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»Nuestra relación era de lo más normal, como la de las demás parejas que se encuentran en nuestra situación, supongo. Con momentos mejores y peores, buenos y malos, sin que estos últimos llegaran a empañar nuestro entendimiento.

»Teníamos nuestros problemas, como todo el mundo, pero no nos quitaban el sueño. Quizá el más importante, no porque consiguiera herir nuestra relación, sino porque disgustaba afectivamente a Begoña, ése es su nombre, lo constituía la actitud de su padre.

»Usted conoce sin duda el nombre del padre, y tal vez a él. Se llama Jaime González Caballer, empresario conocido no sólo en el País Vasco, sino en el resto de España, vicepresidente de la Diputación de Bizkaia durante el franquismo, líder de un partido reformista durante la transición, aunque nunca consiguiera el escaño de diputado, y hombre de fuerte personalidad. Se opuso desde el primer momento a nuestras relaciones, si bien, como persona educada que aparentaba ser, no nos armó ningún escándalo ni nos puso en ninguna situación violenta.

»¿Por qué esta oposición? No lo sé, señor Artetxe, juro que no lo sé. ¿Prejuicios económicos o sociales? La idea es ridicula. Ya le he dicho antes que económicamente no tengo ningún problema, puedo proporcionar a Begoña el mismo tren de vida que lleva con su padre. Y en cuanto a la posición social, en mi tierra natal, Extremadura, mi familia es harto conocida. ¿Prejuicios por ser de fuera? Sería absurdo. El padre de Begoña es valenciano, y con la familia de su madre siempre me he llevado perfectamente, no con una cordialidad producida por la mera educación, sino con auténtico cariño y amistad. ¿Quizá un desmedido amor de padre según el cual nadie es merecedor de su hija? O más sencillamente, ¿una de esas primeras impresiones que hacen que alguien a quien acabas de ser presentado te caiga mal, sin motivo alguno, pero que no se pueden evitar por más que lo intentemos? Puede ser. En el fondo, una causa u otra lo mismo da. Me hubiera gustado cambiar esa situación, pero no conseguirlo no me traumatizó. Mientras Begoña y yo tuviéramos las ideas claras, la actitud de su padre no nos preocupaba. Eso pensábamos antes. Ahora, en cambio, he empezado a pensar de otro modo.

Llegado a este punto de su monólogo, Arróniz calló, tal vez esperando que Artetxe hiciera algún comentario o pregunta, pero éste no abrió la boca. Intuía que era más positivo permitir que Arróniz continuara su historia. Hasta el momento su cliente -pues así lo consideraba ya- había hablado todo el rato en pasado, pero había un presente que antes o después tendría que salir a relucir, y su silencio le obligaría a emerger lo más pronto posible.

– Procuraré ir al grano después de este preámbulo. Hace ya dos meses y medio que no sé nada de ella. Exactamente desde el diecisiete de junio. Nos habíamos citado en el Dantxarinea, un bar cercano a Lurmetalsa, la empresa en la que trabajo, a las siete de la tarde, mi hora de salida, pero no apareció. Me cabreé por lo que yo suponía una falta de formalidad, pero no me inquieté. Esas cosas pasan de vez en cuando; no era la primera ocasión en que ella o yo nos dábamos plantón. No era algo habitual, claro, pero tampoco inconcebible. Me limité a esperarla durante casi una hora y luego me fui a mi apartamento. Suponía que, como solía suceder en estos casos, acabaría llamándome, pero me equivoqué. Al día siguiente, bastante enfadado a decir verdad, intenté ponerme en contacto telefónico con ella sin lograrlo. Ni esa vez ni las posteriores. Siempre que llamaba a su casa me decían que no estaba y que no sabían dónde podía localizarla. Por lo menos, las primeras veces. Posteriormente me comunicaron que Begoña no quería hablar conmigo, que no quería saber nada de mí. Fui varias veces a su casa, pero no me permitieron entrar. Incluso me amenazaron. Hace ocho días cumplieron sus amenazas.

– ¿Qué sucedió?

– El chófer de González Caballer, que por lo visto se gana un sobresueldo como matón, se presentó en mi despacho y me dio una paliza.

– ¿Denunció usted el hecho?

– Quise hacerlo, pero en el Juzgado de Guardia me dijeron que no serviría de nada. No había testigos y ni siquiera me produjo lesiones visibles, así que el caso se sobreseería indefectiblemente por falta de pruebas. El chófer sabía lo que se hacía. Por eso he recurrido a usted.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere que yo haga?

– Ni yo mismo lo sé. Como primera medida que localice a Begoña, y luego… en fin, quiero que descubra si hay algo más en todo esto que una simple ruptura sentimental. Mire, señor Artetxe, quizá me esté volviendo paranoico, pero me parece que tras todo esto subyace algo raro. Algo muy raro. No soy tan tonto o ingenuo como para creer que es imposible que Begoña no quiera saber nada más de mí. Me dolería pero acabaría resignándome, qué remedio. No sería el primero ni el último hombre sobre la tierra al que le sucediera tal cosa. Imagino que estaría jodido durante un tiempo y luego me recuperaría. El problema estriba en que no tengo la certeza de que vayan por ahí los tiros. Si se trata de eso, ¿por qué no me lo dice ella directamente, bien por teléfono o en persona?

– Quizá no se haya atrevido a hacerlo. Esas cosas suelen suceder.

– Es posible, pero no lo creo. No encaja con su forma de ser.

– Nunca conocemos del todo a las personas.

– En eso lleva usted razón. Sin embargo, hay cosas que a simple vista parecen turbias. ¿A qué viene enviarme un matón, por ejemplo? ¿Sabe ella lo que está ocurriendo o, por el contrario, es ajena a todo? No lo sé, pero quiero saberlo, y estoy dispuesto a pagar dos millones de pesetas por esa información. Por eso le he llamado a usted. Para que averigüe lo que está pasando. Quiero saber la verdad, aunque no me guste. La oferta anterior es firme, aunque lo solucione chasqueando los dedos. Dos millones. ¿Acepta encargarse del caso?

– Acepto -contestó Artetxe.

7

Ante Su Señoría y con mi asistencia, el secretario, comparece quien debidamente identificada resulta ser Nekane Larrondo Igartua, nacida en Durango (Bizkaia) el 21 de agosto de 1955, hija de Félix y de Mª Dolores, de profesión ATS, domiciliada en Bilbao (Bizkaia), calle Rodríguez Arias nº 37, número de Documento Nacional de Identidad 14.222.715, quien previo juramento de decir verdad, a preguntas de S. S.ª declara:

Que conoce el motivo de haber sido citada en este Juzgado para prestar declaración.

Que es la viuda de don Andoni Ferrer Lamikiz, por cuya muerte se han incoado las presentes diligencias, como demuestra presentando el Libro de Familia, el cual le será devuelto una vez testimoniado en Autos, según indicación de S. S.ª

Que el día de ayer volvió del trabajo a casa hacia las tres y cuarto de la tarde, como lo hace habitualmente.

Que al entrar en el salón vio a su marido sentado en una butaca, la misma en que se hallaba al llegar al lugar de los hechos la Comisión Judicial, en postura extraña, ladeado hacia la izquierda.

Que en un primer momento pensó que estaba dormido, por lo que fue a despertarle.

Que al intentar hacerlo, vio en el suelo una goma y una jeringuilla. Entonces comprendió que pasaba algo raro.

Que llena de nerviosismo recogió los objetos antes citados y los depositó sobre la mesilla que hay junto a la butaca. Hecho esto zarandeó repetidamente a su marido, en un intento de reanimarle, hasta que comprendió que estaba muerto.

Que no sabiendo qué hacer fue a buscar a sus vecinos del 5° B, con quienes le une cierta amistad, siendo ellos quienes se encargaron de avisar al Juzgado de Guardia y a la policía.

Que no recuerda nada más, sabiendo, porque se lo han contado sus vecinos, que el médico forense le inyectó un tranquilizante, así como que la habían citado para declarar hoy en el Juzgado.

A nuevas preguntas de S. S.ª declara:

Que su marido trabajaba como periodista independiente, si bien últimamente los medios en que más publicaba eran los diarios Deia y El País y las revistas Tiempo e Interviú, aunque no eran los únicos.

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