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El bar era un local lóbrego y oscuro, decorado con envejecidos carteles de grupos de rock duro y ambientado con una música capaz de derribar nuevamente las murallas de Jericó en caso de ser estrictamente necesario. Pese a ello, el inspector jefe De Dios se encontraba allí a sus anchas, como si ése fuera su auténtico habitat natural, pensaba en esos momentos su acompañante, el también inspector de policía Manuel Rojas. Hacía tan sólo media hora que se habían reunido en los locales de la Jefatura Superior y ésa era la tercera taberna que visitaban.

De Dios se acercó a la barra. Un joven, al que entre la poblada barba y la inmensa melena que lucía era imposible verle la cara, acudió a preguntarle qué deseaba tomar.

– Dos cañas y un poco de conversación.

El camarero manipuló un barril de cerveza y extendió sobre el mostrador dos jarras que contenían más espuma que líquido.

– Aquí están las cañas. Son cuatrocientas pesetas. Para la conversación tendrá que ir a otro local. En esta cafetería no nos gusta intimar con los clientes.

– ¿Cuatrocientas pesetas por dos vasos de espuma con un poco de cerveza? ¿Y te atreves a llamar cafetería a este tugurio infecto? No me hagas reír, Angelito, que no estoy de buen humor. Por cierto, ¿desde cuándo no te gusta dar palique a los clientes? Yo pensaba que te encantaba, sobre todo con los de tu mismo sexo.

– ¿Y eso a usted qué cojones le importa, inspector? Cada uno puede hacer con su cuerpo lo que quiera. ¿No dicen ustedes que ahora se estudia la Constitución en la Escuela de Policía? Vivimos en una democracia, no en un Estado policial, y los derechos a la plena realización sexual están reconocidos y son totalmente respetables.

– Veo que me has reconocido pero, por favor, no te marques el mitin reivindicativo conmigo, Angelito. Me importa un bledo con quién te lo montes, y si por casualidad te salen almorranas pues miel sobre hojuelas, ¿vale? Por mí puedes hacer con tu hermoso culo lo que te plazca, como si se te ocurre subastarlo para conseguir fondos en pro de la obra benéfica de la madre Teresa de Calcuta. No he venido para oírte decir chorradas, sino para otros asuntos.

– ¿De qué asuntos se trata, inspector? -preguntó el camarero tras decidir, inteligentemente, no volver a replicar los comentarios del inspector.

– ¿Sigues enrollado con el Gabacho?

– ¿Con ese degenerado? Con el Gabacho no iría ni a heredar. No sabe usted lo que dice, inspector. Le prohibí incluso que pusiera los pies en el bar.

– Al menos sabrás por dónde para actualmente.

– Ni lo sé ni quiero saberlo.

– Pues es una verdadera lástima porque yo sí quiero saberlo, y no me creo que no estés al tanto de sus andanzas. Ya conoces el dicho: los grandes amores siempre dejan huella.

– No me molesta que se burle de mí, señor inspector, pero le juro por mi madre que no sé dónde anda ese julái.

– Deja en paz a tu madre, Angelito, que bastante desgracia le ha caído en suerte teniendo un hijo como tú. Ya sabes que siempre me he portado bien contigo y me imagino que querrás seguir teniendo el mismo trato.

– Ahora las cosas son diferentes, inspector. Usted me ha ayudado, de acuerdo, pero yo le he correspondido siempre. Ya no le debo nada. Además, tanto yo como mi bar estamos totalmente limpios, así que no puede chantajearme.

– Eres más gilipollas de lo que pareces. ¿Cuándo he necesitado chantajearte para que me cuentes lo que quiero saber?

– No se atreverá a incriminarme con pruebas falsas.

– Angelito, coño, no vayas de virgen inocente por la vida, que ningún director de cine con dos dedos de frente te daría nunca ese papel. Pues claro que lo haría si lo considerara imprescindible, pero no es mi estilo aunque, ¿qué te parecería si tu posmoderno y posmugriento chiringuito empezara a llenarse continuamente de maderos, como decís vosotros? No te molestarían para nada, se limitarían a tomar sus consumiciones tranquilamente, sin meterse con nadie. Claro que en este mundo no hay nada perfecto y, como se suele decir, nunca llueve a gusto de todos, así que es posible que tu selecta clientela habitual se retrajera ante esta situación. Debes creerme que lamentaría desde lo más profundo de mi alma que eso sucediera pues siempre he sido un acérrimo defensor del pequeño comercio.

– De acuerdo, inspector, usted gana, como siempre. Le contaré todo lo que sé sobre el Gabacho, pero, por favor, olvídese de mí durante una larga temporada.

– ¿Olvidarte? Imposible, Angelito, eso que me pides es totalmente imposible. Como ya te he dicho, los grandes amores siempre dejan huella.

El lugar que les había indicado Angelito era la primera planta de un edificio semiderruido de Bilbao la Vieja. La puerta estaba entornada y De Dios la abrió sin llamar, con la confianza que da el estar habituado a esos ambientes. Cuando Rojas le insinuó la conveniencia de llamar con antelación, para cumplir lo previsto en las leyes, se echó a reír y le comentó que allí posiblemente ni siquiera funcionara el timbre.

Según entraron vieron a una viejuca que posiblemente había sobrevivido a la primera guerra mundial, sentada en un desvencijado sofá de color desconocido viendo una enorme televisión en blanco y negro.

– Venimos en busca del Gabacho -dijo De Dios en el tono seco y cortante de quien hace eso todos los días del año.

– La segunda habitación a la izquierda, según entran por el pasillo -contestó la contemporánea, de Matusalén con un hilo de voz que parecía salir de ultratumba, pero sin mostrar sorpresa alguna, acostumbrada como estaba a tratar con maderos más duros que el propio De Dios.

Cuando los policías entraron en la habitación, el Gabacho se encontraba en plena faena, si consideramos que lo que tenía en la boca no era un polo de fresa precisamente. Al honrado ciudadano que estaba disfrutando de las habilidades bucales del Gabacho se le cortó la erección al momento e incluso se quedó mudo, ya que ambos policías pudieron observar el extraño efecto de una boca que se abría y cerraba espasmódicamente, como afectada por un tic, pero sin articular palabra ninguna.

– Señor inspector, qué alegría verle por aquí -dijo el Gabacho, más acostumbrado a estas escenas que su cliente.

– ¿Son ustedes policías? -balbuceó más que dijo el honrado ciudadano-. No me detendrán por esto, ¿verdad? Es la primera vez que hago algo así, ¿saben? Estoy casado y tengo tres hijos, por favor, el escándalo… Es el estrés, los nervios, no sé por qué lo he hecho.

– Corte el rollo y largúese cuanto antes, que por nosotros como si se la mete a un burro. Venga, fuera, largo, antes de que nos arrepintamos.

– De eso nada, señor inspector. No se puede ir así como así, todavía no me ha pagado -dijo chillando el Gabacho.

– De acuerdo, hombre, de acuerdo. ¿Cuánto te debe?

– Diez mil púas.

– ¿Diez mil? Tú no has visto juntas en tu vida nunca ni siquiera cinco mil. Bueno, déle quince mil -dijo mirando al cliente- y asunto zanjado.

– ¿Está usted loco? ¿Así nos protege la policía de los delincuentes? -se indignó el cliente, asumiendo la pose de ciudadano intachable de clase media-. ¿Cómo es posible que un policía me obligue a dar dinero a un delincuente? Es vergonzoso. Si se enteraran sus jefes se metería usted en un buen lío.

– No me cabe duda, y si se enteran su mujer y sus hijos usted no lo iba a pasar muy bien, así que déjese de chorradas y pague. Su compañero ha cumplido, ¿no? Pues ahora cumpla usted, y rápido, que no tenemos tiempo que perder.

El honrado ciudadano comprendió que una vez perdidos los principios en el terreno sexual no era tan grave perderlos también en el económico, por lo que con gran dolor de corazón sacó tres billetes de su cartera y le dio al Gabacho su salario.

– Gracias, jefe, vuelva cuando quiera. El próximo mes voy a estar de oferta, dos por el precio de uno, como en las rebajas de enero.

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