictamente familiar, y ella, por otra parte, es mayor de edad. Además, sabía que se encontraba bien, me llamó al día siguiente de irse. Me dijo que quería vivir su vida y tuve que aceptarlo. Mis errores hicieron que se marchara, así que, aunque tarde, he aprendido la lección y procuro no volver a cometerlos. Volverá cuando ella quiera.

– ¿No le dijo adonde iba, su dirección, qué se proponía hacer?

– No, no me dijo nada. Al principio pensé que seguramente se había ido con Carlos, pero luego comprobé que estaba equivocado.

– ¿Sabe de qué está viviendo?

– Tiene su propio dinero, que heredó de su madre. Hasta hace poco tiempo se lo administraba yo, pero ahora es mayor de edad y puede disponer de él a su antojo.

– ¿Cuánto dinero posee en total?

– No lo sé con exactitud, aunque sí lo suficiente para vivir unos cuantos años sin tener que trabajar.

– ¿Por qué ocultó o trató de ocultar la fuga de su hija?

– «Fuga» es una palabra que no me gusta, es mejor decir marcha, ¿no cree?, pero le contestaré. Ya le he dicho que tengo enemigos, alguno poderoso. Cuando Begoña se marchó estaba interesado en unos negocios delicados e importantes con un consorcio árabe. Cualquier sombra de escándalo, por leve que fuera, podía hacer que todo el asunto se fuera al traste. Ésa es la principal razón, aparte de que, en el fondo, espero que regrese, si no a mi casa sí a mi vida.

– Eso no explica el trato dado al señor Arróniz ni a mi colaboradora.

– Son cosas diferentes. En el caso de Carlos aproveché la situación para darme una pequeña satisfacción, ya ve que admito que soy muy radical en mis enemistades, y para conseguir que se olvidara de mi hija, aunque esto último, por lo que se ha visto, no funcionó. En cuanto a su colaboradora, lamento lo sucedido, pero al saber que me estaba engañando pensé que había venido por otra cosa y luego, cuando comprendí que estaba equivocado y que seguramente tenía otras intenciones, me cegué y actué del modo que usted ya conoce. La verdad es que, según hablo con usted, no acabo de explicarme a mí mismo mi comportamiento, por eso le reitero mi pesar y le ruego que le transmita mis más sinceras disculpas.

– ¿Por qué me está contando todo esto?

– Es lo que usted deseaba, si no me equivoco. Ha venido aquí a pedirme una explicación y se la estoy dando, ¿no es suficiente?

– No del todo. Quisiera saber a qué viene este cambio de actitud. No soy tan estúpido como para pensar que mi presencia le haya conmovido ni que le haya afectado un ápice lo que ocurrió ayer con su chófer.

– Tiene usted razón, no me ha afectado para nada. Es usted muy desconfiado. Inteligente y desconfiado. No me parece mal, yo también, cuando estoy metido hasta el cuello en algún negocio, desconfío sistemáticamente de todo el mundo, así que no le haré ningún reproche. En efecto, no me ha conmovido, como ha aludido usted burlonamente, pero sí me ha hecho reflexionar. Sé controlar mis negocios, pero esto se me está yendo de las manos y, si no actúo con inteligencia, la bola de nieve se hará tan grande que acabaré por perder del todo a mi hija, así que no me queda más remedio que serenarme. Sigue sin gustarme Carlos, pero estoy dispuesto a transigir; al fin y al cabo es muy posible que si se casan, al cabo de poco tiempo acabe por cansarse de él y pedir el divorcio; por eso estoy dispuesto a olvidar mis desavenencias con él y unirnos en la búsqueda de Begoña. No por afecto, sino por necesidad. Quiero que le diga a Carlos que siento todo lo pasado y que estoy dispuesto a dar mi consentimiento, simbólico por supuesto, ya que no estoy en condiciones de imponer nada, para que se casen. ¿Le transmitirá usted esto en mi nombre?

– Siempre informo de todo lo que ocurre a mis clientes.

– En ese caso le quedaré eternamente agradecido. Debería haberlo hecho antes, pero más vale tarde que nunca. A propósito, no sé cuánto le pagará Carlos, pero si necesita dinero no deje de pedírmelo.

– No hará falta. Estoy bien remunerado y además mi cliente sigue siendo el señor Arróniz.

– Comprendo, no he querido ofenderle, sólo colaborar.

– No se preocupe, no tiene importancia, pero sí me podría ayudar de otro modo.

– Usted dirá.

– Me gustaría hablar con los empleados que tiene en el chalet. Quizá sepan algo, y si digo que voy de parte suya tal vez se muestren más proclives a colaborar. También quisiera ver la habitación de Begoña.

– Como usted desee, aunque dudo que tengan algo interesante que decirle. En cuanto a lo otro, yo mismo le acompañaré hasta su habitación -añadió levantándose de la silla y conduciendo a Artetxe hasta el dormitorio de su hija.

12

La habitación de Begoña, en contraste con el resto de la vivienda, era pequeña y sencilla, con una ventana que daba a la parte trasera del jardín, un par de armarios empotrados, una cama plegable y una mesa de estudio sobre la cual podía observarse un jarrón sin flores, como imagen simbólica y desoladora de su propia ausencia. Un póster colocado junto a la ventana mostraba sus aficiones cinematográficas y, más concretamente, que ella también había sucumbido a los encantos de Antonio Banderas.

Artetxe escudriñó todos los rincones de la habitación intentando encontrar algún indicio de la situación de su usufructuaria, pero no halló nada que pudiera servirle, así que se dedicó a hojear los libros que tenía esparcidos por las estanterías que completaban la decoración. Junto a los libros de texto abundaban los de poesía y narrativa, sobre todo novelas de ciencia ficción; quizá soñara con otros tiempos y otros mundos, pero por mucho que uno huya siempre acaba encontrándose con el mismo mundo en la misma época, pensó con tristeza Artetxe. En un cajón de la mesa encontró una agenda y un álbum de fotos. Se guardó la agenda en un bolsillo, con la esperanza de que alguna de las direcciones allí apuntadas pudiera aportarle algún dato de interés. Después de hacer esto requisó dos instantáneas del álbum fotográfico; una de ellas era un primer plano de Begoña y la otra, una fotografía de un grupo en la playa, en la que podía vérsela junto a otros ocho amigos y amigas. Finalizada la inspección ocular dio aviso de que llamaran al primer miembro del servicio doméstico con quien tenía pensado hablar, Alicia Gómez, una joven de poco más de veinte años que oficiaba como doncella.

– Don Jaime me ha dicho que desea hablar conmigo -fue lo primero que dijo según entró en la habitación-. ¿Qué es lo que desea saber?

– Estoy buscando a Begoña, la hija de su patrón, en nombre de su novio, don Carlos Arróniz-. El cliente le había autorizado a usar su nombre, lo que facilitaba las gestiones, sobre todo con Alicia, que, según palabras del propio Arróniz, «simpatizaba» con su causa.

– ¡Pobre idiota! Todavía sigue enamorado de ella -comentó de un modo menos respetuoso de lo esperado.

– ¿Por qué dice eso?

– Bueno, no me corresponde a mí meterme en la vida privada de mis jefes -dijo con un brillo en los ojos que desmentía sus palabras y denotaba sus ganas de contarlo todo-, pero teniendo en cuenta que el propio don Jaime me ha recomendado que hable con usted, creo que estoy autorizada para expresarme con total sinceridad. Mire, no quiero que piense que es una crítica, ya que todo el mundo tiene derecho a hacer lo que quiera, pero la señorita es un auténtico conejo caliente, ¿me explico? Vamos, que le gusta montárselo con los tíos, lo cual no me parece mal, yo tampoco soy precisamente una puritana -añadió de una manera que parecía una clara invitación a comprobarlo-, pero creo que las cosas deben estar siempre claras y con don Carlos no lo estaban.

– ¿A qué se refiere?

– Le usaba. Le gustaba ir con él; supongo que así intentaba engañarnos, como si tuviera una especie de doble vida. Él, de todos modos, no sabía nada.

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